Demonio de libro (25 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Demonio de libro
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Mientras tanto, a medida que la discusión se complicaba todavía más, el espectáculo de las cabezas del demonio y del ángel creciendo y encogiéndose se volvía aun más elaborado; de sus hinchados cráneos emergían docenas de extrusiones delgadas como falanges que se entrelazaban unas con otras y sus elegantes ligaduras reflejaban, tal vez, la complejidad creciente del debate.

Todos seguían observándolos mientras ellos se repartían el futuro de la humanidad, pero a mí se me escapaba una gran parte de la negociación y, en general, a pesar de su gran trascendencia y todo eso, estaba empezando a aburrirme. Las fastuosas complejidades de sus cabezas entrelazadas eran otra cosa distinta. Ver cómo las cabezas entrelazadas seguían buscando nuevos modos de reflejar cada propuesta y contrapropuesta, cada negociación aceptada y rechazada, superaba a las invenciones de mi vida onírica. El proceso de debate había adquirido tal elaboración, y el entretejido de las carnes demoníacas y angelicales tal exquisitez, que ahora sus cabezas parecían un tapiz:
Retrato de un debate entre el cielo y el infierno con el fin de evitar la guerra
.

Allí subyacía un secreto que relegaba la prensa de Gutenberg a una mera nota a pie de página. Me encontraba ante el poder que manejaba el mundo desde las sombras en pleno funcionamiento. Lo que siempre había considerado una calamitosa Guerra invisible que se libraba en el cielo y bajo tierra y que en ocasiones invadía vuestro mundo humano, no era una batalla sangrienta, con legiones masacrándose entre ellas, sino aquella interminable puja propia de una lonja de pescado. ¿Y por qué? Porque lo que alimentaba las negociaciones era la ganancia que se obtenía de aquellos recientes descubrimientos. El ángel Hannah era indiferente al modo en que aquel «material impreso», como ella lo había apodado, podría envenenar o empobrecer las vidas espirituales de la humanidad. Tampoco al arzobispo demonio ni a sus consejeros les preocupaba poseer medios para corromper a los inocentes mediante la palabra. Lo que movía a ambos bandos era la persecución del poder de la palabra obtenido a partir de la riqueza de palabras; y aquello inspiraba maniobras de tal complejidad que la adecuada interpretación de cada diminuto fragmento de este entramado de acuerdos dependía de la interpretación de todas las demás partes. Lejos de comportarse como enemigos, los dos bandos llevaban a cabo lo que sin duda era otro contrato matrimonial entre facciones opuestas ocasionado por la creación de la prensa de Gutenberg. Dicha prensa produciría dinero y controlaría las mentes al mismo tiempo. Al menos eso fue lo que inferí de su intrincada charla.

Mis agotados ojos se desviaron hacia Quitoon y lo enfocaron en el preciso momento en que su errante mirada me encontró.

Por la expresión de sorpresa de su rostro era obvio que me creía muerto hacía tiempo. Pero pude observar que el verme vivo lo agradó y aquello me proporcionó esperanzas, aunque sinceramente no podría decirte de qué.

No, puedo intentarlo. Tal vez esperaba que el hecho de haber llegado los dos hasta allí, hasta el fin del mundo como se había concebido hasta entonces, y hasta el principio de lo que estaba por venir, por cortesía de Johannes Gutenberg, nos uniera en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la…

Nunca terminé de pronunciar estos silenciosos votos de devoción porque uno de los consejeros de Hannah, sentado junto a ella en el extremo de la mesa que quedaba frente a Quitoon, había detectado la expresión de su cara y se había dado cuenta de que un sospechoso vestigio de felicidad parpadeaba en sus rasgos.

El ángel comenzó a elevarse de su asiento para poder ver mejor aquello que Quitoon miraba con tal placer.

Quitoon, por supuesto, me miraba a mí; me miraba y sonreía del mismo modo que yo me estaba permitiendo sonreír mientras lo miraba a él.

Entonces el ángel gritó.

«Al principio existía la Palabra», dice Juan el amante de Cristo, y la palabra no solo estaba junto a Dios, sino que era Dios. Así que, ¿por qué no existe una palabra, o una frase de diez mil palabras que acierte a describir mínimamente el sonido del grito de un ángel?

Tendrás que creerme cuando te digo que gritó muchísimo y que el ruido que emanó de su garganta fue tal que todas y cada una de las partículas que había en aquella habitación se convulsionaron al oír el grito. Los ojos que habían estado observando con obsesiva devoción a los Jefes se sobresaltaron de repente por la violencia de la convulsión. E inevitablemente, varios de los que ocupaban la habitación me vieron.

No tuve tiempo de retirarme. Las entidades que llenaban la estancia eran criaturas infinitamente más sofisticadas que yo. Cuando sus miradas se volvieron hacia mí sentí su escrutinio como un doloroso golpe atestado en cada una de las partes de mi cuerpo a un tiempo, incluso en las plantas de los pies. Sus brutales miradas cesaron del mismo modo repentino en que habían comenzado. Aquello debería haber supuesto un alivio para mí pero, como consecuencia de la naturaleza paradójica de toda la habitación, la aversión de sus miradas trajo consigo su propia y extraña suerte de dolor, que sobreviene cuando cesa el daño inducido por un ser superior y se suprime toda conexión con ese ser.

Pero mi presencia allí no era tan intrascendente como podía indicar la supresión de su escrutinio: alrededor de la mesa se produjo una discusión respecto a si mi presencia allí evidenciaba o no algún tipo de conspiración contra Gutenberg y su invento y, de ser así, por parte de qué bando. Ni siquiera se molestaron en preguntarme mi versión de los acontecimientos; tan solo les preocupaba que hubiese presenciado la complicidad entre el Cielo y el Infierno. Para ellos resultaba irrelevante que hubiese presenciado el secreto o que formase parte de una gran Conspiración contra la seguridad del mismo: tenían que acallarme. El único motivo aparente de disputa era qué hacer conmigo.

Sabía que yo era el problema que se estaba debatiendo porque, de vez en cuando, oía un fragmento de diálogo relacionado conmigo y con el modo de despacharme.

—Aquí no debería derramarse sangre —decretó el Ángel Hannah.

Luego oí que alguien (¿sería el demonio a quien yo había conocido como Peter?) opinaba:

—Una ejecución no sería justa. Él no ha hecho nada.

Entonces surgieron de todas partes contraargumentos que contenían las mismas dos palabras: «¡La prensa! ¡La prensa! ¡La prensa!». Y a medida que repetían las palabras y los ánimos se caldeaban, el modo en que se expresaban resultaba cada vez menos natural. El barullo de la habitación se volvió cacofónico y adquirió el volumen suficiente para que mi cerebro se agitase contra mi cráneo.

Una contribución humana se alzó por encima del clamor de un modo más claro que las voces más potentes por el simple hecho de ser humana: cruda e indefensa. Era Gutenberg quien hablaba. Hasta más tarde no caí en la cuenta de lo que decía: expresaba su protesta por el propósito para el que se iba a utilizar su prensa, construida para divulgar nuevas de salvación.

Pero nada de lo que decía silenciaba las vociferantes discusiones que se producían alrededor de la mesa. Continuaron subiendo de intensidad hasta que cesaron de repente. Alguien había hecho una sugerencia que al parecer había sido bien recibida por la asamblea; se había tomado una decisión. Se había decidido mi destino.

No servía de nada tratar de obtener algún tipo de indulgencia de aquel tribunal, si es que era un tribunal. Estaba siendo juzgado por entidades que no sentían interés alguno por mí ni por mi punto de vista. Solo querían silenciarme sin sangre y sin culpa.

Se produjo un movimiento en el centro del entramado de negociaciones: un estallido, una iluminación. Aunque no tenía motivos para ello, creo que pensé que tal vez aquel sería el último fuego de mi vida que estaba a punto de ser…

No, que estaba siendo… …desatado.

Cuando el resplandor aumentó pude ver a Quitoon; su rostro ya no estaba conmovido por aquel fragmento de placer por mi liberación, por aquella pequeña sonrisa que suponía una recompensa tan dulce que estaría encantado de soportar diez heridas como la que tenía con tal de que me la volviese a regalar.

Pero ya era demasiado tarde para sonrisas, demasiado tarde para perdones. Las complicadas discusiones de los negociadores se habían resuelto casi por completo y la llama de sus corazones se hacía cada vez más fuerte y atraía motas de calor de los demás ángeles y demonios de la habitación.

Entonces se liberó y se dirigió a mí.

En aquel preciso instante, la puerta tras la que me ocultaba, el marco y varios bloques de piedra que lo rodeaban estallaron en sus propias llamas y me dejaron sin protección alguna ante la incandescente sentencia que me habían impuesto los negociadores.

Todo cayó a mi alrededor en forma de velos abrasadores que me impedían huir en cualquier dirección, suponiendo que hubiera poseído la fuerza y la voluntad para intentarlo. En lugar de ello me limité a esperar, resignado a mi muerte, mientras el veredicto se cernió en torno a mí. En aquel momento oí que alguien gritaba (Johannes Gutenberg de nuevo, con la voz rebosante de furia) y no cesaba de protestar, aunque seguía sin ser escuchado.

Tuve tiempo a pensar mientras las llamas crecían a mi alrededor.

¿Es que no me han castigado lo suficiente?

Y ahora te hago a ti la misma pregunta: ¿Es que no me han castigado lo suficiente?

Puedes verme con el ojo de tu mente. Puedes, ¿verdad? Rodeado de fuegos demoníacos y divinos, espirales de calor danzantes trepando a través de la trinchera de mis heridas para invadir mi garganta y mi rostro, avanzando implacables, transformando la naturaleza de mi carne, mi sangre y mis huesos.

Y una vez más, te pregunto:

¿Es que no me han castigado lo suficiente?

Por favor, di que sí. En nombre de todo lo misericordioso, dime que por fin has llegado a entender lo terribles que han sido las crueldades que me han acontecido y que merezco librarme de ellas.

No, ni siquiera lo digas. Por qué desperdiciar un ápice de energía hablando cuando podrías utilizarla para hacer lo único que esta bestia abrasada, rajada y destrozada que tienes entre manos merece.

Quema el libro.

Si es lo único que has hecho en toda tu vida por verdadera compasión, bastará para abrirte las puertas del paraíso.

Sé que no quieres pensar en ello. A ninguna criatura viviente le entusiasma hablar de su propio fallecimiento. Pero ocurrirá. Es algo tan cierto como que la noche sigue al día: morirás. Y cuando estés merodeando por ese lugar gris que no es ni el Cielo ni el Infierno, ni ningún otro sitio que la humanidad desee que forme parte de esta tierra, se te acerque algún espíritu con ropajes de bruma y luz estelar y, de su rostro apenas visible, surja una voz que suene como el viento pasando a través de una ventana rota y te diga: «Bueno, tenemos un dilema: deberías ir directo al Infierno por haber tratado con un demonio llamado Jakabok Botch. Pero me han dicho que existen circunstancias atenuantes que me gustaría que me explicases con tus propias palabras». ¿Qué le dirás?

«Ah, sí, tuve un libro que estaba poseído, pero lo regalé».

Con eso no te vas a ganar la entrada por la puerta del Paraíso. Y no pierdas el tiempo mintiendo; los espíritus de la Puerta lo saben todo. Puede que te hagan preguntas, pero ya conocen las respuestas. Quieren oírte decir: «Tuve un libro que estaba poseído por uno de los demonios más viles de la Creación, pero lo quemé. Lo quemé hasta que se convirtió en copos de ceniza gris. Y luego deshice las cenizas hasta que se convirtieron en menos que polvo y el viento se las llevó».

Esa es tu llave para la puerta del Paraíso, ahí la tienes.

Juro por todas las cosas sagradas y profanas (pues hay dos partes en el gran secreto: Dios y el diablo; la luz y la oscuridad, un misterio indivisible), juro que esa es la verdad.

¿Qué?

¿Después de todo esto sigue sin haber fuego? Te ofrezco el misterio de los misterios y mi prisión sigue fría. Fría. Igual que tú, pasapáginas. Eres frío hasta la médula, ¿sabes? Te odio. Una vez más, las palabras me fallan. Estoy aquí sentado con mi odio, desprovisto de medios para expresar mi furia, mi repugnancia. Decir que eres un excremento insulta al producto de mis intestinos.

Creí que te estaba enseñando algo sobre las obras del mal, pero ahora veo que no necesitas ningún tipo de educación por mi parte. Conoces el mal, lo conoces tan bien que lo personificas. Eres de los que se mantienen al margen mientras los demás sufren. Estás entre la multitud en un linchamiento, un rostro borroso en mi recuerdo de la gente que observa la muerte lenta dictada sobre algún pobre don nadie en nombre de la ley.

Te mataré. Lo sabes, ¿no es cierto? Iba a hacerlo con un corte rápido que te atravesase la garganta de oreja a oreja, pero ahora veo que eso es demasiado amable por mi parte. Te voy a tratar con mi cuchillo del mismo modo que tú has tratado mis páginas con tus despiadados ojos: atrás y adelante. Ya sea acuchillando o leyendo, el movimiento es el mismo: atrás y adelante, atrás y adelante.

Si se hace bien, la vida se te va, ¿no es cierto? La caliente y humeante vida se va, se desparrama por el suelo bajo tus pies. ¿Puedes imaginarte el aspecto de esa escena, pasapáginas? Como un tarro de tinta roja volcado por un torpe creador.

Y no habrá nadie que grite en tu nombre; nadie en el resplandor de la página (siempre es de día cuando el libro está abierto y siempre es de noche cuando está cerrado); nadie para expresar una última súplica desesperada mientras tú estás desnudo (desnudo y ensangrentado llegaste al mundo y desnudo y ensangrentado lo dejarás) y yo me estoy regodeando en el panorama de tu carne de gallina y en el centelleante terror de tus ojos.

Ay querido pasapáginas, ¿por qué dejaste que llegásemos a esto cuando tuviste tantas oportunidades de encender una cerilla?

Ahora todo son cortes: atrás y adelante, a través de tu estómago y tu pecho, a través del órgano del amor; por detrás, a través de tus nalgas, abriéndolas hasta que la grasa amarillo brillante se separe por su propio peso y se caiga, y antes de que la sangre haya recorrido la parte trasera de tu muslo te habré rebanado los tendones, atrás y adelante. ¡Demonios, cómo duele eso! ¡Y cómo gritas, cómo aúllas y sollozas! Al menos hasta que vuelvo a tu parte delantera y remato la faena en tu cara. Ojos. Atrás y adelante. Nariz: rebanada de un solo golpe. Boca: atrás y adelante, abriéndose como la boca de un cretino mientras la pobre criatura intenta suplicar.

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