Días de amor y engaños (37 page)

Read Días de amor y engaños Online

Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

BOOK: Días de amor y engaños
9.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Susy, le dijiste a Paula lo que habías visto en Nochebuena, ¿verdad?

—No. Bueno... quizá le comenté algo.

—¿Quizá le comentaste algo? ¿Cómo se puede «comentar algo» tratándose de un tema como ése? ¿Te das cuenta de la responsabilidad que tenías en tus manos?

—¡Claro que me doy cuenta!, por eso se lo dije. Ella es amiga mía.

—Oye, Paula no es una amiguita del colegio con quien estamos perfectamente compinchadas y a quien le contamos nuestros secretos. Es una mujer adulta cuyo matrimonio se viene abajo.

—¡No me hables en ese tono! ¡No soy una estúpida! Sé quién es Paula, una mujer adulta a quien su marido se la está pegando en las mismas narices. Si tan en peligro está su matrimonio, Santiago podría haber sido más discreto.

—¡Eso no es asunto tuyo! Además, deberías haber pensado que Paula es una mujer muy conflictiva, cualquiera puede advertirlo.

—Exacto, crea conflictos como pueda crearlos un perro malcriado, ¿no? Las esposas no deben dar problemas, lo único que tienen que hacer es portarse bien y esperar en casa a su maridito. Como yo, ¿verdad, Henry?

—Ningún perro es tan neurasténico como tú.

En condiciones normales, Susy se hubiera echado a llorar frente a una réplica semejante; pero no se encontraba en condiciones normales. Por primera vez se sentía entera, segura, firme, con ganas de administrar aquella bronca a su favor.

—En eso llevas razón. No soy un perro. Yo también soy una mujer adulta capaz de hacer cosas que un perro no haría jamás.

—¿Me estás amenazando?

—En absoluto. No debes sentirte amenazado por las cosas que yo haga. No eres mi dueño.

—¡Basta, Susy, estamos desbarrando! Esta discusión no lleva a ninguna parte.

—Te recuerdo que la empezaste tú, y me alegro, porque mientras hablábamos me he dado cuenta de muchas cosas.

Se levantó y desapareció por la puerta de la terraza. Henry se quedó con la sensación culpable de haber sido demasiado brusco. Ella volvió tras unos minutos; se había cambiado de ropa.

—Me voy.

—¿Adónde?

—A dar una vuelta por ahí. Quiero despejarme un poco, estoy nerviosa.

—Susy, yo... te pido disculpas si te he ofendido.

—¡Bah, no te preocupes, da igual!

—No da igual. Te digo que lo siento.

—De acuerdo, yo también lo siento. Luego nos vemos, adiós.

—¿Quieres que te acompañe?

—No, gracias. Necesito un poco de silencio.

Henry se quedó sorprendido por la actitud de su esposa. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué de pronto no reaccionaba con su emotividad característica? Si todo aquel asunto tan desagradable servía al menos para que ella evolucionara hacia su madurez, lo daba incluso por bienvenido. Aun así, había sido demasiado duro con ella. Conociéndola, debería haber sabido que era inútil ponerse como una fiera. Claro que, por muchas vueltas que le diera, seguía pensando que su indiscreción precipitaría acontecimientos que podrían haberse evitado.

Se dieron un abrazo largo, apretado. Victoria le sonrió después, débilmente. La encontró demacrada y con gesto de preocupación.

—La suerte está echada —le dijo cogiéndole la barbilla y mirándola a los ojos—. ¿No estás arrepentida de fugarte con un tipo como yo?

—Quiero estar contigo siempre.

—Es un deseo muy fácil de complacer, porque no pienso dejarte ni un momento.

—Creí que no iba a atreverme a hablar con Ramón, y ya ves, lo hice, con toda facilidad. Tuvo una reacción muy violenta.

—Nadie sabe cómo va a reaccionar frente a una noticia así.

—Pero él es un hombre tranquilo.

—Se le pasará.

—No, no se le pasará; es como si lo hubiera apuñalado por la espalda.

—Te has limitado a decirle la verdad, y la verdad es que ya no lo quieres. Eso es algo que no puede permanecer oculto. Se supone que el motivo por el que maridos y mujeres permanecen juntos es el amor.

—Pero existe la lealtad.

—Mentir no es leal.

—Prefiero pensar que había que hacerlo y ya está hecho. ¿Qué pasó con Paula?

—Nada que no estuviera en el guión. Seguirá haciendo lo que ha hecho hasta ahora: beber y torturarse. Sólo que le faltará su espectador principal.

—¿No temes que decida hacer algo más... extremo?

—¿Matarse?, ¡ni hablar! Encontrará alguien más frente a quien representar sus espectáculos destructivos. Es una mujer con un gran poder de seducción. En cualquier caso, lo que haga ya no me incumbe.

—¡Todo es tan difícil!

—No, no es difícil. Di que es doloroso, o desagradable o traumático, pero no difícil. Desde que nos conocimos hemos avanzado siempre en línea recta, y así seguiremos hasta el final. Sólo hay que tener un poco de valor ahora; después, todo irá sobre ruedas.

—Hablar contigo siempre me da ánimos, pero luego, cuando me quedo sola...

—Todo saldrá bien. Además, no puede ser de otra manera, porque, ¿no te das cuenta? ¡Dios está con nosotros!

Victoria estalló en una carcajada. El sonrió, aliviado de verla contenta al menos un instante.

—¡Bueno, menos mal que ríes un poco! No podemos vivir esto como si fuera una tragedia absoluta. Sobre todo porque todas las tragedias acaban mal.

—Perdona, Santiago, sé que no soy de mucha ayuda para ti, pero ya verás, en cuanto se acabe toda esta... primera fase, entonces cambiaré. Me verás siempre muy animada.

—De eso me encargo yo. Vamos a tomar el café prometido. Me apetece pasear contigo por la calle sin ocultarnos.

—Tendré que irme en seguida. Estoy segura de que Ramón regresará a casa.

—De acuerdo, pero ésta va a ser una de las últimas veces en que nos separemos.

—Te lo prometo.

Leía tranquilamente el periódico cuando sonó el teléfono. Pensó que era alguno de sus hijos desde España, pero no, era Santiago.

—Tengo que hablar urgentemente contigo, Adolfo.

—No hay problema, voy a estar en casa. ¿Por qué no pasáis Paula y tú a tomar un aperitivo?

—Si no te importa, me gustaría que fuera una conversación privada.

—¿Nos vemos entonces en el club?

—Adolfo, sé que casi es hora de cenar, pero... en fin, discúlpame. El caso es que estoy en San Miguel y me gustaría que te acercaras un momento por aquí. No será más de media hora.

—Sí, claro, por supuesto. ¿Pasa algo en la obra?

—No es eso, tranquilo. Estoy en la plaza, tomando una cerveza.

—Ahora mismo voy.

Colgó y fue a la cocina, donde Manuela daba los últimos toques a una hermosa ensalada.

—Tengo que salir un momento.

—¿Adónde?

—Santiago quiere que me acerque un momento a verlo a San Miguel.

—¿Ha pasado algo en la obra?

—No creo; supongo que se trata de diferencias de criterio en el trabajo y por eso quiere darme su versión fuera, donde no puedan vernos.

—¡Y te hace ir a San Miguel casi a la hora de cenar! No me parece bien, Adolfo, sinceramente. Estos muchachos se acostumbran a tenerte para ellos toda la semana y después creen que en los descansos estás también a su disposición.

—Bueno, mujer, es sólo un rato. Volveré en seguida, me ha prometido que será breve.

La plaza tenía el aire soñoliento que solía adquirir las noches de sábado. Unas pocas personas, turistas y ciudadanos de San Miguel, tomaban cerveza en las terrazas o formaban corros charlando de pie. Adolfo distinguió cómo Santiago le hacía una seña con la mano. Se acercó a él, se saludaron.

—¿Qué pasa, hombre?, has conseguido alarmarme.

—Siéntate, Adolfo, ¿te pido una cerveza? Iré al grano lo más directamente posible, es una faena hacerte venir hasta aquí.

Llamaron al camarero, que en seguida le llevó una gran jarra de cerveza helada. Adolfo intentó disimular su curiosidad. Bebió, paladeó y sólo entonces preguntó abiertamente:

—Bien, muchacho, pues tú dirás.

—Adolfo, voy a marcharme de la obra dentro de quince días.

—¡Coño, pero ¿qué dices?, si no hace ni unos meses que llegaste!

—Sí, ya lo sé, y te aseguro que no me iría si no tuviera una buena razón.

—¿Ha habido diferencias con alguien, algún disgusto?

—No, en la obra hay buen ambiente, y el trabajo ha sido interesante en todo momento. Buenos compañeros... tú eres un buen jefe, ahora puedo decírtelo sin que parezca un halago...

—¿Y entonces?

—Es algo de carácter personal. Lo que ocurre es que... en fin, lo que ocurre es que Victoria, la mujer de Ramón, y yo nos hemos enamorado.

—¡Hostias! —exclamó en un susurro. Se calló acto seguido. Aturdido, bebió un sorbo de cerveza sin atreverse a mirar a su interlocutor. Por fin lo hizo—. ¿Estás seguro?

Santiago no pudo evitar echarse a reír.

—¿De qué?, ¿de si yo la quiero a ella, de si ella me quiere a mí...?

—No, claro, ¡qué tontería!, no es eso lo que quería preguntar. Bueno, en realidad no hay nada que preguntar; sólo que, chico, es un lío del carajo, ¿no?

—Del carajo total. Victoria ya se lo ha contado a Ramón y yo a mi mujer. Nos iremos juntos dentro de dos semanas. Ya es prácticamente seguro que trabajaré con una empresa de Barcelona. Pero, aun sin trabajo, nos marcharemos igual. Lo entiendes, ¿verdad?

—¡Desde luego que lo entiendo! Es más, en estas circunstancias, lo mejor será que no vuelvas a aparecer por la obra.

—Eso es justo lo que no quiero hacer. No hay ningún motivo para que salga huyendo como un conejo. Tengo que regresar a la obra, despedirme de la gente que ha estado conmigo, seguir trabajando hasta que concluya el plazo legal de quince días.

—Sí, pero trabajar con Ramón al lado...

—Ahí intervienes tú. Lo ideal sería que nos enviaras a tajos separados, que procures mantenernos lo más alejados posible.

—Sí, puede hacerse, en fin... lo haré. ¿Cómo está ahora la situación?

—No lo sé con exactitud, ya sabes cómo son estas cosas.

—A decir verdad, no tengo ni idea de cómo son esas cosas. Llevo más de treinta años casado con Manuela, así que si un buen día se presentara delante de mí y me dijera que se iba con otro... no sé cómo reaccionaría, sinceramente.

—Yo no pienso rehuir a Ramón. Es más, pienso hablar con él; supongo que es lo que procede, aunque con el corazón en la mano te diré que no estoy muy seguro de qué es lo que debo hacer.

—No me extraña, ¿qué puedes decirle, «muchacho, me he enamorado de tu mujer, lo siento en el alma»? Es una situación muy embarazosa.

—Todo irá desarrollándose por sí solo. En cualquier caso, es una decisión tomada de la que no vamos a arrepentimos. Ahora ya no podría vivir sin esa mujer. Me comprendes, ¿verdad?

—El amor tiene esas cosas, es así. Lo que pasa, Santiago, es que eso se sabrá. No será fácil mantenerlo en secreto.

—Cuento con ello, no importa.

Ambos se quedaron sin saber qué más añadir. Se miraron con cara de circunstancias. Adolfo se encogió de hombros. Intercambiaron un fuerte apretón de manos.

—Santiago, quiero que sepas cómo siento perderte para el equipo. Siempre me has parecido un hombre valioso y nos hemos llevado muy bien. Te ayudaré en todo lo que pueda, y te deseo suerte, con sinceridad.

Se dieron un abrazo breve pero afectuoso. Luego, sin atreverse a mirarse a la cara, cada uno emprendió su camino.

Mientras conducía hacia la colonia, Adolfo seguía sin poder salir de su asombro. ¡Menudo jaleo se le presentaba ahora! Se preguntaba cómo lograría salir airoso de semejante misión diplomática. Porque era obvio que, como jefe, todo aquello le afectaba más de lo que pudiera parecer en un principio. Intentó tranquilizarse; al fin y al cabo, todos eran personas civilizadas y no era previsible que surgieran situaciones demasiado violentas entre ellos. Además, tanto Ramón como Santiago eran más jóvenes que él, pertenecían a una generación en la que las costumbres sexuales se suponía que eran permisivas. No creía que fueran a liarse a navajazos ni nada por el estilo. Ambos eran hombres serenos... no sucedería nada; aparte de cierta incomodidad lógica si ambos coincidían en la misma habitación. Su misión era que coincidieran poco. Este tipo de cosas sucedían y había que esforzarse por comprenderlas. Se quedó un momento absorto. ¿Lo comprendería él, comprendería que Manuela se enamorara de otro? No estaba tan seguro, la verdad, si bien resultaba bastante inverosímil que eso llegara a hacerse realidad. Pero ¿y si era al revés, y si fuera él mismo quien perdiera los papeles por otra mujer? Este caso ya se le antojó menos disparatado. Nunca había pensado en ser infiel; tampoco se le había presentado la ocasión, simplemente porque no la había buscado. El trabajo había llenado su tiempo por completo, y ahora, a su edad... claro que no se sentía tan viejo ni tan caduco como para no plantearse siquiera esa hipótesis. Si no tenía historias amorosas era porque no pensaba mover ni un dedo para conseguirlas. Algo distinto sería si una mujer se enamorara locamente de él. En ese caso, y si él también llegara a experimentar el mismo sentimiento... pero incluso entonces carecería de la valentía necesaria para fugarse con ella; mucho menos viviendo en la colonia, ante los ojos de todo el mundo. Definitivamente, no. Había sido educado de una manera determinada y ahora no iba a cambiar. Era de ley reconocerle a Santiago un gran coraje o, para decirlo de un modo más real, un par de cojones. Los tenía, sin duda, ya que se atrevía a desafiar el entramado social, se arriesgaba a quedarse sin trabajo, y demostraba que le importaba poco el qué dirán. Su actitud resultaba más meritoria que criticable. Un par de cojones, sí, señor, ésa era la expresión adecuada. Debía de ser muy fuerte lo que sentía. De pronto experimentó cierto orgullo por haber sido el primero en enterarse de aquella historia, y ser en cierto modo cómplice de los amantes lo llenó de placer. No, él no era ningún carcamal que fuera a poner dificultades a aquellos chicos o a censurarlos. El hecho de ser el jefe no implicaba que tomara el hábito de garante moral de sus hombres. Allá cada cual con su conciencia. Haría lo posible por ayudarlos, si bien tampoco podía significarse públicamente como un aliado incondicional. Y en cuanto a Victoria... ¡quién lo hubiera dicho!, una chica tan discreta, tan poco llamativa en ningún aspecto. ¿Cómo se las apañaría para contárselo a sus hijos? De eso sí estaba bien seguro de que Manuela no hubiera sido capaz. Su esposa nunca hubiera dejado a sus hijos para largarse con otro. La perspectiva de hacer algo así hubiera sido suficiente para hacerla desistir de cualquier amor infiel. Bien pensado, aquello no era muy halagador para él, ¿y si de verdad Manuela se había enamorado alguna vez de otro y había renunciado por sus hijos? Y él, sin enterarse, por supuesto. ¡Pues vaya plan! Pero ¿qué tonterías se le ocurrían? Si continuaba pensando en todas aquellas cosas, acabaría hecho un lío, y en aquellos momentos era imprescindible la claridad mental.

Other books

Broken Survivor by Jennifer Labelle
The Sons of Grady Rourke by Douglas Savage
Fertility: A Novel by Gelberg, Denise
False Premises by Leslie Caine
A Hope in the Unseen by Ron Suskind