—¿Tienes hambre?
Lo miré; el fuego de su cabeza se había extinguido en el tiempo durante el que mi mente se había desviado hacia la explanada de Josué. Pero yo ya estaba de vuelta y Quitoon también.
Sus pupilas, como las de todos los miembros de la demonidad, eran rendijas, y sus córneas de sombra quemada tenían motas doradas. Los dibujos geométricos color turquesa y morado que decoraban su cuerpo también estaban salpicados de manchas doradas, aunque si alguna vez habían estado impecables, tantos años de cicatrices se habían dejado notar.
—¿Te vas a quedar ahí mirando o vas a responder a mi pregunta?
—Lo siento.
—¿Tienes hambre?
—Estoy tan famélico que podría comer hasta pescado.
Pescado. Qué asco. El pescado era el animal nazareno. «Os haré pescadores de hombres», decían las escrituras. ¡Puaj! No era raro que me hubiese atragantado con una espina las dos veces que había tratado de comerlo.
—Vale, nada de pescado. Pan con carne, ¿qué tal eso?
—Mejor.
Quitoon se sacudió como un perro mojado. Motas de resplandor, vestigios del poder que había liberado y que se había alojado entre sus escamas, volaban ahora de su cuerpo y morían con la luz del sol.
—Así está mejor —dijo.
—Yo… debería estar… no, quiero decir que yo estoy… muy… —¿Qué?
—Agradecido.
—Ah, no hay problema. No podemos dejar que esa basura humana nos trate a patadas.
—A mí me han dejado bastante hecho polvo.
—Te curarás —respondió Quitoon con naturalidad.
—¿Aunque tenga dos cuchilladas en el corazón?
—Sí, incluso así. Cuando empiezan a desmembrarte es cuando las cosas se ponen feas. Dudo que ni tan siquiera Lucifer pueda regenerar una segunda cabeza —pensó en ello por un momento—, aunque ahora que lo pienso, nada es imposible. Si puedes soñarlo, puedes hacerlo. —Me observó—. ¿Estás en condiciones de caminar?
Traté de mostrarme tan despreocupado como él:
—Claro, sin problema.
—Entonces vamos a ver el asado del arzobispo.
Fuegos: han marcado cada uno de los momentos importantes de mi vida.
Entonces, ¿estás listo para prender un último fuego?
Estoy seguro de que no creías que se me había olvidado. Me he dejado llevar un poco por la historia, pero todo el tiempo que he estado hablando, he pensado en cómo será cuando hagas lo que prometiste.
Porque lo prometiste, no digas que no.
Y no me digas que se te ha olvidado, porque solo conseguirías que me enfadase. Y tengo todo el derecho a hacerlo, después de todos los problemas por los que he pasado, de haber escarbado en mis recuerdos, la mayoría de ellos dolorosos, y compartido lo que desenterraba. No haría eso por absolutamente nadie y lo sabes. Solo por ti.
Lo sé, lo sé, es fácil decirlo.
Pero lo digo de verdad. He abierto las puertas de mi corazón para ti, realmente lo he hecho. No me resulta fácil admitir lo herido y débil que he estado, ni lo estúpido e inocente que he sido. Pero te lo he contado porque al principio, cuando abriste la puerta de esta prisión y vi tu rostro, también vi algo en él que me inspiró confianza. Y todavía siento esa confianza. Vas a prender fuego a este libro muy pronto, ¿verdad?
Tomaré tu silencio como un sí.
Veo un ligero aire de desconcierto en tu rostro. ¿Qué te ocurre? Ah, espera, ya lo tengo: estás esperando que todo se acabe arreglando y termine bien, como en los cuentos. Esto no es un cuento; los cuentos tienen una introducción, un nudo y un desenlace.
Esto no funciona así; no son más que trocitos de recuerdo, eso es todo. Bueno, no, eso no es realmente así. Te he contado cosas que eran muy importantes para mí porque esas son las cosas que recuerdo: la hoguera, el cebo, el asesinato de papá, mi primer amor (aunque no el último), lo que ocurrió en la explanada de Josué, el encuentro con Quitoon y cómo él salvó mi vida. De eso es de lo que trata esto.
Pero por tu expresión deduzco que no es lo que tú esperabas. ¿Creías que iba a contarte cosas sobre la gran guerra entre el Cielo y el Infierno? La respuesta es fácil: nunca ha habido ninguna; eso no es más que propaganda papal.
¿Y yo? Bueno, obviamente sobreviví a mis heridas, de lo contrario no estaría en estas páginas contándote todo esto.
Ah, eso hace que me pregunte… La idea de mí hablándote hace que me pregunte: ¿cómo sueno en tu cabeza?
¿Me has puesto la voz de alguien a quien siempre has odiado, o de alguien a quien quieres?
O espera: ¿sueno como tú? No, ¿verdad? Eso sería extraño, ¡sería muy extraño! Sería como si yo en realidad no existiese, salvo en tu cabeza.
«Yo, el señor Jakabok Botch, quien en este momento reside en el interior de tu cráneo…».
No, no me gusta. No me gusta nada, por razones obvias.
¿Qué razones? Vamos, no me obligues a explicártelo con detalle, amigo. Si lo hago, entonces te voy a decir la verdad y a veces la verdad no es bonita. Podría herir tus tiernos sentimientos humanos y no querríamos que eso ocurriese, ¿verdad?
Por otro lado, no voy a empezar a contarte mentiras ahora que estamos tan cerca de nuestra pequeña quema de libros.
Muy bien, te lo diré: no creo que nadie en su sano juicio piense en tu cabeza como un excelente lugar donde vivir, eso es todo.
Tu cabeza es una pocilga. He estado en ella el tiempo suficiente para comprobarlo por mí mismo. Estás hasta la tapa de los sesos de mugre y desesperación. Sí, estoy seguro de que engañas a tus amigos y parientes más crédulos con pequeñas tretas. Las he visto en tu cara, así que no trates de negarlo. Te sorprendería todo lo que he visto observándote desde estas páginas. La sonrisa que esbozas cuando no estás seguro de lo que es verdad y lo que no. No quieres demostrar tu ignorancia, así que usas esa sonrisilla para ocultar tu confusión. La pones cuando estás leyendo algo de lo que no estás seguro. Apuesto a que no lo sabías: pones esa sonrisilla por un libro, lo creas o no.
Pero a mí no me engañas; yo veo todos tus pequeños secretos y culpas correteando tras tus ojos, tratando desesperadamente de ocultarse de la vista. Te hacen parpadear, ¿sabías eso? Tus párpados se sacuden arriba y abajo con verdadera rapidez siempre que la conversación que mantenemos se orienta hacia algún tema con el que te sientes incómodo. Veamos, ¿cuándo lo noté por primera vez? ¿Fue cuando estaba hablando de la pelea familiar y de que yo cogí un cuchillo de cocina para usarlo con mi padre? ¿O cuando hablé por primera vez del cura corrupto, el padre O’Brien? No consigo recordarlo, hemos hablado tanto… Pero créeme: tus ojos son todo un espectáculo cuando te pones nervioso.
Puedo ver a través de ti. No hay nada que puedas ocultarme. Cualquier idea maliciosa, corrupta, que se te pase por la mente se refleja en tu rostro a la vista de todo el mundo. No, no debería decir todo el mundo, en realidad soy solo yo, ¿no? Yo cuento con sesión privada; el único que tal vez te conozca mejor que yo es tu espejo.
Espera, espera. ¿Cómo empecé a hablar sobre tu mente? Ah, sí: yo viviendo dentro de tu cráneo, de tu sórdido cráneo.
¿Ya has escuchado suficientes detalles? La demonidad sabe que te he contado muchos. Desde luego que existen algunos pormenores que he obviado. La mayoría de los que faltan son evidentes, ¿no? Es cierto que no morí, ni siquiera con dos heridas en el corazón. Tal y como Quitoon había profetizado, todas las heridas de arma blanca y todos los huesos rotos se curaron finalmente y me dejaron una constelación de pequeñas cicatrices que acompañaban a la gran quemadura.
Hablando de quemaduras, cuando nosotros (o sea, Quitoon y yo) regresamos a las afueras del bosque y miramos hacia la explanada de Josué, descubrimos que mientras la mayor parte de los condenados se habían desintegrado entre el humo hacía tiempo, a los tres pecadores que estaban crucificados cabeza abajo en medio del semicírculo de hogueras todavía tenían que prenderles fuego. El arzobispo se estaba dirigiendo a ellos y enumerando sus pecados contra las leyes celestiales. Dos de los condenados eran hombres y la tercera era una mujer muy joven y embarazada, con un abultado ombligo y una piel brillante y tersa, que colgaba hacia abajo decorada con gotas de sangre que corrían desde sus pies cruelmente clavados. Hasta que el arzobispo finalizó su discurso y los tres verdugos prendieron fuego con cuidado a la base de cada uno de los montones de yesca, las cruces no comenzaron a rotar lentamente.
—Es una idea inteligente —comenté.
—Las he visto mejores —respondió Quitoon con indiferencia.
—¿Dónde?
—En cualquier lugar en el que se hagan daño unos a otros. Ahí es donde realmente ves la genialidad humana: máquinas de guerra, instrumentos de tortura, dispositivos de ejecución… Es increíble lo que pueden crear. Construyeron las cruces giratorias el pasado octubre, para la ejecución del anterior arzobispo.
—¿A sus mujeres también las clavaron en cruces?
—No, solo al arzobispo, en el dispositivo rodante. En cualquier caso, no funcionó; empezó a moverse dando pequeñas sacudidas y luego, a medio camino, se detuvo. Pero mira la destreza de esa gente: han solucionado el problema en tan solo unos pocos meses. Esas cruces van a rodar con mucha suavidad —sonrió—, míralas.
—Estoy mirándolas.
—Es una máquina, Botch, ¡un dispositivo que sirve para lo que la humanidad no puede hacer por sí misma! Estoy seguro de que construirá una máquina para volar si vive el tiempo suficiente.
—¿Tiene enemigos?
—Solo uno: ella misma. Pero las máquinas que fabrica normalmente se libran de la estupidez de sus inventores. Adoro las máquinas, sirvan para lo que sirvan. Nunca me canso de mirarlas. Demonios, escucha ese grito. —Su sonrisa se hizo más amplia.
—Es la chica.
—Supongo que es comprensible; está gritando por dos. —Soltó una risita—. Aun así, me hace rechinar los dientes. Creo que me voy a retirar. Ha sido un día completo, señor B. Gracias.
—¿Adónde vas?
—Ahora mismo, lejos de aquí.
—Pero ¿y después?
—No tengo planes especiales. Si oigo que se está inventando algo interesante en alguna parte (ya sea una ratonera más eficaz o una máquina que muerde a las mujeres que responden a sus maridos, no me importa), iré. Tengo mucho tiempo. Como los rumores que escuché ayer, que un ángel había sido capturado en los Países Bajos mientras ayudaba a alguien a inventar una flor.
—¿Sabes qué aspecto tiene un ángel?
—No tengo ni idea. ¿Y tú? ¿Alguna vez has visto uno?
Negué con la cabeza.
—¿Quieres ver a ese ángel? —preguntó Quitoon.
—¿Qué quieres decir?
—¡Demonios! ¡Eres duro de entendederas! Te estoy preguntando si quieres venir conmigo. Es una existencia nómada, pero de vez en cuando ves a alguien trabajando en un proyecto, casi siempre secreto.
Aquella palabra sonó extraña cuando la pronunció y él también pareció darse cuenta, porque dijo:
—En realidad no es importante, el secreto. ¡Los secretos! Quiero decir los secretos.
—No, no es cierto —respondí—. Quieres decir un secreto. Un solo secreto. No puedes engañarme.
Quitoon estaba visiblemente impresionado:
—Sí —admitió—, solo es una cosa sobre la que he oído rumores. Alguien está trabajando para inventar esa cosa secreta que conseguirá… —dejó la frase inacabada.
—¿Conseguirá…? —pregunté.
—¿Vienes o te quedas? ¡Necesito una respuesta, Botch!
—¿Conseguirá qué?
—Que conseguirá cambiar la naturaleza de la humanidad para siempre.
Ahora estaba intrigado: Quitoon guardaba un secreto, un gran secreto.
—Este es el mayor secreto desde lo de Cristo —prosiguió Quitoon—. En serio.
Eché un vistazo hacia los bosques del extremo más apartado de la explanada. Sabía que me resultaría difícil encontrar el camino de vuelta a través de los árboles hasta la grieta en la roca de la que Cawley y su banda me habían sacado. El descenso no sería tan difícil; en cuestión de horas podría estar de vuelta en la reconfortante familiaridad del inframundo.
—¿Y bien, Botch?
—¿De verdad crees que hay un ángel en los Países Bajos?
—¿Quién sabe? No saberlo forma parte de la diversión.
—Creo que tengo que darle unas cuantas vueltas.
—Entonces te dejaré dándole vueltas, Jakabok Botch. Por cierto, ¿te he dicho lo difícil que resulta pronunciar tu nombre?
No esperó a que le respondiera que había oído esa observación a menudo; tan solo volvió la espalda hacia la explanada diciendo que no podía soportar ni un segundo más los gritos de aquella chica.
—Le está ardiendo el pelo.
—Eso no es una excusa —replicó, y se internó en el bosque.
Yo sabía que aquel era un momento importante. Si no escogía correctamente, podría acabar lamentando la decisión que tomase, en aquel preciso momento y lugar, durante el resto de mi vida. Volví a mirar hacia la explanada y de nuevo hacia los árboles. Por muy brillantes que fueran los dibujos que formaban las escamas de Quitoon, las sombras ya empezaban a ocultarlos. Tan solo unos pasos más y desaparecería de mi campo de visión y, con él, mi oportunidad de vivir una aventura.
—¡Espera! —le chillé—. ¡Voy contigo!
Ahora ya sabes cómo me fui de viaje con Quitoon. Nos lo pasamos bien en los años que siguieron, yendo de sitio en sitio y jugando a lo que nos gustaba denominar los viejos juegos: causar la muerte al hablar, convertir a los bebés en polvo mientras mamaban, tentar a los hombres y mujeres de Dios (normalmente con sexo), incluso entrar en el Vaticano por las cloacas y embadurnar con excrementos los nuevos frescos que habían sido pintados utilizando un método que permitía al artista conseguir la ilusión de la profundidad. Quitoon se sentía molesto por no haber estado allí cuando se había utilizado el invento y su mal humor lo animó a esparcir las boñigas con un particular entusiasmo.
Aprendí mucho de Quitoon, no solamente a jugar a los viejos juegos; él siempre decía que el deporte de cazar inventos resultaba mucho más interesante si se jugaba con humanos que tenían una oportunidad real (pequeña tal vez, pero real, después de todo) de burlarlo.
—Pues a aquella muchedumbre no le diste demasiadas oportunidades de ganarte —le recordaba yo—. De hecho, no le diste ninguna.
—Eso fue porque nos superaban en número. No tuve otra opción. Si hubiésemos sido capaces de enfrentarnos a ellos uno por uno, habría sido una historia completamente distinta.