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Authors: Alejandro Suarez Sánchez-Ocaña

Desnudando a Google (31 page)

BOOK: Desnudando a Google
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Si echo la vista años atrás y olvido por un instante que ese servicio existe, y si pienso en un emprendedor sagaz que me hubiera propuesto la participación en un proyecto como Street View, que implica miles de coches en la calle preparados con sofisticados equipos recorriendo las principales ciudades del mundo —cientos de fotos por minuto— para luego almacenar «la ciudad completa», hubiera pensado que el emprendedor era un loco idealista y que el proyecto resultaba inviable.

Para ser sincero, posiblemente apiadándome de él, intentaría quitarle semejante tontería de la cabeza. Incluso tal vez me hubiera echado unas risas tras la reunión y habría incluido su ocurrencia en el cajón en el que conservo las ideas y los proyectos más locos que me han llegado a ofrecer —este tema daría para otro libro—. Vamos, que si hubiera podido, antes de irse le habría recetado ansiolíticos para atenuar sus alucinaciones.

Mea culpa. Nunca pensé que algo de tal envergadura fuera viable. Google está fotografiando ciudades y países enteros. Resulta muy difícil entender la dimensión del proyecto sin un mapa del mundo que explique su expansión paso a paso, kilómetro a kilómetro.

Fuente: Google.

¡De modo que era viable! Incluso hoy lo asumimos como algo natural sin pararnos a pensar en la inmensa estructura que hay detrás de lo que supone la mayor sesión fotográfica del mundo. La potencia y las posibilidades de este genial producto aún son desconocidas para una parte importante del gran público. En pocas palabras, representan la compra y digitalización de toda la información visual disponible de países enteros por parte de una compañía privada. Lo más sorprendente desde el punto de vista empresarial es que la enorme inversión que ha supuesto ponerlo en marcha no tiene detrás un modelo de negocio viable previamente definido. Es decir, no se trata sólo de poner a cientos de personas y coches a fotografiar el mundo, sino que, según reconocen ellos mismos, se hace sin tener definido cómo se va a ganar dinero con ello para rentabilizar la inversión. Y es que desde la empresa se han jactado en más de una ocasión de sacar productos al mercado sin haber previsto con antelación cómo monetizarlos. En este caso, lo que ya han conseguido es afianzar un poco más su posición de monopolio en el ámbito de la información. Con esto ya son «los únicos» que pueden ofrecer demasiadas cosas.

El servicio se lanzó en fase de pruebas en San Francisco en 2007, y se extendió después a otras cinco ciudades de Estados Unidos. En julio de 2008 tuvo lugar su primera salida hacia Europa, coincidiendo y siguiendo la ruta del Tour de Francia. En septiembre de 2011, Google había fotografiado dieciséis países europeos, tres latinoamericanos, cuatro asiáticos, uno africano y… ¡la Antártida! Aquello ya suponía el mayor esfuerzo fotográfico de la historia.

Una enorme flota de vehículos, desde coches hasta motos de nieve, recorre países enteros. Peinan cada una de sus calles y hacen fotografías sin cesar equipados con un soporte externo que llega a medir entre 2,5 y 8 metros de alto, y que va coronado con nueve cámaras que se disparan en 360 grados. Todos los vehículos están equipados con conexiones WIFI y 3G para enviar los datos —de esto hablaré más adelante— y para recabar información que facilite otros servicios de geolocalización de la compañía. Para ello, una vez más, y sin que esto les reste un ápice de su mérito, no han inventado la rueda. Tan sólo han adaptado la tecnología disponible a sus necesidades, basándose, en este caso, en el
hardware
de código abierto de las cámaras Elphel. Y el proyecto no se queda ahí. Esta voracidad de información… Perdón, me he dejado llevar. Quería decir que esta «ilusión que tienen de ofrecernos gratuitamente la mayor cantidad de información posible» les lleva incluso a utilizar vehículos alternativos —bicicletas e incluso triciclos— en zonas de difícil acceso como pueden ser calles estrechas o peatonales, e incluso carritos adaptados para fotografiar museos en todo el mundo. De esta forma el servicio ofrece detalles de fachadas, caminos, monumentos, paisajes, parques naturales, edificios enteros y otros objetos del mobiliario urbano que, en determinadas ocasiones, pueden resultar útiles para el usuario.

Imaginemos que estamos buscando un piso. Podemos recorrer un barrio como si estuviéramos paseando por él desde la pantalla de nuestro ordenador. Y no sólo eso. Existe además cierta utilidad turística como, por ejemplo, dar un paseo virtual por el interior del Coliseo de Roma con vistas de 360 grados. Es sencillamente apasionante, pero también supone un ejemplo de cómo lo útil puede estar reñido con lo legal. Para ofrecer este magnífico servicio se están vulnerando en muchos países los derechos fundamentales de los ciudadanos y de las instituciones.

La primera queja de la que se tiene constancia provino de una neoyorquina llamada Mary Kalin-Casey. En una entrevista que concedió a la publicación
online Boing-Boing
resaltó la inquietud que sintió al comprobar que, mientras buscaba su domicilio recientemente fotografiado por Street View, había visto y reconocido a través de la ventana a su gato
Monty
. La mujer explicó que la experiencia le hizo temblar y reflexionar sobre la intrusión en su privacidad, algo que nadie, hasta ese momento, se había planteado públicamente. Desde luego, si en vez de tu gato se puede ver desde la ventana el valioso cuadro de tu abuela, u otros objetos de valor, el motivo de alarma y preocupación aumenta. Y así ocurrió. Tras las quejas iniciales la compañía decidió eliminar o
pixelar
(un píxel es la menor unidad homogénea en color que forma parte de una imagen digital, ya sea ésta una fotografía, un fotograma de vídeo o un gráfico.
Pixelar
se refiere a distorsionar los píxeles de la imagen, en este caso para hacer borrosa y no visible una zona) las matrículas de los coches, las caras de las personas e incluso algunas ventanas cuyo interior pudiera estar a la vista de todo el mundo. Sin embargo, el sistema automático encargado del tratamiento de las imágenes falla con frecuencia y sombrea elementos de la imagen que no debe y, al contrario, no detecta los rostros de las personas o las matrículas de los coches. ¿Eliminan entonces todos los elementos que pueden herir la sensibilidad del usuario o menoscabar la intimidad del fotografiado? ¿Tiene Google derecho a fotografiar tu domicilio y ofrecerlo al público según las condiciones que ellos mismos establecen? ¿Hacer una fotografía nos hace propietarios de su contenido? ¿Qué podemos encontrar en la calle si fotografiamos el mundo entero?

Las cámaras de Google Street View han capturado en sus paseos por medio mundo situaciones tales como asaltos en plena calle, gente en sus parcelas en ropa interior captada por encima de los muros de su domicilio, robos, peleas, accidentes, personas en prostíbulos o con prostitutas en plena calle, escenas en playas nudistas, mujeres entrando en clínicas abortivas, desnudos tras el cristal de una ventana o personas orinando en plena calle. Es lo que hay, es lo que se puede ver. En eso se escuda Google al argüir que son imágenes recogidas en plena calle. Lo que obvia la compañía es que son recogidas sin aviso ni autorización por parte de las personas que aparecen en ellas, y que son fotografías y situaciones que pueden tener consecuencias, incluso estar sujetas a malas interpretaciones. Por poner un ejemplo, la fotografía de una mujer orinando en plena calle publicada en Street View fue muy célebre y comentada en los círculos de internet. Resulta evidente que hoy en día hacer esto no tiene mucha lógica, y que si lo haces corres el riesgo de ser visto. Pero es muy diferente ese riesgo que el de inmortalizarte y reproducir la imagen, para deleite de vecinos y conocidos, en la página web más importante del mundo.

Os pondré otro ejemplo. Un coche que circula por una zona frecuentada por prostitutas puede estar de paso y ser fotografiado. Esté o no esté de paso, se genera una situación incómoda que podría tener consecuencias sociales, incluso familiares, graves. Por supuesto, puedes pensar, y no estar exento de toda lógica, que si no quieres que nadie te vea haciendo algo inapropiado, ¡lo que debes es no hacer nada inapropiado! De eso no cabe la menor duda. Pero incluso haciéndolo, en la mayoría de los países europeos tienes derecho a tu privacidad. No sería legal que un tercero tomara esas imágenes y las distribuyese a su antojo. De hecho, ni tan siquiera las autoridades pueden hacerlo tan alegremente.

Si hacemos memoria, todos nos habremos visto en plena calle en una situación en la que no quisiéramos ser retratados para la posteridad. Pues bien, mala suerte. A algunos les ha tocado porque daba la casualidad que por ahí pasaba el coche de Google.

Hace tiempo, cuando acabé de construir mi casa en una urbanización a las afueras de Madrid, decidí instalar en su interior cámaras de seguridad equipadas con grabación y visión nocturna en varios puntos estratégicos. Pese a que se trata de una urbanización de acceso restringido, me pareció que era una medida acertada y que, a pesar de que esperaba no tener que utilizar nunca esas grabaciones, tenía sentido controlar los accesos a mi domicilio. El caso es que hace un par de años me visitó un amigo electricista que aparcó su coche en la puerta de mi domicilio. Venía a realizar varios arreglos e instalaciones. Al terminar, cuando se estaba marchando, me llamó alarmado. Salí y me mostró su coche rayado de arriba a abajo. Cuando digo «rayado» no me refiero a un pequeño roce. Ni siquiera me refiero a alguien que hubiera tenido la simpática idea de arañar el coche. Me refiero a que habían cogido una piedra del suelo y, literalmente, lo habían rayado de arriba a abajo y de delante a atrás. En definitiva, el vehículo estaba destrozado. No daba crédito y me llevé un disgusto terrible. Mi amigo debía pintar el coche entero por la ocurrencia de un
hooligan
callejero en la misma puerta de mi casa. Como antes mencionaba, la urbanización autoriza todos los accesos desde el control de seguridad. En otras palabras, el responsable era un vecino o alguien con acceso a un domicilio cercano, lo que lejos de tranquilizarme me inquietaba aún más. Sin embargo, además de vándalo era imbécil. Lo había hecho en medio de dos cámaras claramente visibles a cuatro metros de altura que grababan cualquier movimiento en la entrada, y eso no parecía precisamente una idea brillante. Todo lo cual representa una prueba evidente de que hasta para ser un canalla hay que ser medianamente listo.

Llamé a la empresa de seguridad y esa misma tarde alguien vino a revisar las grabaciones. Cuando llevaban una hora visionándolas en busca del momento crítico, salí casualmente a la calle y me quedé estupefacto al ver igualmente destrozado el flamante Audi rojo del responsable de la empresa que, dentro de mi domicilio y ajeno a todo, continuaba analizando las grabaciones. ¡No podía creerlo! En ese preciso instante habíamos dado con la grabación y descubrimos que a un vecino de quince años —pobre angelito— no se le ocurrió hacer nada más divertido ese día que coger una piedra del suelo y destrozar con ella los coches que había aparcados en el exterior de mi domicilio con enorme saña que quedaba reflejada en las grabaciones. Ante las evidencias, la madre, avergonzada, se comprometió a pagar los desperfectos de ambos vehículos. Sin embargo, en un momento dado, tras ver las imágenes, dudó un instante y me dijo: «Estás grabando desde tu casa, cierto, pero coges un metro de la calle con las cámaras. ¿Seguro que esto es legal? Yo creo que estas grabaciones son ilegales, y a lo mejor soy yo la que te tengo que denunciar a ti por grabar a un menor de edad en la vía pública». Francamente, tenemos unas leyes en ocasiones tan surrealistas que me sembró de dudas.

Recuerdo que le conté un cuento. No tuvo más remedio que pagar los desperfectos de los vehículos y cerrar el caso antes de que pudiera poner las grabaciones, legales o no, en manos de la policía. Pero lo cierto es que la madre del angelito hizo que me planteara si mi sistema de seguridad, además de efectivo, era legal. Realicé una consulta y descubrí con sorpresa que la madre del demoníaco chaval no estaba mal encaminada. Incluso desde mi propiedad, no podía grabar ni almacenar, sin anunciarlo con un cartel visible en la calle en el que constaran mis datos personales, y además debía tener las cámaras registradas en la Agencia Española de Protección de Datos, lo que hice de inmediato.

El episodio dejaba claro cómo y hasta qué punto se protege la privacidad en Europa, y en qué situación puede estar incurriendo Google al fotografiarlo todo sin autorización de las personas que aparecen en las imágenes, en ocasiones en situaciones tan inverosímiles, pero reales, como las mencionadas al principio de este capítulo. Hay que advertir que se está grabando, y debe haber un claro responsable con una dirección en la que poder solicitar la eliminación de esas imágenes. No creo que dotar a los coches de Street View con un altavoz y una grabación recurrente que emita por megafonía un mensaje parecido a «estamos grabándote para Google, por favor, sonríe o grita ¡patata!», otorgue al servicio los altos estándares de privacidad que rigen en muchos países de Europa. Pero nada de esto importa, porque ni siquiera lo han intentado.

Street View ha sido sometido a investigación y, en ocasiones, se les ha obligado a modificar o incluso a eliminar su servicio. Uno de los motivos ha sido la violación de intimidad a la que se ven sometidos algunos particulares. Buena prueba de ello fue cuando en Brasil los coches recorrieron barrios como Belo Horizonte, en Río de Janeiro, y captaron imágenes de cadáveres expuestos en plena calle. Las imágenes, publicadas en internet, fueron retiradas tras un aluvión de quejas por parte de los usuarios. La compañía pidió la colaboración del público para retirar las imágenes inapropiadas que pudieran aparecer en la red. Como puedes observar, Google no estableció sus propios sistemas de control. Una vez más, pidieron a los internautas que lo hicieran, evitando así cualquier responsabilidad que se derivara de sus actos y buscando apoyos anónimos que, a fin de cuentas, resultan más baratos.

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