—Más fuerte que un humano —dijo él, poniendo un énfasis deliberado en la última palabra.
¿Por qué no reculaba ante él ahora, por qué no le miraba con la aversión que había visto antes? Ya no le importaba lo que ella pensara.
—Mis reflejos son más veloces y poseo una resistencia mayor. Así debe ser. Soy un cazador —finalizó en tono áspero.
Algo en la mirada de Elena le hizo recordar cómo le había interrumpido la muchacha. Se limpió la boca con el dorso de la mano y luego se apresuró a tomar un vaso de agua que permanecía intacto sobre la mesilla de noche. Sintió los ojos de la joven fijos en él mientras la bebía y volvía a limpiarse la boca. Sí, desde luego que todavía le importaba lo que ella pensara.
—Puedes comer y beber... otras cosas —dijo ella.
—No necesito hacerlo —respondió él en voz baja, sintiéndose cansado y alicaído—. No necesito nada más. —Se volvió de repente y sintió que una apasionada intensidad volvía a alzarse en su interior—. Dijiste que me muevo de prisa..., pero prisa es precisamente lo que nunca tengo. Prisa es lo que tienen los seres vivos, Elena. Prisa para hacer las cosas. Yo tengo todo el tiempo del mundo.
Advirtió que la muchacha temblaba, pero su voz sonó sosegada y sus ojos no se apartaron de los suyos.
—Cuéntame —repitió Elena—. Stefan, tengo derecho a saber.
Reconoció aquellas palabras. Y eran tan ciertas como cuando ella las había pronunciado la primera vez.
—Sí, supongo que así es —repuso, y su voz sonó cansada y dura.
Clavó la mirada en la ventana rota durante unos segundos y luego volvió la cabeza hacia ella y dijo con voz cansina:
—Nací a finales del siglo XV. ¿Lo crees?
Ella miró los objetos que yacían donde él los había esparcido al arrojarlos fuera del escritorio con un violento movimiento del brazo. Los florines, la copa de ágata, su daga.
—Sí —dijo en un susurro—. Sí, lo creo.
—¿Y quieres saber más? ¿Cómo me convertí en lo que soy?
Cuando ella asintió, él se volvió de nuevo hacia la ventana. ¿Cómo podía contárselo? Él, que había evitado las preguntas durante tanto tiempo, que se había convertido en todo un experto en la ocultación y el engaño...
Sólo existía un modo, y era contar toda la verdad, sin ocultar nada. Exponerlo todo ante ella, lo que jamás había explicado a nadie.
Y quería hacerlo. Incluso a pesar de saber que provocaría que ella se apartara de él al final, necesitaba mostrar a Elena lo que era.
Y así, con la vista fija en la oscuridad que reinaba fuera de la ventana, donde resplandores azules iluminaban de vez en cuando el cielo, empezó su relato.
Habló sin apasionamiento, sin emoción, eligiendo las palabras con cuidado. Le habló de su padre, aquel robusto hombre del Renacimiento, y de su mundo en Florencia y en su finca campestre. Le habló de sus estudios y ambiciones. De su hermano, que era tan distinto de él y del rencor que existía entre ellos.
—No sé cuándo empezó a odiarme Damon —dijo—. Fue siempre así desde que puedo recordar. Quizá fue porque mi madre jamás se recuperó realmente de mi nacimiento y murió a los pocos años. Damon la amaba muchísimo y siempre tuve la sensación de que me culpaba. —Hizo una pausa y tragó saliva—. Y luego, más adelante, apareció una muchacha.
—¿Aquella a la que yo te recordaba? —inquirió Elena con suavidad, y él asintió—. ¿La que —dijo con una mayor vacilación— te dio el anillo?
Él echó una ojeada al anillo de plata de su dedo, luego le devolvió la mirada. A continuación, lentamente, sacó el anillo que llevaba colgado de una cadena bajo la camisa y lo miró.
—Sí; éste era su anillo —respondió—. Sin un talismán así, morimos bajo la luz del sol como si estuviéramos en una hoguera.
—Entonces, ¿ella era... como tú?
—Ella me hizo lo que soy.
Con voz entrecortada, le habló de Katherine. De la belleza y la dulzura de Katherine, y de su amor por ella. Y también del de Damon.
—Ella era demasiado dulce, llena de demasiado afecto —dijo por fin, lleno de dolor—. Se lo daba a todo el mundo, incluido mi hermano. Pero finalmente le dijimos que debía elegir entre nosotros. Y entonces... vino a mí.
El recuerdo de aquella noche, de aquella noche dulce y terrible, regresó como un torrente. Ella había ido a él. Y él se había sentido tan feliz, tan lleno de temor reverente y dicha... Intentó explicárselo a Elena, encontrar las palabras. Toda aquella noche había sido feliz, e incluso a la mañana siguiente, cuando despertó y ella se había ido, se había sentido poseído de la mayor de las dichas...
Casi podría haberse tratado de un sueño, pero las dos pequeñas heridas del cuello eran reales. Le sorprendió descubrir que no le dolían y que ya parecían haber cicatrizado parcialmente. El cuello alto de su camisa las ocultaba.
La sangre de Katherine ardía en sus venas ahora, se dijo, y esas mismas palabras hicieron latir aceleradamente su corazón. Le había dado su energía a él; le había elegido.
Incluso tuvo una sonrisa para Damon cuando se encontraron en el lugar designado aquella noche. Damon se había ausentado de la casa todo el día, pero apareció en el jardín meticulosamente ornamentado con escrupulosa puntualidad y se quedó repantigado contra un árbol, ajustándose los puños. Katherine se retrasaba.
—A lo mejor está cansada —sugirió Stefan, contemplando cómo el cielo color melón se fundía en un profundo negro azulado.
Intentó mantener la tímida satisfacción que sentía alejada de su voz.
—A lo mejor necesita más descanso de lo usual.
Damon le dirigió una incisiva mirada, los oscuros ojos taladrantes bajo la mata de cabello negro.
—Quizá —dijo en una nota ascendente que fue elevándose, como si quisiera haber dicho más.
Pero entonces oyeron unas suaves pisadas en el sendero y Katherine apareció entre los setos cuadrados. Llevaba puesto el vestido blanco y estaba tan bella como un ángel.
Dedicó una sonrisa a los dos. Stefan devolvió la sonrisa cortésmente, mencionando su secreto sólo con los ojos. Luego aguardó.
—Me pedisteis que eligiera —dijo ella, mirándole primero a él y luego a su hermano—. Y ahora habéis venido a la hora que indiqué, y os diré qué he elegido.
Alzó la menuda mano, la que lucía el anillo, y Stefan contempló la piedra, advirtiendo que era del mismo azul profundo que el cielo nocturno. Era como si Katherine llevara un pedazo de noche con ella, siempre.
—Ambos habéis visto este anillo —dijo en voz baja—. Y sabéis que sin él moriría. No es fácil conseguir que te hagan un talismán así, pero por suerte mi doncella Gudren es muy lista. Y hay muchos orfebres en Florencia.
Stefan escuchaba sin comprender, pero cuando ella volvió la cabeza hacia él volvió a sonreír, alentador.
—Y por lo tanto —siguió ella, mirándole a los ojos—, he encargado un regalo para ti.
Tomó su mano e introdujo algo en ella, y cuando él miró vio que era un anillo idéntico al de ella, pero más grande y grueso, y forjado en plata en lugar de oro.
—Todavía no lo necesitas para enfrentarte al sol —dijo con dulzura—. Pero muy pronto lo necesitarás.
Orgullo y arrobamiento lo dejaron mudo. Alargó la mano para tomar la de ella y besarla, deseando cogerla en sus brazos en aquel momento, incluso delante de Damon. Pero Katherine se apartaba ya.
—Y para ti —dijo, y Stefan pensó que sus oídos debían de estarle traicionando, pues sin duda la calidez y el cariño en la voz de Katherine no podían ser para su hermano—, para ti, también. Lo necesitarás muy pronto asimismo.
Los ojos de Stefan también debieron de traicionarle, pues le mostraban lo que era imposible, lo que no podía ser. En la mano de Damon, Katherine depositaba un anillo idéntico al suyo.
El silencio que siguió fue absoluto, como el silencio tras el fin del mundo.
—Katherine... —Stefan apenas consiguió hacer salir las palabras—. ¿Cómo puedes darle eso a él? Después de lo que compartimos...
—¿Lo que compartisteis? —La voz de Damon fue como un latigazo, y se revolvió enfurecido contra Stefan—. Anoche ella vino a mí. La elección ya está hecha.
Y Damon tiró hacia abajo del cuello alto de su camisa para mostrar dos heridas diminutas en la garganta. Stefan las contempló atónito, conteniendo las lágrimas. Eran idénticas a sus propias heridas.
Sacudió la cabeza, totalmente desconcertado.
—Pero, Katherine... no fue un sueño. Viniste a mí...
—Fui a veros a ambos.
La voz de la muchacha era tranquila, incluso complacida, y sus ojos estaban serenos. Sonrió a Damon y luego a Stefan, sucesivamente.
—Me ha dejado muy débil, pero me alegro mucho de haberlo hecho. ¿No lo veis? —prosiguió mientras ellos la contemplaban fijamente, demasiado atónitos para hablar—. ¡Ésta es mi elección! Os amo a los dos y no renunciaré a ninguno de vosotros. Ahora los tres estaremos juntos y seremos felices.
—Felices... —dijo Stefan con voz estrangulada.
—¡Sí, felices! Los tres seremos compañeros, compañeros felices para siempre. —Su voz se elevó eufórica, y la luz de una criatura resplandeciente brilló en sus ojos—. ¡Estaremos siempre juntos, sin padecer enfermedades, sin envejecer, hasta el fin de los tiempos! Ésa es mi elección.
—¿Felices... con él?
La voz de Damon temblaba de rabi, y Stefan vio que su por lo general reservado hermano estaba lívido de cólera.
—¿Con ese niño entre nosotros dos, con ese dechado de virtudes zafio y vociferante? Apenas si puedo soportar su vista ahora. ¡Le pido a Dios no volver a verle jamás, no volver a oír su voz jamás!
—Y yo deseo lo mismo respecto a ti, hermano —gruñó Stefan, en tanto que el corazón se le desgarraba en el pecho.
Aquello era culpa de Damon; él había envenenado la mente de Katherine de modo que ésta ya no sabía lo que hacía.
—Y estoy casi decidido a asegurarme de ello —añadió con ferocidad.
Damon le entendió perfectamente.
—Entonces saca tu espada, si puedes encontrarla —siseó como respuesta, con ojos llenos de siniestra amenaza.
—¡Damon, Stefan, por favor! ¡Por favor, no! —gritó Katherine, colocándose entre ellos y sujetando el brazo de Stefan.
La muchacha paseó la mirada de uno a otro, con los ojos azules desorbitados por la conmoción y brillando con lágrimas no derramadas.
—Pensad en lo que decís. Sois hermanos.
—Yo no tengo la culpa de eso —chilló Damon, convirtiendo las palabras en una maldición.
—¿Es que no podéis hacer las paces? ¿Por mí, Damon... Stefan...? Por favor.
Una parte de Stefan quería ablandarse ante la mirada desesperada de Katherine; pero el orgullo herido y los celos eran demasiado fuertes, y sabía que su rostro aparecía tan duro, tan inflexible, como el de Damon.
—No —dijo—. No podemos. Debe ser o uno o el otro, Katherine. Jamás te compartiré con él.
La mano de Katherine se soltó de su brazo y las lágrimas cayeron de sus ojos, grandes gotas que salpicaron su vestido blanco. Contuvo el aliento con un sollozo desgarrador. Luego, sin dejar de llorar, se recogió las faldas y huyó.
—Y entonces Damon tomó el anillo que le había dado y se lo puso —dijo Stefan, la voz ronca por el uso y la emoción—. Y me dijo: «Aún será mía, hermano». Y luego se alejó.
Se dio la vuelta, pestañeando como si hubiese salido a una luz brillante desde la oscuridad y miró a Elena.
La muchacha estaba sentada muy quieta en la cama, contemplándole con aquellos ojos que eran tan parecidos a los de Katherine. Especialmente en ese momento en que estaban llenos de pena y terror. Pero Elena no huyó, le habló.
—Y... ¿qué sucedió luego?
Las manos de Stefan se cerraron violentamente de un modo reflejo y se apartó de repente de la ventana. No, ese recuerdo, no. No podía soportar recordarlo, y mucho menos intentar expresarlo en palabras. ¿Cómo podía hacerlo? ¿Cómo podía arrastrar a Elena a aquella oscuridad y mostrarle las cosas terribles que acechaban allí?
—No —dijo—. No puedo. No puedo.
—Tienes que contármelo —repuso ella con suavidad—. Stefan, es el final de la historia, ¿verdad? Eso es lo que hay detrás de todos tus muros, eso es lo que temes dejarme ver. Pero tienes que dejarme. Stefan, no puedes parar ahora.
Él sintió cómo el horror iba en su busca, el pozo abierto que había visto con tanta claridad, percibido con tanta nitidez aquel día tan lejano. El día en que todo había terminado..., en que todo había empezado.
Sintió que le tomaban la mano, y cuando miró vio los dedos de Elena cerrados sobre ella, dándole calor, dándole fuerzas. Tenía los ojos puestos en los de él.
—Cuéntame.
—¿Quieres saber qué sucedió a continuación, qué fue de Katherine? —murmuró.
Ella asintió, sus ojos casi cegados pero aún firmes.
—Te lo diré, entonces. Murió al día siguiente. Mi hermano Damon y yo la matamos.
Elena sintió que se le ponía la carne de gallina al escuchar aquellas palabras.
—No lo dices en serio —dijo con voz temblorosa.
Recordó lo que había visto en el tejado, la sangre que embadurnaba los labios de Stefan, y se obligó a no rehuirle.
—Stefan, te conozco. No podrías haber hecho eso...
Él hizo caso omiso de sus protestas y siguió mirando fijamente con ojos que ardían como hielo verde en el fondo de un glaciar. Miraba a través de ella, a algo situado a una distancia inabarcable.
—Mientras yacía en mi cama aquella noche, aguardé contra toda esperanza que ella acudiera. Empezaba a notar ya algunos cambios en mi persona. Veía mejor en la oscuridad; parecía que oía mejor. Me sentía más fuerte que nunca, lleno de una especie de energía elemental. Y estaba hambriento.
»Era un hambre que jamás había imaginado. Durante la cena descubrí que la comida corriente y la bebida no servían para satisfacerla. No podía comprenderlo. Y entonces vi el cuello blanco de una de las criadas y supe el motivo. —Exhaló prolongadamente, la mirada sombría y torturada—. Esa noche resistí a la necesidad, aunque necesité toda mi fuerza de voluntad. Pensaba en Katherine y rezaba para que viniera a mí. ¡Rezar! —Lanzó una breve risotada—. Si es que una criatura como yo puede rezar.
Los dedos de Elena estaban entumecidos alrededor de la mano del chico, pero ella intentó apretarlos más para confortarle.
—Sigue, Stefan.
No tuvo problemas para seguir entonces. Parecía casi haber olvidado la presencia de la joven, como si se contara la historia a sí mismo.