Authors: Megan Maxwell
—¿Dónde vas con tanta prisa, gata? —preguntó al verla.
—Bastante te importará a ti a dónde voy yo —respondió intentando proseguir su camino, pero Niall la agarró y no se lo permitió.
Clavando su mirada, en ella, observó sus mejillas encendidas y preguntó:
—¿Por qué estás tan acalorada?
—Te dije que no volvieras a hablarme —respondió clavándole la mirada—. Voy a cambiarme de ropa. ¿Te importa?
—No…, no —respondió confundido.
—Entonces, ¡suéltame! —exclamó con furia.
Pero él no la soltó, y acercando su rostro al de ella murmuró:
—¿Sabes? A veces eres peor que una gata salvaje. —La besó y prosiguió—: No sé si me gustas más cuando eres suave o cuando sacas ese maldito genio tuyo.
—Niall McRae —bufó empujándole con todas sus fuerzas—. ¡No soy tu gata, ni lo seré! Y no vuelvas a besarme o se lo diré a mi hermano. Además, no creo que a mi futuro marido le guste saber que alguien pueda pensar de mí si soy salvaje o suave. ¿Has entendido?
—¿Tu futuro marido? —preguntó frunciendo el ceño.
Levantando el mentón, asintió e ideando una mentira dijo:
—Eso es algo que mañana solucionaré junto a mi abuelo y que, por supuesto, a ti no te incumbe.
Desconcertado por el comentario, la soltó y, sin despedirse de ella, comenzó a andar escaleras abajo. Gillian tomó aire y, recomponiéndose por aquel extraño incidente, llegó hasta su cuarto, cogió unas calzas, unas botas, una capa de piel y su espada. Con cuidado, regresó a la habitación de Megan.
—Como te ocurra algo, Axel nos matará —se quejó Megan al verla entrar.
—No me va a ocurrir nada —gruñó Gillian quitándose como las otras dos el vestido para ponerse las calzas y las botas—. Además, tengo que aclararos que vuestros maridos también pueden matarme a mí.
Con gesto pícaro todas se miraron y sonrieron.
—Tenemos bastante tiempo antes de que Alana despierte y dé la alarma —indicó Megan mirando a Alana, dormida encima de la cama—. Espero que me perdone.
—¡Nos perdone! —se incluyó Shelma.
—Nos perdonará —señaló Gillian y mirándola dijo—: Creo que deberíamos llevarla a su cama. Eso despertaría menos sospechas.
Megan asintió: su amiga tenía razón.
—¿Por dónde podríamos salir del castillo? —preguntó Shelma mientras se colgaba la espada en la cintura.
—En el cuarto de Alana y Axel existe un pasadizo que lleva a las afueras del castillo. Me lo enseñó una vez papá cuando yo era pequeña. Durante todos estos años, lo he utilizado en varias ocasiones para escapar de castigos.
—Está bien —asintió Megan guardándose su daga en la bota—. Yo iba a decir otra salida, pero la que tú comentas me parece mejor.
Dieron un beso a Zac, que dormía como un lirón, y las tres muchachas se encaminaron hacia el cuarto de Alana con ella en brazos.
Al entrar, el fuego del hogar les dio la bienvenida. Era un cuarto rico en tapices y muy confortable. Con sumo cuidado, posaron a Alana en la cama y, sin quitarle la ropa, la taparon con una piel.
—Qué bonita habitación —susurró Shelma mirando a su alrededor.
—Es el cuarto del señor del castillo. ¿Qué esperabas? —rio Gillian levantando un tapiz que obstruía una pequeña abertura en la pared.
Traspasaron la abertura, que las llevó a unas empinadas y mohosas escaleras estrechas. Ataviadas con ropajes de hombre, atravesaron varios pasadizos oscuros, ayudadas por la luz de sus propias antorchas. Olores fuertes y pestilentes ocuparon sus fosas nasales en ciertos momentos, pero continuaron sin mirar atrás hasta llegar a una oculta rendija que daba acceso al exterior del castillo. Al salir, vieron a un guerrero apostado al lado derecho de la pared. Por suerte, estaba dormido como un tronco. Una a una fueron corriendo hasta el frondoso bosque, donde la arboleda y la oscuridad las mantuvieron ocultas.
Cuando apenas habían avanzado unos pasos, un ruido atrajo su atención y oyeron una voz.
—Os esperaba desde hace rato. ¡Vaya, sois tres y no dos!
Con rapidez reconocieron aquella voz.
—Sean, ¿qué haces tú aquí?
—Encontrar lo que vine a buscar —respondió levantando una mano.
Varios hombres salieron de entre los árboles, las rodearon y las atraparon sin darles opción a defenderse. Aquellos hombres eran ingleses, como bien observaron en cuanto les escucharon hablar.
—¡Maldito bastardo! —gritó Gillian—. Cuando mi hermano o mi abuelo se enteren… Te matarán.
—Dudo que se lo digas tú, «gata» —río Sean.
—¡No te consiento que me llames así! —bufó Gillian antes de que le pusieran una mordaza en la boca.
—No estás haciendo lo acertado, ¡imbécil! —le insultó Megan mientras le ataban las manos—. Esos hombres te matarán a ti después de matarnos a nosotras.
Pero el muchacho la miró y con gesto de desagrado sonrió. Ella pagaría el daño que le había ocasionado casándose con El Halcón.
—Me la vas a pagar —gruñó Shelma antes de ser también amordazada.
—¡Lo dudo, zorritas! —se carcajeó Sean montando a caballo y cogiendo la soga que sujetaba a las muchachas—. Ahora podré tirar de vosotras sin tener que escuchar vuestros lamentos. Procurad no tropezar. No pienso parar para que os levantéis.
Dio la orden a los hombres para que comenzaran a andar. Resultaba difícil seguir el camino sin tropezar. En una ocasión, Shelma perdió el equilibrio. Pero, gracias a la destreza de Megan y a la rapidez de Gillian, pudo continuar andando sin morder el suelo.
Gillian miró hacia atrás. El castillo, aquella fortaleza que siempre la había mantenido a salvo, quedaba atrás sin que ninguna de ellas pudiera hacer nada por impedirlo. Cuando llegaron a un claro donde les esperaban otros hombres, las subieron a unos caballos y emprendieron el galope con ellas.
Por la mañana, en el salón, Magnus comía junto a Niall y alguno de sus hombres. Hablaban sobre cómo levantar una pared nueva en la parte trasera del castillo, que necesitaba una urgente reparación. Pasado un rato, Niall, extrañado de que ninguna de las mujeres se hubiera levantado, comentó:
—Esta mañana las damas están perezosas. Se ve que anoche estuvieron cotorreando hasta tarde.
—¿Anoche? —preguntó Magnus levantando una ceja.
—Me encontré con Gillian por el pasillo y me dijo que estaban en el cuarto de mi cuñada hablando —explicó Niall torpemente.
—¡Frida! —llamó Magnus—. Ve a llamar a Gillian. Hoy pensaba ir con ella a las tierras de mi amigo McLombart. Tenemos algo importante que tratar.
La criada, como un rayo, corrió en su busca.
—¿Pensáis ir a ver a Ronan McLombart? —preguntó Niall, interesado.
—Sí —asintió con una media sonrisa—. Tres de sus hijos varones han vuelto y quería presentarles a mi nieta. Gillian es una preciosidad y seguro que alguno queda prendado por ella.
Magnus tuvo que agarrarse a la mesa para no caer de risa al suelo al ver la cara de sorpresa de Niall. Observar cómo ese muchacho miraba a su nieta era una de las cosas que más le entretenían en el mundo. Mirar su cara cuando Gillian aparecía era ver la auténtica adoración que sentía por su pequeña. Atrás quedaron las palabras que tuvo que cruzar con su nieto Axel, que no estaba seguro de que Niall fuera la mejor opción para Gillian.
—Mi señor —dijo Frida entrando en el salón—.
Lady
Gillian no está en su habitación. Es más, la cama no está deshecha. Es como si no hubiera dormido allí.
Al levantarse, Niall derramó su bebida.
—¿Qué? —bramó Magnus tirando el banco de roble.
—¿Cómo no va a haber dormido allí? —dijo Niall acercándose a Frida—. ¿Has mirado si está en la habitación de Megan o de Shelma?
En ese momento, apareció Alana, vestida con la ropa del día anterior y con la mano puesta en la frente.
—Oh, Dios mío… ¡Cómo me duele la cabeza!
—¡Por Dios, Alana! ¡Qué mala cara tienes! —murmuró Niall al verla—. Veo que anoche, además de hablar, bebisteis bastante cerveza.
—¡Deja de decir tonterías! —siseó sentándose ayudada por Magnus—. Lo único que recuerdo que bebí anoche fue la manzanilla que Megan preparó para templar los nervios. —Al decir aquello, miró a su alrededor y, al no ver a ninguna de las mujeres, dijo perdiendo el color—: ¿Dónde están Megan, Gillian y Shelma?
Frida, la criada, al intuir lo ocurrido se llevó la mano a la boca asustada.
—¡Por todos los santos! ¿Dónde están esas chiquillas? —preguntó Magnus entendiendo que algo no iba bien, mientras Niall, a toda prisa, subía las escaleras en dirección al cuarto de las muchachas. Sin ningún tipo de decoro, abrió las arcadas de golpe, viendo que los cuartos estaban vacíos y que sólo dormía Zac, pero al oír el jaleo despertó.
Tras un bramido de rabia e impotencia, Niall bajó los escalones de dos en dos, y se encontró sollozando a Alana, mientras Magnus no paraba de maldecir y llamar a gritos a Caleb.
—Ayer, un hombre le dio una misiva a Zac en el bosque para Megan y Shelma. En dicha carta les exigía que se entregaran o, pasado un día, envenenarían el agua y matarían a todo el mundo. La misiva venía firmada por los caballeros ingleses que intentaron casarse con ellas.
—Pero ¿dónde están esas tres inconscientes? —rugió Magnus, nervioso ante lo que podía ocurrir.
—Zac, ven aquí —gritó Alana al ver al niño.
Ella lo protegería. Era lo único que podía hacer ahora que sus hermanas no estaban. El niño se acercó obedientemente a ella y no se separó.
—Tus hermanas me han pedido que estés conmigo hasta que regresen. No te separes de mí más de dos pasos, ¿entendido?
Al escucharla, el niño asintió y, asustado, calló.
Pero Niall estaba furioso y muy enfadado.
—Si no las matan ellos —siseó encolerizado—, juro que las mataré yo con mis propias manos. Una a una. ¡Malditas mujeres! No dan más que problemas.
—¿Qué ocurre aquí? —dijo de pronto una voz tras ellos.
Era Duncan, acompañado de Axel y Lolach. Sin dar tiempo a saludos, fueron informados de lo ocurrido.
—¡¿Cómo no te has dado cuenta de lo que pasaba?! —exclamó Lolach mirando a Niall con furia.
—Nadie se dio cuenta de nada —se defendió, incómodo al pensar que toda la culpa de lo que les ocurriera a aquellas tres inconscientes cargaría sobre sus espaldas.
Axel, con gesto duro, le miró.
—No pudo darse cuenta de nada —salió en su defensa Alana, librándose de los brazos de su marido para ponerse junto a un desesperado Niall—, porque esto ocurrió ayer por la noche.
—Esa pequeña lianta me las pagará —susurró Duncan—. Le advertí que no se moviera de aquí, o tendría problemas.
Frida, la pobre criada, corría de un lado para otro. Le preocupaba el anciano Magnus y, sin que nadie se lo pidiera, puso ante él un brebaje para calmar sus nervios.
—¿Dónde estarán mis niñas? —se quejó Magnus y mirándoles gritó—: ¡Id a buscarlas! ¿A qué esperáis? Las quiero aquí para que puedan sentir mi castigo.
—No te preocupes, Magnus —respondió furioso Niall saliendo de la estancia—. Yo las traeré y presenciaré encantado el castigo.
—Tú ya has hecho bastante —gruñó Axel empujándole con rabia.
Ambos se miraron dispuestos a golpearse.
—No vuelvas a tocarme —vociferó Niall, desencajado—. O te juro que lo vas a lamentar.
Duncan, molesto y preocupado por su mujer, fue hasta su hermano y, tras empujarle, le hizo salir de la estancia.
—¡Axel! ¡Basta ya! Él no es culpable de nada —gritó Alana entendiendo la rabia de Niall.
—Monta en tu caballo, Niall —ordenó Duncan mientras Niall, furioso, salía.
Con gesto de rabia, Duncan se volvió hacia Axel y con desdén le siseó:
—Haz el favor de dejar en paz a mi hermano, o tendremos problemas.
Axel lo entendió. No era momento de lamentaciones. Había que actuar. Rápidamente organizaron a sus hombres y juntos comenzaron una alocada carrera en busca de aquellas tres descerebradas, que tendrían mucho que explicar.
Tras una terrible noche, en la que estuvieron cabalgando sin rumbo en manos de aquellos ingleses, por la mañana las tres muchachas estaban atadas de pies y manos bajo un gran roble.
—¡Os rugen las tripas! —rio Sean mirándolas mientras comía pescado—. Siento deciros que no tengo la menor intención de compartir mi comida.
—Prefiero morir de hambre a córner algo que tú me des —dijo Megan clavándole sus ojos negros.
—¿Sabes? —murmuró Sean al agacharse a su lado—. Si me hubieras elegido a mí, hoy estarías viviendo junto a tus hermanos. E incluso tu abuelo y el herrero podrían estar vivos. Pero el día que vi cómo mirabas a El Halcón y él te miraba a ti, supe que nunca por tu propia voluntad serías mía. Pero ahora eso va a cambiar —rio cogiéndola con fuerza por el enmarañado pelo y atrayendo su boca hasta la de él. La besó salvajemente haciéndola sentir un asco enorme, mientras comenzaba a patear, y Shelma y Gillian se le tiraban encima.
—¡Suéltala! —gritó Shelma respirando con dificultad.
—¡Eres el hombre más asqueroso que he visto en mi vida! —bufó Megan limpiándose la boca en los hombros.
—No decías eso la noche que te revolcabas cerca del cementerio con El Halcón —siseó enfadado—. Te vi y pude comprobar lo bien que lo pasabais.
—¡Asqueroso! —escupió Gillian al escucharle.
En ese momento, se escuchó el sonido de caballos y Sean, rápidamente, dejó de prestar atención a las muchachas para ver quién se acercaba.
—¿Cuándo te has revolcado tú con El Halcón cerca del cementerio? —preguntó Shelma dándole un codazo.
—Oh…, cállate —protestó Megan mientras Shelma y Gillian compartían una mirada risueña hasta que de pronto la primera murmuró—: ¡Oh, Dios mío! No puede ser cierto lo que ven mis ojos.
Sir Aston Nierter y sir Marcus Nomberg, junto a tres hombres, se acercaban a lomos de sus caballos. El paso de los años había hecho mella en sus rostros. Se les veía envejecidos y arrugados, aunque sus envergaduras seguían siendo grandes.
Con amargura, sir Aston se bajó del caballo y, acercándose a las muchachas, comentó:
—¡Vaya, vaya! ¡Por fin os hemos encontrado! Nuestro empeño ha dado su fruto. —Agachándose, puso su cara frente a la de Shelma para decir—: Veo que los años han sido benévolos contigo y con tu hermana. Os habéis convertido en dos bellezas. —Mirando a Megan gritó—: ¡Marcus! ¿Estás de acuerdo?
—Totalmente de acuerdo, Aston —sonrió mientras se acercaba a Megan.