Read Dentro de WikiLeaks Online
Authors: Daniel Domscheit-Berg
Más tarde, cuando el equipo entero se vio sacudido por un sinfín de conflictos, cuando las emociones se desbordaron y las acusaciones cruzadas adquirieron un aire irracional, el Arquitecto conservó siempre la imparcialidad. Creo que no sentía que tuviera una deuda de lealtad hacia nadie, ni hacia Julian ni tampoco hacia mí; como mucho, su lealtad era hacia la idea. Era un tipo completamente independiente, fiel tan solo a la calidad de su trabajo. Sin embargo, como también era muy exigente con su propia actitud, se podía confiar en él. Si discutías con él (algo que yo hice a menudo), podías estar seguro de que nunca iba a reaccionar de forma histérica, que no jugaría con cartas marcadas, que nunca albergaría intenciones ocultas y que no mostraría ningún signo de envidia, rivalidad o cobardía. Y eso no es algo que se pueda decir de muchas personas.
En los últimos meses, los dos informáticos, Julian y yo habíamos dado lo mejor de nosotros mismos, pero once meses después de presentar mi dimisión en EDS, a finales de 2009, nuestra situación económica era más precaria que nunca. La publicación de los mensajes enviados en los días que rodearon el 11 de septiembre de 2001 había agotado nuestros medios. Los 500.000 sms y mensajes de buscador habían generado la primera pequeña oleada de atención mediática. Nuestra página web estuvo a punto de sucumbir al flujo de visitas. Nos había llevado mucho trabajo editar los mensajes para que resultaran legibles.
Habíamos decidido no publicarlos todos de una tacada, sino que intentamos recrear la progresión temporal de los ataques terroristas. Con ello pretendíamos recrear una evolución realista de los hechos y, al mismo tiempo, evitar que el lector terminara sepultado por una avalancha de información. Además, nos dijimos que así íbamos a ser capaces de gestionar mejor las conexiones a nuestra página.
WikiLeaks.org se hospedaba aún en un único ordenador. Para los mensajes de texto, en cambio, habíamos creado una página web y la habíamos repartido entre varios servidores. Si pudimos trabajar de esa forma fue gracias a voluntarios que pusieron a nuestra disposición sus servidores y capacidad de almacenamiento. Sin embargo, nuestra infraestructura sufría en cada circuito. Desde hacía un año trabajábamos constantemente como servicio de reparación de nuestros propios sistemas. En cuanto arreglábamos un elemento, se rompía otro. El disco duro estaba siempre hasta los topes de nuevos documentos, había que cambiar piezas de
hardware
y teníamos problemas con el sistema operativo, que necesitaba una actualización urgente, aunque no sabíamos ni por dónde empezar. El Arquitecto estaba enfrascado en una renovación a fondo y trabajaba de sol a sol. El sistema había ido creciendo a lo largo de los años y el código del programa se había propagado hasta adquirir proporciones dadaístas, aunque nadie le hacía ni caso; y Julian el que menos, pues hacía ya tiempo que había dejado de preocuparse realmente por las cuestiones técnicas.
La decisión de desconectarnos de la red fue unánime. Con ello pretendíamos mandar un mensaje al mundo: si queréis que sigamos adelante, tenéis que apoyarnos un poco. Se trataba de una especie de huelga. No hubo discusión sobre el tema.
El 23 de diciembre de 2009 cerramos la página. Por primera vez desde hacía mucho tiempo pudimos respirar un poco. Nos vino bien admitir finalmente que la cosa no podía seguir como hasta entonces.
Desde hacía meses, una fuerza invisible me atraía hacia el ordenador, me obligaba a meterme en el
chat
, a entrar en Internet. Cada día surgía un nuevo problema y no había tenido ocasión de apartar la mirada ni siquiera durante un día. Cuando poco antes de Navidades WikiLeaks me liberó de sus garras por primera vez desde hacía dos años, experimenté una sensación indescriptible. De repente podía prestar atención a otras cosas y eso era un verdadero alivio. Pero, al mismo tiempo, me sentía raro: me faltaba algo, definitivamente.
Pasé las fiestas con mi familia, me relajé y no hice nada aparte de comer y abrir regalos. También volví a pasar algo de tiempo con mi novia.
Durante los últimos meses, cuando nos veíamos, algo que tampoco sucedía demasiado a menudo, compartíamos una misma habitación, pero poco más. Si yo trabajaba, ella se sentaba detrás de mí, en la cama, con las piernas cruzadas y la vista clavada en mi espalda, con expresión pensativa.
—Me acostaré pronto —decía de repente.
—Vale —respondía yo, y seguía trabajando.
Ella esperaba media hora. Entonces se levantaba con gesto dubitativo, se acercaba a mi escritorio, me daba un beso en la mejilla y se metía en la cama. Yo apenas reaccionaba y ni siquiera apagaba la lámpara de sobremesa, si acaso bajaba un poco la pantalla.
Me acostaba tarde y al cabo de unos segundos sucumbía a un sueño profundo. No sentía nunca la necesidad de acostarme con ella. En realidad no me faltaba nada, tan solo me atormentaba una mala conciencia que fue empeorando con el tiempo. Fue un proceso lento, pero estoy seguro de que en algún momento mi novia debió de sentirse relegada a un segundo plano.
Alguna vez he dicho que volvería a repetir todo tal como lo hice en su día, errores incluidos. Eso, sin embargo, no incluye mi relación con la que era mi novia, que tuvo que pagar un alto precio por mi compromiso con WikiLeaks. Sé que las cosas no le fueron bien cuando, poco después, decidí romper con ella. También ella quería invertir su tiempo en algo más relevante que pasar el día encerrada en una oficina y sé que, como yo, tenía muchas ganas de luchar por un mundo mejor.
En su día me dejé arrastrar por el entusiasmo y sugerí que, a la larga, podría integrarse en nuestro proyecto. A menudo comentamos que, en cuanto nuestra situación fuera más estable y estuviéramos en situación de pagar salarios y alquilar una oficina, confiábamos en ella como la persona perfecta para organizarlo todo. Creo que, en su momento, lo dije porque esperaba que así fuera, pero entiendo que ella se lo tomara como una promesa.
Ella era una persona reservada que se concentraba mucho en nuestra relación y pasaba poco tiempo con otros amigos, aunque me daba mucha libertad. Uno está obligado a satisfacer las expectativas que genera en otras personas. En este sentido le fallé; aún hoy me sabe muy, muy mal.
Entonces llegó el 26C3, es decir, el XXVI Chaos Communication Congress. Para mí ese era el momento álgido del año, y en esa ocasión más que nunca. No exagero si digo que me sentía como si me hubieran inyectado una dosis de endorfina directamente en el cerebro.
Nos habían invitado a pronunciar el discurso central, programado para la mejor hora del día. Para poder acoger a todos los espectadores habían tenido que abrir el segundo piso de la sala de actos.
Antes de empezar la conferencia repartimos un número a cada uno de los participantes. Entonces les expliqué que, estando en Islandia, nos habíamos topado con Papá Noel y sus renos, y que estos nos habían proporcionado una filtración: un listado de todas las personas que probablemente no iban a recibir ningún regalo las Navidades siguientes porque no habían cumplido satisfactoriamente con sus obligaciones para con la sociedad. Todos los que habían recibido un número tenían un año para saldar sus deudas. Si lo hacían, nosotros nos encargaríamos de interceder en su favor delante de Papá Noel.
Durante el año siguiente recibimos una gran cantidad de donativos y ofertas de colaboración en las que se mencionaban esos números, que también aparecían en el campo «Concepto» de muchas de las transferencias recibidas en la Fundación Wau Holland (WHS), que gestionaba una cuenta corriente a nuestro nombre en Alemania.
A continuación informamos a nuestros oyentes de lo ocurrido en Islandia, de la idea de crear allí un puerto franco seguro para la prensa y de cómo habíamos planteado dicha propuesta en un programa televisivo de una cadena islandesa. Finalmente, lanzamos la pregunta de si los asistentes al Centro de Congresos de Berlín comprendían la importancia de fomentar la libertad en Internet.
Fue el momento más sensacional de toda mi vida. No habíamos ofrecido un concierto de pop, ni tampoco ofrecíamos bebidas gratis. Simplemente habíamos pronunciado una conferencia sobre las leyes de prensa internacionales, pero la gente nos aplaudía a rabiar. Primero se levantó una persona, luego otra, luego una tercera, y pronto toda la sala estaba de pie, ovacionándonos. El ruido era atronador. Percibí una gran oleada de entusiasmo procedente del numeroso público. La sensación era increíble.
Y después, poco a poco, empezó a llegar el dinero.
Habíamos declarado públicamente que íbamos a necesitar 200.000 dólares para cubrir los costes de explotación, e idealmente otros 400.000 dólares para pagar los salarios. En febrero o marzo de 2010 habíamos reunido ya los primeros 200.000 dólares, y estoy hablando tan solo de la cuenta de la WHS, que habíamos abierto apenas en octubre de 2009.
Había conocido a los responsables de la fundación en el Chaos Computer Club. Wau Holland era uno de los padres fundadores de los clubs de
hacker
s
y la fundación se dedicaba a la promoción de proyectos orientados a la libertad de información. Lo bueno de la fundación era que también se encargaba de garantizar que las donaciones se destinaran a causas oficiales. Todo aquel que nos hacía una donación desde Alemania, podía desgravársela fiscalmente. Yo mismo organicé el encuentro con la fundación y me encargué de todo el papeleo. La mayor parte de las donaciones procedían de Alemania.
El vídeo titulado
Asesinato colateral
, con el que en abril de 2010 pusimos fin a nuestro parón forzoso, nos reportó en apenas dos semanas 100.000 dólares más en donativos. En verano de 2010 teníamos ya en nuestra cuenta 600.000 dólares y según he podido saber, en el momento álgido la fundación había recogido más de un millón de dólares. Hasta septiembre, es decir, hasta el momento en el que abandoné el proyecto, habíamos gastado 75.000 dólares en
hardware
y en costes de viaje. Durante los siguientes dos meses se retiró una cantidad varias veces superior a esa, seguramente también porque, finalmente, se encontró la forma de poder pagar salarios.
En enero de 2010, y con el sistema de envíos, volvimos a colocarnos en la red, preparados para recibir nuevos documentos. En ese momento, el sistema estaba ya mucho más evolucionado que antes del parón. La wiki, es decir, la interficie de la página de inicio con las aclaraciones sobre filtraciones y los
links
a los diversos documentos, estuvieron aún
offline
durante seis meses. Así pues, durante medio año tan solo estuvimos en situación de recibir nuevo material y no había otra forma de contactar con nosotros a través de Internet. Las reparaciones resultaron ser más complejas de lo que inicialmente habíamos imaginado.
Pero de pronto teníamos dinero y, a diferencia de Julian, yo estaba dispuesto a gastarlo. Desde marzo hasta mayo pusimos en funcionamiento unos diecisiete servidores nuevos. A finales de agosto nos rearmamos más aún. Poco después el equipo se disolvería. Cuando en septiembre de 2010 abandoné WikiLeaks, el proyecto había alcanzado el nivel técnico que siempre había soñado. Teníamos teléfonos encriptados, buscapersonas por satélite y un montón de servidores nuevos. Nos habíamos expandido considerablemente y nuestro sistema contaba con una arquitectura de ensueño.
En mi opinión, en esos momentos habríamos necesitado también una oficina con empleados fijos. Hacía tiempo que hablábamos de ello. Nuestras oficinas centrales debían estar situadas en Berlín o en los Alpes: Julian, lo mismo que yo, era un enamorado de la naturaleza y de las montañas. Durante un tiempo incluso tanteamos la idea de comprar un búnker. Yo incluso había empezado las gestiones con el ejército alemán, que por unas pocas decenas de miles de euros tal vez nos habría vendido un buen pedazo de hormigón. El plan consistía en construir un centro de cálculo, tal vez albergar también proyectos afines e izar una gran bandera de WikiLeaks con la que reforzar aún más la imagen de fortaleza inexpugnable.
Hasta ese momento nuestra divisa era clara: queríamos convertirnos en «la organización periodística más agresiva del mundo». Sin embargo, en cuanto llegó el dinero, Julian cambió de opinión y anunció que debíamos convertirnos en una «organización insurgente».
Pero los insurgentes no tienen oficinas y actúan desde la clandestinidad. En mi opinión, Julian acababa de poner en duda todo aquello por lo que llevábamos años trabajando.
Julian hablaba cada vez más a menudo de que nos perseguían y de que debíamos convertirnos en intocables. Estaba convencido de que no era seguro ir por la calle, que nos vigilaban el correo y las maletas, y que debíamos ocultarnos y permanecer en la clandestinidad. Empezó a hablar de que los servicios secretos internacionales nos pisaban los talones e insistía en que debíamos comprarnos chalecos antibalas para protegernos.
Personalmente, tengo muchas cosas que objetar sobre el Estado alemán, pero no dudo de que es un estado de derecho. En mi opinión, durante nuestros viajes a Islandia, Italia o Hungría tampoco tuvimos ningún motivo para preocuparnos porque nos secuestraran o nos tirotearan en plena calle. Aparte de eso, en mi opinión, antes de quejarnos porque alguien hubiera registrado nuestra oficina, habría estado bien tener una.
Desgraciadamente, el dinero fue lo que provocó nuestra primera disputa abierta. Le dije a Julian que no podía ser que él fuera el único que tuviera acceso al dinero de la Fundación Wau Holland. Naturalmente, yo no tenía ninguna intención de apropiarme de él, solo quería poder tomar decisiones y disponer del dinero de forma inmediata, pues muchas veces Julian pasaba días enteros inaccesible. Los dos informáticos compartían la misma opinión que yo e incluso llegaron a sugerir que dividiéramos el dinero para evitar la eventualidad de un error fatal. Así, si uno de los dos tomaba una decisión equivocada, por lo menos no pondría en peligro el presupuesto entero. Los balances con la WHS eran relativamente sencillos: ellos me entregaban el dinero, yo compraba lo que necesitábamos y a continuación presentaba las facturas. En una ocasión me dieron 10.000 euros y luego 20.000 más, que destiné a la compra de
hardware
y a su transporte, y también a sufragar gastos de viaje.
Todos trabajábamos para WikiLeaks a tiempo completo. Hacía ya tiempo que barajábamos la posibilidad de pagar sueldos. Yo habría podido arreglármelas con 2.500 euros al mes. Brutos. No necesito demasiado. Incluso habíamos hablado con la Fundación Wau Holland, que se había mostrado más que dispuesta a pagarnos sueldos y que incluso nos había sugerido que estos no podían ser demasiados bajos, pues de otro modo podíamos levantar sospechas por contratación encubierta. A mí me pareció bien, aunque en su momento también nos planteamos convertirnos en una organización sin ánimo de lucro, como Greenpeace o World Watch.