Demonio de libro (3 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Demonio de libro
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¿A qué vienen tus dudas? He hecho lo que prometí, ¿no?

Te he contado algo sobre mí. No todo, desde luego. ¿Quién lo contaría todo? Pero seguro que te he contado lo suficiente como para que signifique algo más que unas simples palabras que están en una página y que te ordenan que hagas algo. Ah, sí, mientras lo pienso, por favor, permite que me disculpe por el modo brusco y avasallador con el que he empezado. Es algo que heredé de papá G. y no estoy orgulloso de ello. Es solo que estoy impaciente por que las llamas barran estas páginas y calcinen este libro lo antes posible. No tuve en cuenta tu tan humana curiosidad, pero espero que ya haya sido satisfecha.

Así que solo queda encontrar fuego y acabar con este asunto de una vez. Estoy seguro de que supondrá un gran alivio para ti y te garantizo que el alivio será aún mayor para mí. Lo más difícil ya ha pasado. Lo único que necesitamos ahora es una pequeña hoguera.

Vamos, amigo. Te he abierto mi corazón; mi confesión ya está hecha. Ahora te toca a ti.

Estoy esperando. Hago lo que puedo por ser paciente.

De hecho, te diré más: estoy siendo más paciente ahora mismo de lo que lo he sido nunca en toda mi vida. Aquí estamos, en la página veinticuatro y te he confiado algunos de mis secretos más dolorosos, algo que nunca había hecho con nadie, simplemente para que supieras que esto no era ningún truco. Ha sido una narración fiel y verdadera de lo que me ocurrió, lo cual podrías verificar al instante si alguna vez me vieses en carne y hueso. Estoy quemado. ¡Ay qué quemado estoy!

Lo que estoy esperando en realidad es una señal de misericordia por tu parte. Y de valor. De algún modo, desde el principio he detectado que esa es una cualidad que posees, igual que la misericordia. Requiere valor prender fuego a tu primer libro, desafiar la empalagosa sabiduría de tus mayores y conservar las palabras como si fueran, de alguna forma, preciosas.

¡Piensa en lo absurdo de todo eso! ¿Hay algo en tu mundo o en el mío, arriba o abajo, más fácil de obtener que las palabras? Si lo valioso de las cosas va unido en cierto modo a su excepcionalidad, ¿hasta qué punto pueden ser preciosos los sonidos que producimos, despiertos o dormidos, durante la infancia o la senilidad, cuerdos, locos o, simplemente, mientras nos probamos sombreros? Existe un exceso de palabras. Todos los días miles de millones son vomitadas por lenguas y bolígrafos. Piensa en todo lo que las palabras expresan: seducciones, amenazas, exigencias, súplicas, oraciones, maldiciones, presagios, proclamaciones, diagnósticos, acusaciones, insinuaciones, testamentos, juicios, indultos, traiciones, leyes, mentiras, libertades, etcétera, etcétera; las palabras no tienen fin. Tan solo cuando se haya pronunciado la última sílaba, ya se trate de un dichoso aleluya o de alguien que se queja de la tripa, solo entonces creo que podremos asumir de un modo razonable que el mundo se ha acabado. Creado con una palabra y, ¿quién sabe?, tal vez destruido por otra. Yo sé mucho sobre destrucción, amigo. Más de lo que estoy dispuesto a contar. He visto unas cosas… Cosas asquerosas e indescriptibles…

No importa. Tú prende el fuego, por favor.

¿Por qué tardas tanto? Ah, espera. No será porque te ha puesto nervioso ese comentario que he hecho sobre todo lo que sé acerca de la destrucción, ¿no? Sí, es eso, quieres saber lo que he visto.

¿Por qué demonios no puedes contentarte con lo que te he dado ya? ¿Por qué siempre tienes que saber más?

Teníamos un acuerdo. Al menos pensé que lo teníamos. Pensé que todo lo que necesitabas era una simple confesión y a cambio tú me incinerarías: tinta, papel y pegamento consumidos en una hoguera misericordiosa.

Pero eso aún no va a ocurrir, ¿verdad?

Maldito sea yo y mi estupidez. No debería haber dicho nada de mis conocimientos sobre destrucción. En cuanto has oído esa palabra, tu sangre ha empezado a acelerarse.

Bueno…

Supongo que no pasa nada por contarte un poco más, siempre que nos entendamos. Te contaré un fragmento más de mi vida y luego vamos a asar este libro.

¿Sí?

Está bien, siempre y cuando estemos de acuerdo. Esto tiene que acabarse o empezaré a enfadarme; y soy capaz de hacer cosas que te resultarían muy desagradables si me lo propongo. Puedo hacer que el libro salga volando de entre tus manos y te golpee en la cabeza hasta que sangres por todos sus orificios. ¿Crees que es un farol? No me tientes. No soy un completo idiota. En parte esperaba que quisieras oír un poco más sobre mi vida. No creas que se va a volver bonita y feliz en algún momento. No ha habido ni un solo día feliz en toda mi vida.

No, eso es mentira. Fui feliz viajando con Quitoon. Pero hace tanto tiempo de aquello que apenas puedo recordar los lugares adonde fuimos y, mucho menos, nuestras conversaciones. ¿Por qué mi memoria funciona de un modo tan irracional? Recuerdo toda la letra de alguna estúpida canción que cantaba de niño, pero olvido lo que me ocurrió ayer mismo. Dicho esto, hay algunos acontecimientos que todavía son tan dolorosos y me cambiaron tanto la vida que permanecen intactos, a pesar de todos los esfuerzos de mi mente por eliminarlos.

Muy bien. Me rindo, un poco. Te contaré cómo llegué de allí hasta aquí. No es una sucesión de acontecimientos demasiado bonita, créeme. Pero una vez me haya abierto a ti, olvidarás cualquier duda que sigas teniendo respecto a lo que te he pedido que hagas. Quemarás el libro cuando haya terminado. Me sacarás de la miseria, lo juro.

Así que…

Como es evidente, sobreviví a mi caída en el fuego y al minuto o más que papá Gatmuss me dejó luchando sobre mi lecho de llamas. Mi piel, a pesar de la dureza de mis escamas, se fundió y se ampolló mientras yo trataba de levantarme. Para cuando papá G. me agarró de las colas, me arrastró bruscamente fuera del fuego y me pateó, apenas me quedaba un soplo de vida. (Todo esto se lo oí a mi madre después. En aquel momento, por suerte, estaba inconsciente.)

Sin embargo, papá Gatmuss me reanimó. Entró en casa a por un balde de agua helada y me empapó con ella. El impacto del agua sofocó las llamas y me hizo recobrar el conocimiento al instante. Me senté, respirando con dificultad.

—Mírate, chico —dijo papá Gatmuss—. Tu simple visión haría llorar a cualquier padre.

Miré mi cuerpo, la ampollada y negruzca carne de mi pecho y mi estómago.

Mamá le estaba gritando a papá. No oí todo lo que decía, pero parecía acusarlo de haberme dejado deliberadamente en el fuego con la esperanza de matarme. Los dejé discutiendo y me escabullí hasta la casa, donde cogí un gran cuchillo dentado de la cocina por si acaso tenía que defenderme más tarde de Gatmuss. Entonces subí las escaleras hasta el espejo del cuarto de mi madre y contemplé mi rostro. Debería haberme preparado para el impacto de lo que vi, pero no me concedí el tiempo suficiente. Clavé los ojos en el burbujeante y derretido conjunto de quemaduras en que mi cara se había convertido y mi propio reflejo me hizo vomitar.

Me estaba limpiando muy suavemente el vómito de la barbilla cuando oí el aullido de Gatmuss desde el fondo de las escaleras.

—¿Así que palabras? —chillaba—. ¿Escribías palabras sobre mí, chico?

Me asomé por encima de la barandilla y vi al enfurecido behemoth allá abajo. Sostenía unas cuantas hojas parcialmente quemadas y cubiertas con mi caligrafía. Obviamente las había sacado del fuego y había encontrado alguna referencia a él. Conocía mi propio trabajo lo suficientemente bien como para estar seguro de que en ninguno de aquellos libros había una sola mención a Gatmuss que no fuera acompañada de un montón de adjetivos insultantes. Él era demasiado estúpido para conocer el significado de «hediondo» y «abyecto», pero no era tan corto como para no ser capaz de captar el tono general de mis sentimientos. Lo odiaba con toda mi alma y las páginas que sostenía rezumaban ese odio. Arrastró su torpe armazón escaleras arriba mientras me gritaba:

—¡No soy un cretino, chico! Sé lo que significan estas palabras y te voy a hacer sufrir por ellas, ¿me oyes? Voy a hacer otra hoguera y a asarte en ella durante un minuto por cada mala palabra que hayas escrito sobre mí aquí. Eso son muchas palabras, chico. Y mucho tiempo de cocción. ¡Te vas a carbonizar, chico!

No malgasté aliento ni tiempo respondiéndole. Tenía que salir de la casa e internarme en las oscuras calles de nuestro vecindario, que se llamaba Noveno Círculo. Los peores condenados de la humanidad, las almas que no se podían controlar ni con sobornos ni con palizas, vivían de su ingenio en aquellos guetos infestados de parásitos.

La fuente de toda vida parasitaria era el laberinto de residuos de la parte trasera de la casa. A cambio de poder ocupar la casa, que se encontraba en un estado prácticamente decrépito, papá G. era el responsable de vigilar los montones de basura y de disciplinar a las almas que, en su opinión, merecieran castigo. La libertad para ser cruel le iba que ni pintada, desde luego. Salía todas las noches armado con un machete y una pistola, dispuesto a mutilar en nombre de la ley. Mientras me perseguía, blandía ese mismo machete y esa misma pistola. No me cabía duda alguna de que me mataría si me atrapaba (o, mejor dicho, cuando me atrapara); sabía que no tenía ninguna oportunidad de huir de él por las calles, así que mi única opción era saltar por la ventana (curiosamente mi cuerpo era indiferente al dolor en el estado de
shock
en el que se encontraba) y trepar por las inclinadas montañas de residuos, donde sabía que podría escabullirme entre los interminables cañones de basura.

Uno o dos minutos después de que comenzara a trepar por los montones de basura, papá G. disparó desde la ventana por la que yo había saltado; volvió a disparar cuando alcancé la cima. Falló ambos disparos, pero por poco. Yo sabía que si él conseguía saltar y acortar la distancia que nos separaba, volvería a dispararme por la espalda sin pensárselo dos veces. Y mientras tropezaba y rodaba por el lado opuesto de la colina de apestosos residuos, pensé que si tenía que escoger entre morir allí fuera por un disparo de papá G. o que me llevara de vuelta a casa para pegarme y ridiculizarme, prefería la primera opción.

Sin embargo, era algo pronto para contemplar la idea de morir. Aunque mi cuerpo abrasado estaba saliendo del estado de
shocky
empezaba a dolerme, todavía conservaba la habilidad suficiente para moverse sobre los montículos de alimentos podridos y muebles viejos con cierta velocidad, mientras que el cuerpo excesivamente alto y torpe de papá G. convertía los montones de basura en mucho más traicioneros de lo que ya eran de por sí. Lo perdí de vista dos o tres veces, incluso osé creer que lo había despistado. Pero Gatmuss tenía instinto cazador: me siguió la pista a través de aquel caos, subiendo por una ladera y bajando por la opuesta, por depresiones cada vez más profundas y cimas cada vez más altas, mientras yo huía más y más lejos de la casa.

Además, iba cada vez más lento. El esfuerzo de trepar por las pilas de vertidos empezaba a dejarse notar y la basura se deslizaba bajo mis pies mientras trataba de ascender sus cada vez más empinadas laderas.

Sabía que ahora solamente era cuestión de tiempo que llegara el fin, así que, una vez que alcancé la cumbre de la pila que estaba escalando, decidí detenerme y ponerme a tiro de papá G. Mi cuerpo estaba al borde del colapso, los gemelos se me contraían en dolorosos espasmos que me hacían gritar, mis brazos y mis manos eran una masa de cortes sobre carne calcinada debido a los fragmentos de cristal y a los filos cortantes de las latas a las que trataba de asirme.

Ya estaba decidido: en cuanto alcanzara la cima de la loma, me rendiría y, de espaldas a Gatmuss para no otorgarle el placer de ver la desesperación en mi rostro, esperaría su bala. Con la decisión tomada, sentí que me quitaba un peso de encima y trepé con agilidad hasta el lugar que había elegido para morir.

Ahora solamente me quedaba…

¡Un momento! ¿Qué era aquello que pendía en el aire sobre la zanja que separaba aquella cima de la siguiente? A mis cansados ojos, parecían dos hermosas tajadas de carne cruda con (¡no podía creer lo que veía!) latas de cerveza sujetas a cada trozo de carne.

Había oído historias sobre gente que se perdía en enormes desiertos y creían ver la imagen de lo que más deseaban en aquel momento: una fastuosa piscina de agua refrescante, la mayoría de las veces rodeada por exuberantes palmeras cargadas de fruta madura. Yo sabía que estos espejismos son la primera señal de que el caminante está perdiendo el contacto con la realidad, porque cuanto más rápido intenta alcanzar su fantasmal piscina con sus sombreadas enramadas de árboles cargados de fruta, más rápido se alejan estas de él.

¿Me había vuelto totalmente loco? Tenía que averiguarlo. Abandoné el punto en el que tenía previsto perecer y me deslicé por la pendiente hacia el lugar donde la carne y la cerveza se mecían pendientes de una cuerda que desaparecía en la oscuridad a bastante altura sobre nuestras cabezas. Cuanto más me aproximaba, más aumentaba mi seguridad de que no se trataba, como me había temido, de una ilusión, sino de algo real; sospecha que fue confirmada unos momentos más tarde cuando, sin dejar de salivar, di un mordisco a aquel buen trozo de carne magra. Estaba más que buena; era excepcional cómo la carne se deshacía en mi boca. Abrí la helada lata de cerveza y la alcé hasta mis desaparecidos labios, que se habían enfrentado al desafío de morder un pedazo de carne y ahora recibía alivio para sus heridas con un baño de cerveza fría.

Estaba dando las gracias en silencio al alma que amablemente hubiera dejado aquel refrigerio allí para que lo encontrara un caminante perdido, cuando oí un bramido de papá G. y, por el rabillo del ojo, lo vi en el punto exacto que yo había elegido para morir.

—¡Deja algo para mí, chico! —chillaba y, habiendo olvidado aparentemente nuestra enemistad, de tan emocionado que estaba por la visión de la carne y la cerveza, descendió la pendiente a grandes zancadas mientras gritaba—: ¡Si tocas ese otro pedazo de carne, chico, juro que te mataré más de tres veces!

La verdad era que yo no tenía intención de comerme el otro pedazo. Había comido todo lo que podía. Estaba encantado de mordisquear el hueso de mi tajada, todavía sujeto por un gancho atado a una de las dos cuerdas que pendían tan próximas la una de la otra que yo había supuesto que eran solo una.

Sin embargo, ahora que tenía el estómago lleno, podía permitirme ser inquisitivo. Las dos latas de cerveza no colgaban de una sola cuerda. Había una segunda cuerda, mucho más oscura que la de la comida, de color amarillo brillante, que pendía inocentemente junto a las otras. No vi nada colgado de ella; seguí su recorrido descendente con la mirada, pasando por la altura de mi hombro, mi mano, mi pierna, mi rodilla y mi pie, para descubrir que desaparecía en la masa de basura sobre la que yo me encontraba.

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