Desde el abismo del tiempo (8 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras, Fantástico

BOOK: Desde el abismo del tiempo
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Bradley le arrojó otro trozo de carne seca, y esperó pacientemente a que terminara de comerla, más despacio esta vez.

—¿Qué quieres decir con eso de que hay una salida? -preguntó.

—El que murió aquí después de que yo llegara me lo dijo -replicó An-Tak-. Dijo que había una salida, que la había descubierto pero estaba demasiado débil para usar su conocimiento. Estaba intentando decirme cómo encontrarla cuando murió. ¡Oh, Luata, si hubiera vivido un instante más!

—¿No te dan de comer aquí? -preguntó Bradley.

—No, me dan agua una vez al día, nada más.

—¿Pero cómo has sobrevivido entonces?

—Las lagartijas y las ratas -respondió An-Tak-. Las lagartijas no están tan mal, pero las ratas saben asquerosas. Sin embargo, debo comerlas o ellas me comerían a mí, y son mejor que nada. Pero últimamente no vienen tan a menudo, y no he comido lagartijas desde hace mucho tiempo. Pero comeré -murmuró-. Comeré ahora, pues tú no puedes permanecer siempre despierto -soltó una risa hueca y seca-. Cuando duermas, An-Tak comerá.

Era horrible. Bradley se estremeció. Durante largo rato ambos permanecieron en silencio. El inglés podía imaginar por qué el otro no hacía ningún ruido: esperaba el momento en que el sueño venciera a su víctima. En el largo silencio Bradley detectó un leve y monótono sonido de agua corriendo. Prestó atención. Parecía proceder del fondo del suelo.

—¿Qué es ese ruido? -preguntó-. Parece agua corriendo por un canal estrecho.

—Es el río -respondió An-Tak-. ¿Por qué no te duermes? Pasa directamente bajo el Lugar Azul de los Siete Cráneos. Atraviesa los terrenos del templo, y pasa por debajo del templo y de la ciudad. Cuando muramos, nos cortarán la cabeza y arrojarán nuestros cuerpos al río. En la desembocadura del río esperan muchos grandes reptiles. Así se alimentan. Los wieroos hacen lo mismo con sus propios muertos, conservando sólo los cráneos y las alas. Venga, vamos a dormir.

—¿No suben los reptiles por el río hasta la ciudad? -preguntó Bradley.

—El agua está demasiado fría. Nunca dejan las aguas cálidas de la gran laguna -replicó An-Tak.

—Busquemos la salida -sugirió Bradley.

An-Tak negó con la cabeza.

—La he buscado todas estas lunas -dijo-. Si yo no pude encontrarla, ¿cómo vas a poder tú?

Bradley no respondió, pero empezó a examinar diligentemente las paredes y el suelo de la habitación, sondeando cada centímetro cuadrado y golpeando con los nudillos. A unos dos metros de la puerta descubrió una percha para dormir cerca de un extremo del apartamento. Le preguntó a An-Tak al respecto, pero el galu dijo que ningún wieroo había ocupado el lugar desde que lo habían encarcelado aquí. Una y otra vez Bradley repasó el suelo y las paredes hasta donde podía alcanzar. Finalmente se encaramó al poste, para poder examinar al menos un extremo de la habitación hasta el techo.

En el centro de la pared, cerca de lo alto, una zona de un metro cuadrado emitió un sonido hueco cuando la golpeó. Bradley palpó cada centímetro de esa zona con la punta de los dedos. Cerca de lo alto encontró un agujerito redondo un poco más grande en diámetro que su pulgar, que metió dentro inmediatamente. El panel, si eso era, parecía de una pulgada de grosor, y más allá su dedo no encontró nada. Bradley dobló el dedo en el lado opuesto del panel y tiró hacia sí, firmemente pero con fuerza. De repente el panel voló hacia adentro, casi precipitando al hombre al suelo. Tenía una bisagra en la parte inferior, y cuando bajó el borde inferior para que descansara en el poste, formó una pequeña plataforma en paralelo al suelo de la habitación.

Más allá de la abertura había un vacío completamente oscuro. El inglés se asomó y metió el brazo todo lo posible, pero no tocó nada. Entonces rebuscó en su zurrón y sacó una cerilla, pues conservaba unas pocas. Cuando la encendió, An-Tak emitió un grito de terror. Bradley introdujo la luz en la abertura que tenía delante y con sus fluctuantes rayos vio la parte superior de una escalerilla que descendía a los negros abismos de abajo. Hasta dónde se extendía no podía imaginarlo, pero que lo iba a averiguar pronto era cosa segura.

—¡La has encontrado! ¡Has encontrado la salida! -gritó An-Tak-. ¡Oh, Luata! Y ahora estoy demasiado débil para escapar. ¡Llévame contigo! ¡Llévame contigo!

—¡Cállate! -advirtió Bradley-. Harás que toda la bandada de pájaros revolotee sobre nuestras cabezas si no te callas, y ninguno de los dos podrá escapar. Cállate, y yo me adelantaré. Si encuentro una salida, volveré y te ayudaré, si prometes no intentar comerme de nuevo.

—Lo prometo -gimió An-Tak-. ¡Oh, Luata! ¿Cómo puedes reprochármelo? Estoy medio loco por el hambre y el confinamiento y el horror de las lagartijas y las ratas y la constante espera de la muerte.

—Lo sé -dijo Bradley simplemente-. Lo siento por ti, amigo. Mantén la calma.

Y se deslizó por la abertura, encontró la escala con los pies, cerró el panel tras él, y empezó a bajar en la oscuridad.

Bajo él se alzaba cada vez más claro el sonido del agua. El aire era húmedo y frío. No podía ver lo que le rodeaba y no sentía más que los lisos y gastados lados y los peldaños de la escala, que iba sondeando con el pie para no encontrar un travesaño roto o fuera a dar un traspiés que lo precipitara hacia el fondo.

Mientras descendía lentamente, la escala parecía interminable y el pozo sin fondo, aunque Bradley advirtió cuando por fin llegó al final que no podía haber descendido más de quince metros. El pie de la escala descansaba en un estrecho saliente pavimentado con lo que parecían ser grandes piedras redondas, pero él sabía por experiencia que se trataba de cráneos humanos. No pudo dejar de preguntarse de dónde habían salido tantos millares de cráneos, hasta que se detuvo a considerar que la infancia de Caspak sin duda se remontaba a eras remotas, mucho más allá de lo que el mundo exterior consideraba el principio de la vida en la Tierra. Durante todos estos eones los wieroos podían haber estado coleccionando cráneos humanos a partir de sus enemigos y de sus propios muertos: suficientes para construir una ciudad entera.

Palpando el camino por el estrecho saliente, Bradley llegó a un muro liso que se extendía sobre el agua que borboteaba bajo él y se extendía hasta donde podía ver. Se agachó, tanteó con una mano hacia la superficie del agua, y descubrió que el pie del muro se alzaba en arco por encima de la corriente. No podía decir cuánto espacio había entre el agua y el arco, ni qué profundidad había. Sólo había una forma de descubrirlo, y era lanzarse a la corriente. Durante un instante vaciló, sopesando sus posibilidades. Tras él se encontraba casi con toda certeza el horrible destino de An-Tak; ante él nada más que una puerta comparativamente indolora, ahogándose. Alzando el zurrón por encima de la cabeza con una mano, bajó lentamente por el borde de la estrecha plataforma. Casi de inmediato sintió el agua fría en los tobillos, y entonces con una silenciosa oración se dejó caer al agua.

Grande fue el alivio de Bradley cuando descubrió que el agua no le llegaba más que a la cintura y que bajo sus pies había un firme suelo de gravilla. Avanzó con cautela corriente abajo, que no era tan fuerte como había imaginado por el ruido del agua.

Atravesó el arco, siguiendo las sinuosas curvas del muro a mano derecha. Después de unos metros de avance su mano entró en contacto con una cosa viscosa pegada a la pared: una criatura que siseó y se escurrió fuera de su alcance. No pudo saber qué era, pero casi instantáneamente oyó que algo caía al agua ante él, y luego algo más.

Continuó, pasando bajo otros arcos a diversas distancias, y siempre en total oscuridad. Los habitantes invisibles de esta gran alcantarilla, molestados por el intruso, saltaban al agua ante él y se perdían de vista. Una y otra vez su mano los tocaba y ni por un instante podía estar seguro de que al siguiente paso alguna criatura horrible no fuera a atacarlo. Se había colgado el zurrón del cuello, por encima de la superficie del agua, y en la mano izquierda llevaba su cuchillo. No podía tomar otro tipo de precauciones.

La monotonía del ciego avance quedó aumentada por el hecho de que desde el momento en que había empezado al pie de la escala había contado cada paso. Había prometido regresar a por An-Tak si era humanamente posible hacerlo, y sabía que en la oscuridad del túnel no podría localizar el pie de la escala de otra manera.

Había dado doscientos sesenta y nueve pasos (después supo que nunca olvidaría ese número) cuando algo chocó suavemente contra él desde detrás. Al instante se dio media vuelta y con el cuchillo preparado para defenderse extendió la mano derecha para apartar el objeto que ahora se pegaba contra su cuerpo. Sus dedos palparon en la oscuridad hasta entrar en contacto con algo frío y pegajoso; pasaron de un lado a otro hasta que Bradley supo que se trataba de la cara de un cadáver que flotaba en la superficie de la corriente. Con una imprecación empujó a su horrible compañero hasta el centro de la corriente para que siguiera flotando hacia la gran laguna y los carroñeros de las profundidades que esperaban.

Cuando llevaba cuatrocientos treinta pasos otro cadáver chocó contra él. No era capaz de imaginar cuántos habrían pasado de largo sin tocarlo, pero de repente experimentó la sensación de que estaba rodeado de caras muertas que flotaban junto a él, todas con horribles muecas fijas, los ojos muertos mirando a este extraño profanador que se atrevía a introducirse en las aguas de este río de los muertos, una escolta horrible, cargada de sombríos presagios y amenazas.

Aunque avanzaba muy despacio, siempre trataba de dar pasos de la misma longitud; por eso sabía que aunque había pasado mucho tiempo, en realidad no había avanzado más de cuatrocientos metros cuando delante vio que la oscuridad se hacía más leve, y en el siguiente giro de la corriente sus inmediaciones se volvieron vagamente discernibles. Sobre él había un techo abovedado y en las paredes a cada lado aparecían aberturas cubiertas de puertas de madera. Justo ante él, en el techo del acueducto, había un agujero redondo y negro de unas treinta pulgadas de diámetro.

Bradley todavía estaba contemplando la abertura cuando pasó junto a él el cadáver desnudo de un ser humano que casi inmediatamente se alzó a la superficie y se perdió corriente abajo. A la tenue luz Bradley vio que era un wieroo muerto al que habían quitado las alas y la cabeza.

Un momento después pasó flotando otro cadáver sin cabeza, y al recordar lo que An-Tak le había dicho de la costumbre de coleccionar cráneos de los wieroos, Bradley se preguntó cómo era posible que el primer cadáver que había encontrado en la corriente no hubiera sido mutilado de la misma forma.

Cuanto más avanzaba ahora, más luz había. El número de cadáveres era mucho más pequeño de lo que había imaginado: sólo dos pasaron junto a él antes de que, a los seiscientos pasos, o a unos quinientos metros desde el momento en que se internó en el caudal, llegó al final del túnel y contempló el agua iluminada por el sol, corriendo entre orillas rodeadas de hierba.

Uno de los últimos cadáveres que pasó junto a él estaba todavía vestido con la túnica blanca de los wieroos, manchada de sangre en el cuello sin cabeza.

Tras acercarse a la abertura que conducía a la brillante luz del día, Bradley escrutó lo que había más allá. A corta distancia se alzaba un gran edificio en el centro de varios acres de un terreno cubierto de hierba y árboles, sobre el arroyo que desaparecía a través de una abertura en sus murallas. Debido al gran tejado en forma de platillo y los vivos colores de las diversas partes de la heterogénea estructura, reconoció que era el templo que había sobrevolado cuando lo llevaban al Lugar Azul de los Siete Cráneos.

Los wieroos volaban de un lado a otro, entrando y saliendo del templo. Otros cruzaban a pie el terreno descubierto, ayudándose con sus grandes alas, de modo que apenas rozaban el suelo. Dejar la boca del túnel habría sido arriesgarse a ser descubierto y capturado al instante; pero Bradley no sabía por qué otro camino podría escapar, a menos que rehiciera sus pasos corriente arriba y buscara salir por el otro extremo de la ciudad. La idea de recorrer de nuevo aquel oscuro y horripilante túnel tal vez durante kilómetros era insoportable: tenía que haber otro medio. Tal vez después de que oscureciera podría atravesar los terrenos del templo y seguir corriente abajo hasta dejar atrás la ciudad. Y así esperó hasta que sus miembros quedaron casi paralizados de frío, y supo que tenía que encontrar algún otro plan de huida.

Casi había decidido arriesgarse a nadar bajo el agua hasta el templo, a pesar de que corría el peligro de que cualquier wieroo que volara sobre el arroyo pudiera verlo fácilmente, cuando de nuevo un objeto flotante chocó contra él desde atrás. Se giró rápidamente y vio que era lo que había supuesto: un cadáver wieroo sin alas y sin cabeza. Con un gruñido de disgusto estaba apunto de apartarlo de él de un empujón cuando el atuendo blanco que lo amortajaba le sugirió un osado plan.

Agarró al cadáver por un brazo y le quitó el atuendo y luego dejó el cuerpo flotar corriente abajo, hacia el templo. Con gran cuidado se envolvió en la túnica, disponiendo sobre su propia cabeza la zona manchada de sangre que había cubierto el cuello cercenado. Apretó lo más fuerte posible su zurrón contra su pecho y lo ocultó bajo su chaqueta. Así, se introdujo suavemente en la corriente y, de espaldas, se dejó flotar hacia la luz del sol.

A través de la tela podía distinguir objetos grandes. Vio a un wieroo aletear sobre él; vio las orillas del riachuelo pasar de largo; oyó un súbito quejido en la orilla derecha, y el corazón se le paró al pensar que lo habían descubierto, pero no movió ni un solo músculo y no traicionó que sólo un frío trozo de barro flotaba sobre el fondo del agua. Pronto, aunque le pareció una eternidad, la luz del sol se apagó, y supo que la corriente lo había hecho llegar al templo.

Buscó rápidamente el fondo con los pies y rápidamente se irguió, arrancando la tela ensangrentada y pegajosa de su torso. A ambos lados había paredes pulidas y ante él el río trazaba un brusco giro y desaparecía. Avanzando cautelosamente, se acercó al recodo y se asomó. A su izquierda había una baja plataforma a un palmo sobre el nivel del agua, y no tardó tiempo en subir hasta allí, pues estaba empapado de la cabeza a los pies, y sentía frío y estaba casi exhausto.

Mientras descansaba en el saliente pavimentado de cráneos, vio en el centro de la cripta sobre el río otro de aquellos siniestros agujeros redondos, y esperó ver caer de un momento a otro un cadáver sin cabeza, lanzado en su último viaje a una tumba acuática.

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