Días de amor y engaños (11 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

BOOK: Días de amor y engaños
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—Sólo queremos ver el futuro cuando deseamos que cambie —dijo Clarita de pronto.

Victoria la miró con inquietud. Se encogió de hombros intentando disimular.

—Yo tengo que irme ya, señora.

—Muy bien. Volveré a casa dando un paseo.

—¿Podrá apagar usted el fuego dentro de una hora? No quiero que su guiso se queme.

—No te preocupes, lo haré.

—¿Se acordará?

—Sí, me acordaré.

Se alejó envuelta en un chal demasiado negro para su edad. Dejó tras de sí un suave olorcillo de especias. Ella siguió su camino, ligera y excitada como si algo importante la aguardara. De pronto vio a Susy frente a una tienda de granos. No le apetecía hablar con nadie, pero no pudo zafarse. Susy la saludó con la mano. Se acercó:

—¿Estás comprando?

—Sí, simientes para flores. Las plantaré yo misma enfrente de mi casa. Estoy harta de que los jardineros de la colonia planten lo que les dé la gana. Piensan que somos tan inútiles que no podemos siquiera trabajar un poco en el jardín.

Miró a la americana con sorpresa, como si hubiera venido de otro planeta.

—No lo había pensado —murmuró.

Susy se permitía ese tipo de preocupaciones, quería escoger sus propias flores. Ella también se había preocupado por esas cosas, quizá dos días antes la preocupaban aún.

—Sí, doña Manuela —contestó poniendo cara de circunstancias.

—¡Ay, hijo, por Dios, deja de llamarme doña Manuela, me da una impresión rara. Llámame Manuela y en paz!

—Es que no me sale.

—Pues entonces llámame señora Romero. Pero doña Manuela, no. Suena a sainete, no me gusta.

Iban los dos por una calle de San Miguel. Formaban una pareja extraña con su diferencia de edad y de aspecto. Ella, exuberante y corpulenta. Él, delgado y aturdido.

—¿Estás seguro de que ese almacén está por aquí, Darío?

—Sí, ya estamos llegando.

—Tiene que ser una fiesta infantil como Dios manda, nada de improvisaciones. En estos tres años nunca hemos hecho una fiesta infantil en la colonia y, claro, la gente que tiene niños puede sentirse discriminada.

—Ya.

Lo miró de reojo. ¿De dónde había sacado la empresa de su marido a un chico tan pasmado? No hacía las cosas mal, pero siempre parecía estar en Babia, en un perenne duermevela. Si hubiera sido hijo suyo, lo hubiera zarandeado un poco, le hubiera preguntado a qué aspiraba en esta vida, si era incapaz de vibrar con nada. El trabajo que desempeñaba podía calificarse como tranquilo y agradable, no tenía que estar en la obra haciendo duras labores. Era el único varón en la colonia, de modo que no se veía obligado a obedecer órdenes ni a rodearse de gente tan ruda como los obreros. Contaba con una casita privada, donde estaba su despacho y una gran habitación. ¿Qué más podía desear? Pues bien, no había manera, cuando se le pedía que organizara alguna fiesta, Darío siempre ponía cara de santo supliciado, de mártir a punto de ser martirizado. ¿Tendría algún problema personal, añoraría mucho a su novia? Lo comentaría con Adolfo cuando éste llegara el fin de semana desde la obra. A lo mejor aquel chico necesitaba un poco de ayuda, o simplemente se trataba del típico joven incapaz de darse cuenta de sus privilegios. Ella se inclinaba por esta última posibilidad. Nadie tiene problemas graves siendo tan joven. Además, ningún muchacho de hoy en día está tan enamorado como para languidecer si no ve a su novia durante un tiempo. Eso era cosa de otros tiempos, los chicos modernos eran prácticos y desencantados a más no poder.

Pararon frente a un almacén bastante ruinoso. Ella lo contempló con escepticismo:

—¿Tú crees que aquí vamos a encontrar lo que venimos buscando?

—Bueno, señora Romero, aquí es donde surten de vestuario a todos los mariachis de la ciudad.

—Mariachis, mariachis, es lo único que saben hacer en este dichoso país. ¿No pensarás que vamos a vestir a todos los niños de mariachis?

—Pero si tienen ese tipo de ropa, digo yo que tendrán algún que otro disfraz.

—Espero que lleves razón.

—¿Entonces entramos, señora Romero?

—¡Pues claro, ya podríamos estar dentro!

Era un gran almacén donde no sólo se alquilaba ropa, sino también televisores, bicicletas y hasta muebles. Los atendió un hombre mayor, paciente y serio como todos los mexicanos. De repente, Manuela se dio cuenta de que la cosa no se presentaba nada fácil. No sabía por dónde empezar, porque no sabía en realidad lo que quería. ¿Cómo demonios se organizaba una fiesta infantil? Sus hijos ya eran muy mayores, no podía recordar lo que hacía en el pasado. El dueño del negocio la miraba y ella miraba al dueño sin que nadie se decidiera a dar el primer paso. Por fin Manuela se lanzó:

—¿Por qué no nos lleva usted adonde tenga la ropa y así nos orientamos?

Los condujo a una especie de sótano que se abría a un fresco patio interior. Manuela se limpió el sudor y aspiró el aire reconfortante.

—Aquí se está bien.

Miró con un poco de desánimo los trajes que se alineaban, colgados, en una larga barra metálica. La mayoría eran, en efecto, trajes de mariachi. Había también vestidos folclóricos de mujer.

—¿Y para representaciones teatrales, no tiene usted ropa de teatro?

El hombre tardó en comprender qué le estaba pidiendo. Manuela intentó explicarse mejor:

—Ya sabe, payasos, brujas, duendes... algo para que podamos disfrazarnos y entretener a los niños. O algo con lo que podamos disfrazarlos a ellos.

Se alejó cansinamente hacia un rincón de la sala donde se veía un armario desvencijado y lo abrió. Manuela se plantó en cuatro pasos a su lado y se adelantó a meter la mano en el armario. Sacó con energía un par de perchas.

—¿Qué es esto?

—Son trajes de ángeles y demonios, señora, para cuando se hace un auto sacramental. Los hay pequeños para niños.

—Un auto sacramental. Eso lo trajimos los españoles. Aunque ahora no creo que nos sirva de mucho.

Darío intervino por primera vez:

—¿Usted qué idea llevaba, señora Romero? Porque a lo mejor no está mal que los chavales se vistan de ángeles y demonios.

—No sé, esos críos son capaces de organizar una batalla. Además, lo encuentro un poco anticuado. Yo había pensado vestirlos a todos como en
El sueño de una noche de verano
, elfos, hadas y todo lo demás.

Darío se rascó el cuero cabelludo con la actitud perpleja de quien desearía que la lógica imperara sobre un mundo de absurdos y despropósitos.

—Pues no sé, la verdad, elfos... no creo que aquí vayamos a encontrar muchos.

Manuela se volvió hacia el dueño haciéndole llegar su desespero:

—¿Y de verdad no tiene nada más?

—Tengo los esqueletos.

—¿Los esqueletos?

—Hay tamaños para niños. Vengan, se los mostraré.

Los llevó a lo largo de un corredor y fueron a dar a una habitación donde una joven cosía, mientras escuchaba la radio. El hombre se acercó a una estantería que cubría y sacó una bolsa de plástico, la abrió. Lo que les enseñó era la clásica malla que habían visto lucir a mucha gente en el Día de Difuntos: negra y con el esqueleto humano pintado con trazos blancos.

—¿Y dice que tiene para niños?

—Para niños de todas las medidas.

Darío la vio dudar. Era el momento de conseguir que salieran de aquel engorroso asunto. Se lanzó de modo animoso:

—Puede ser una idea estupenda. Los vestimos a todos de esqueletos y que bailen una danza macabra. A los niños les encantará.

Manuela lo miró de través:

—A los niños puede que les guste, pero a las mamás, eso de la danza macabra...

—Después de todo, estamos en México y aquí estas cosas tienen mucha tradición.

La dama sopesó las razones de su acompañante. Manoseó un rato el traje y luego, encarándose con el propietario, hizo un gesto de asentimiento.

—Está bien. Mañana le diré cuántos necesitamos, las tallas y la fecha de entrega. Espero que nos haga un buen precio. Los quiero nuevos, y no los alquilaré, sino que los compro. ¿De acuerdo?

—Sí, señora, perfectamente la entendí.

Darío suspiró para sus adentros. Bien, primer escollo superado; aunque aquello era sólo el principio. Se preguntó cuántas veces todavía tendría que preocuparse de la maldita fiesta infantil. ¡Dios, nadie sabía hasta qué punto aquel trabajo requería paciencia, hubiera preferido mil veces trabajar en el campamento! Y encima aquella noche no tendría tiempo para acercarse a tomar una copa a El Cielito, y eso que necesitaba la visita como nunca en la vida. Los niños de la colonia disfrazados de esqueletos... ¡menuda cretinez! Aunque era una idea cojonuda, ¡ojalá todos aquellos enanos mal criados se largaran bailando hasta el otro mundo. Se afianzó en su mal humor dándole una patada a una piedra.

Le había tomado un poco de miedo. Paula no iba de farol, o al menos llevaba el juego hasta el límite mismo. Y cualquier juego podía volverse extremadamente peligroso en aquel país. San Miguel era un pueblo apacible, pero nadie sabía qué guardaba en su trastienda, más allá de donde las esposas de la colonia alcanzaban a ver. A menudo se preguntaba qué guardaba a su vez la trastienda de Paula. Desde la excursión a Montalbán había estado observando sus movimientos por la colonia. Tenía una capacidad sorprendente para pasar de ser una furia provocadora a comportarse como una mujer normal. Salía poco de su casa, pero iba a veces al club o paseaba por el jardín. Saludaba a todo el mundo con gestos cordiales, incluso un tanto exagerados, pero no hablaba con nadie. Todos pensaban en su actividad de traductora de Tolstoi como el motivo que la mantenía un tanto alejada de las demás. Susy sentía curiosidad, pero la relación que había tenido con ella hasta el momento no la autorizaba a plantearle preguntas personales. Estaba segura de que le hubiera respondido mal. ¿Qué había pasado la noche en que estuvieron bebiendo en aquel bar miserable, cómo fueron los hechos desde que ella se marchó? ¿Había regresado el guía hasta el bar después de acompañarla? ¿De verdad Paula lo habría contratado para que se mostrara desnudo, se habría atrevido a acostarse con él? Estaba convencida de que no, aquello había sido una provocación más. Ni siquiera imaginaba que a Paula pudiera apetecerle tener intimidad con un tipo tan repulsivo como aquél. Claro que el tipo tenía el atractivo que proporciona justamente la repulsión. Acostarse con el guía significaba abjurar de todos los lazos culturales que te unen a la realidad, pensó. Dejarse llevar por ese camino era peligroso. En cualquier caso, había algo que no conseguía comprender: ¿por qué Paula nunca consentía en hablar con ella sobre todas aquellas cosas? Eso era justo lo que Susy hubiera deseado: hablar, extenderse en especulaciones, intercambiar pareceres y elaborar teorías. En ese campo estaba permitido ir tan lejos como se quisiera. Pero Paula no parecía dispuesta a compartir nada íntimo con ella. Quizá pretendía convertirla en una especie de compañera de correrías sin más. Sin duda sentía hacia ella un acusado desprecio intelectual, pensaba que no se encontraba a su altura, que era una americana joven y simple. Hacer todas aquellas conjeturas acabó por soliviantarla. Se estaba infravalorando a sí misma. Si le apetecía frecuentar a Paula, ¿por qué no lo hacía, a qué tantas prevenciones? ¿Acaso no era lo suficientemente madura como para largarse si Paula intentaba implicarla en alguna situación embarazosa o desagradable? Pero si se largaba, eso concitaría el juicio negativo de Paula, y era su censura irónica lo que en realidad temía. Pero como se había propuesto no estar pendiente jamás del juicio ajeno, algo que había hecho en exceso toda su vida, se levantó del sillón en el que meditaba y marcó el número de Paula. Eran las cinco de la tarde, y en la colonia no se oía ni una mosca. Paula no tardó mucho en ponerse, y su voz parecía provenir de muy lejos:

—¿Cómo, qué dices, un té?

—Sí, ven a mi casa, Paula, hace una tarde tonta y tengo té auténtico de Ceylán.

—¿Té auténtico de Ceylán, pero qué coño dices, te has vuelto loca?

Colgó bruscamente el auricular. Susy se quedó estupefacta. Sus temores se habían materializado. ¿Cómo continuar el contacto con ella ignorando semejante humillación? Pero el teléfono sonó en seguida y volvió a oír la voz de Paula, esta vez coloquial y tranquila:

—Oye, ¿por qué no nos tomamos mejor una cerveza en la cantina del club? Te espero dentro de diez minutos.

Era una buena hora para ir a la cantina. Hasta por lo menos las seis no acudían las mamás de la colonia para merendar con sus niños.

Paula no había bebido, tampoco parecía haber estado durmiendo cuando ella la llamó. No tenía idea de por qué se había mostrado tan desabrida, como si la hubieran arrancado de algún lugar apartado y personal. Ahora sonreía, pero del modo cínico que Susy ya había aprendido a reconocer. Decidió atacarla sin preámbulos:

—Paula, más que para tomar un té, te había llamado para que aclaremos algo. Siempre tengo la sensación de que me menosprecias intelectualmente y, como comprenderás, eso no me hace ninguna gracia.

Paula se quedó mirándola con sorna, pero rápidamente varió de actitud, mostrándose seria e interesada.

—¡Vaya!, ¿eso crees?, ¿y qué te ha llevado a semejante conclusión?

—No quieres hablar conmigo de cosas importantes.

—¿Importantes?

—Sí, ya sabes, nuestra vida, sentimientos... las cosas que nos atañen personalmente.

—La verdad es que yo no tengo mucha fe en las palabras. Sólo sirven para mentir y para autojustificarse.

—¿Y cómo te explicas ante la gente que te rodea?

—No siento esa necesidad. Pero te aseguro que, aunque no hablemos de cosas importantes, como tú las llamas, siento respeto intelectual por ti. Probablemente mucho más que si habláramos de esas cosas.

—No sé cómo tomarme eso.

—Tómalo en toda la extensión de su significado.

—Entonces, ¿no hay nada de mí que te gustaría saber?

Paula miró una mosca que recorría cautelosamente el borde de la mesa. Pensó un momento.

—Sí, se me ocurren cosas que me gustaría saber.

—¿Por ejemplo?

—¿Has sido infiel a tu marido alguna vez?

Susy no se mostró sorprendida en ningún momento. Era una pregunta previsible.

—La respuesta es no. Mi vida de soltera fue bastante movida, al contrario de lo que pueda parecerte. Fue una etapa... conflictiva. Por eso cuando conocí a Henry y me enamoré decidí que había hecho una elección para siempre. No lo tomé como una salvación, sino como un nuevo camino en el que estaría bien acompañada.

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