Días de amor y engaños (47 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

BOOK: Días de amor y engaños
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—¿Que yo sé? ¿Qué se supone que sé, maldita puta barata? ¿De verdad te has creído que porque te he aguantado, que porque te he usado como a un perro de compañía puedo sentir alguna atracción por ti? ¡Cómo se puede ser tan inexperta, tan estúpida! ¿O pensaste que el polvo con aquel tipo significaba algo especial? ¡Lárgate ahora mismo, no quiero volver a verte nunca más! ¡Exhibe tu culo en una feria, niña imbécil, a lo mejor así tienes suerte y alguien te hace un favor!

Susy permanecía sentada, atónita, con la boca abierta y un rictus de horror en el rostro.

—¿Es que no me oyes? ¡Fuera de aquí, largo, fuera!

Se levantó y empezó a correr hacia la salida intentando ahogar los primeros espasmos de llanto enloquecido.

Paula fue hacia el lavabo. Le dolía mucho la cabeza. Un pitido agudo y persistente le silbaba en el oído. Buscó entre los medicamentos que guardaba en el botiquín y cogió una caja de analgésicos. Regresó al salón. Sacó tres pastillas del envase y las colocó en el cuenco de la mano. Empuñó la botella de whisky por el gollete y se la llevó a los labios.

La vio desde lejos, sentada en una silla, jugueteando distraída con las gallinas en la zona de sombra que ofrecía un gran árbol. Un ramalazo de felicidad pura lo sacudió de arriba abajo. Corrió para llegar antes donde ella estaba. Espantó a las gallinas, que huyeron entre cacareos estrepitosos. La abrazó, apretándola con fuerza. Tenía ganas de reírse, de llorar, de romper algo, de bailar una danza cosaca como un estúpido. Victoria permanecía silenciosa, agazapada contra su pecho. La apartó un momento para verle la cara.

—¡Qué susto, creí que estabas llorando!

—No lloro, pero no me costaría mucho si de verdad me lo propongo.

—¡Ni hablar, nada de llantos, eso se acabó! ¿Tienes listas tus cosas?

—Sí. ¿Quién te ha traído?

—Henry, a mi maleta y a mí.

—Ya he pagado a mis caseras, y les he dicho adiós.

—Entonces vamos a la entrada principal, Darío no tardará ni un minuto. Me hará el último favor: llevarnos al aeropuerto.

Así fue, Darío llegó con toda puntualidad y los condujo en su coche hasta el aeropuerto de Oaxaca. Hicieron el trayecto casi en completo silencio, gozando los tres de una extraña tranquilidad.

Se apearon frente a la terminal. Santiago le dio un apretón de manos a Darío.

—Estaremos en contacto. No sé dónde voy a trabajar, pero esté donde esté, si quieres puedo reclamarte para mi equipo.

—Ya sabe que voy a quedarme en El Cielito.

—Sí, me lo han dicho. Pero si te arrepientes de esa decisión...

—He tomado esa decisión en parte gracias a ustedes.

—¿En serio?

—Cuando vi que eran capaces de hacer lo que querían a pesar de tener a todo el mundo en contra... bueno, pensé que hay que quitarse el miedo de encima.

—El miedo paraliza.

—Sí. ¿Volverán a México?

—Seguro, seguro que vendremos. Gracias por todo, Darío.

Santiago le palmeó la espalda afectuosamente y Victoria lo besó en las mejillas. Darío se quedó mirando cómo se alejaban. Bien, pensó, al final aquellos dos se habían salido con la suya. Se largaban y en paz. Cada uno debe velar por sí mismo, y preguntarse lo que de verdad quiere hacer. Él estaba sereno, aunque todo el mundo le dijera que era un cabrón, le daba lo mismo. Tampoco le importaba lo que Yolanda pudiera contestar a su carta. Una parte de su vida iba a quedar para siempre atrás.

En el avión, Victoria se sentó y miró de reojo a Santiago, que, distraído, se afanaba con el cinturón de seguridad y los periódicos que había en su regazo. «¿Quién es este hombre? —se preguntó—, estoy fugándome con un desconocido.»

Observó sus manos masculinas, las distinguidas sienes canosas. «Este hombre será mi compañero y apenas si sé nada de su vida, ni cuáles son sus convicciones profundas, ni qué le gusta comer». Pero nada de eso tenía importancia, era un hombre de brazos fuertes y acogedores que sonreía, que sentía la misma pasión que ella por él, y ambos serían resistentes como rocas a los embates de la vida. La invadió una enorme felicidad. Lo abrazó de repente, le dio un beso en la cara, rió.

—¿Te ríes? —le preguntó él.

—Es divertido que me rapte un príncipe azul.

—No llevo caballo blanco, pero cuando lleguemos a España puedo alquilar uno y raptarte con todo el ceremonial.

—Será más práctico que alquilemos un piso donde vivir.

—Eso también. ¿Te preocupa algo?

—No.

—A mí tampoco. Sé que todo saldrá bien.

—¿Dios está con nosotros?

—Puedes estar segura.

Victoria volvió a reírse. ¿Estaba fugándose con un loco? Probablemente sí. Aun en aquellos momentos alegres y definitivos, podría haber elaborado una larga lista de razones que demostraban hasta qué punto todo aquello era una locura. Pero le daba igual, lo razonable no tiene por qué ser la única vía hasta la felicidad. Además, tenía la firme convicción de que Santiago estaba en lo cierto: todo saldría bien.

Ramón entró en la casa. Ella se había ido ya, afortunadamente. No le hacía ninguna gracia tener que quedarse en el campamento también el fin de semana. Horizonte despejado, tampoco le gustaba tener que evitarlo a él en la obra. Se había acabado la incomodidad. Miró en las habitaciones, comprobando que Victoria se había dejado bastantes cosas. Las metería en cajas y las enviaría a su casa en España, ella podría pasar a recogerlas allí. No quería ver constantemente sus objetos mientras permaneciera en México. Pensó que, en cierto modo, era preferible que la separación se hubiera producido en un lugar extraño. Cuando acabara su trabajo se marcharía y se desharía con más facilidad de los malos recuerdos. A partir de ese momento, su vida retomaba la normalidad: trabajaría intensamente, como siempre lo hacía. La asistenta continuaría a cargo de la casa, de modo que no tenía que preocuparse por nada durante los fines de semana. El entorno de la colonia era muy agradable, contaba con amigos, seguiría practicando deportes y asistiendo de vez en cuando al club.

No era preciso alterar en nada su vida habitual. Perfecto.

Suponía que Paula no tardaría en marcharse. Mejor, verla deambulando por la colonia sin duda lo pondría nervioso. Era una mujer imprevisible, capaz de emborracharse un día y soltarle algo impertinente delante de los demás.

Los cotilleos que pudieran haberse suscitado entre los habitantes de la colonia no le importaban demasiado. Nadie podía inventar nada malicioso o denigrante para él. Su actitud en aquel asunto había sido clara y digna. Además, todos veían lo que había pasado: un hombre con un matrimonio fracasado por culpa de una esposa alcohólica encuentra la ocasión de librarse de ella y la aprovecha, eso era todo. Y en cuanto a Victoria... una mujer sin mundo, que ha pasado los años entre sus clases y su familia, se deja engatusar la primera vez que oye palabras de seducción: la pasión, el gran amor... literatura barata. Un apaño entre dos. A ver lo que duraba. Si alguien concebía otras versiones no quería saberlo, le daba igual. El que quisiera buscarlo ya sabía dónde encontrarlo: en el mismo lugar de siempre, haciendo lo que siempre había hecho. Los hombres íntegros de quienes nadie tiene nada que decir es así como obran: cumplen con su obligación y se mantienen en su puesto.

Acabada la vuelta de inspección que dio por su propia casa, pensó en llamar a sus hijos. Descartó la idea, lo haría en otra ocasión, hoy quería disfrutar de su nueva paz. La tranquilidad le gustaba por encima de todas las cosas, pero a partir de ese momento aún la valoraría más. Había pasado por nervios, inquietudes e incertidumbres durante aquellos últimos tiempos, de modo que poder reconducir su tiempo y llenarlo de orden y costumbres serenas le parecía un privilegio al que ya no renunciaría jamás.

Entró en el salón y puso un poco de música clásica, a volumen moderado pero que le permitiera oír bien. Luego cogió varios fajos de informes para revisar que había traído de la obra y los dejó sobre el sofá. Añadió los periódicos del día y un libro para cuando hubiera concluido con todo lo anterior. Fue al mueble bar y se sirvió dos deditos de tequila. ¿O quizá sería mejor no beber nada? Aunque los informes que debía revisar no ofrecían ninguna complicación, podía ser más oportuno mantenerse completamente sobrio. ¡Tonterías!, poco podía influirle aquella minúscula cantidad de alcohol. Y quería pasar una velada relajada, con un vaso en la mano y una música agradable flotando en el aire.

Se sentó en la mullida superficie. Probó el tequila. Fuego reconfortante y sabroso, de la mejor calidad. Sacó las gafas de su funda y se las caló. Empezó a leer, pero en seguida se interrumpió. Se quitó las gafas, se puso la mano sobre los ojos y se echó a llorar.

Eran las dos de la mañana y Manuela no había regresado. Solo en casa, Adolfo empezó a preocuparse. El hecho de que hubieran tenido una bronca, quizá la más agria de su vida conyugal, no le daba derecho a desaparecer sin dejar al menos un aviso. ¿Dónde demonios estaría? Lo más probable era que, enfadada, hubiera decidido pasar la noche en casa de alguien de la colonia. Aunque era extraño que no se lo hubiera comunicado para que no se alarmara. No, seguro que no, en la colonia no estaba. «¡Carajo! —exclamó para sí—, ¡maldita histérica!, a su edad, ya con nietos y montando numeritos adolescentes.» Y sólo para que él se sintiera culpable, naturalmente. Claro que no debería haberse hecho el duro esperando tanto tiempo sin ir a buscarla, pero en ningún momento pensó que tuviera la flema de condenarlo a pasar toda la noche preocupado. Y ahora, a las dos de la mañana, ¿cómo iba a telefonear a nadie? ¿Le habría ocurrido algo malo? Estaban en México, no en Madrid, y encima los habían prevenido sobre el peligro de secuestros en los últimos tiempos. Quizá no era mala idea llamar a la policía de San Miguel. Claro que después de una bronca... ésa debía de ser una situación muy habitual: cónyuges que llaman denunciando la desaparición de sus parejas después de haberse peleado. Podía hacer el ridículo de la manera más lamentable. ¿Y si se había quedado durmiendo en algún sofá del club? No, con toda seguridad, su mujer habría evitado todo lo que diera pábulo a los cotilleos. No, había sufrido un percance, cada vez lo veía más claro. Manuela estaba en dificultades y él permanecía de brazos cruzados y, encima, poniéndola verde. Se sintió fatal. En un impulso poco meditado salió a dar una vuelta por la colonia.

Todo estaba en calma. Reinaba una absoluta oscuridad. Se dirigió al club. Parecía cerrado. Pues claro, ¿cómo coño iba a estar a las dos de la mañana? Se paseó por los jardines sin saber qué buscaba. Sus reflexiones se repetían como en un eco: México es un lugar peligroso, peligroso.

Descubrió que dentro de la casa de Susy y Henry había luz. ¿Y si su esposa se encontraba con ellos? No, imposible, eso era absurdo. Debían de estar leyendo o viendo televisión. En cualquier caso no dormían, de modo que no los molestaría si llamaba. No era su estilo pedir ayuda a nadie, pero tampoco solía angustiarse, y en ese momento la angustia lo tenía atrapado. Necesitaba hablar con alguien. Pero pulsar el timbre a aquellas horas se le antojaba muy agresivo y alarmante. Sacó su móvil y marcó el número de Henry.

—¡Adolfo!, ¿qué ocurre?

—Nada, no te asustes. Perdóname, sé que es muy tarde, pero he visto que tenías luz y... bueno, seguramente es una tontería, pero Manuela ha desaparecido y estoy un poco nervioso.

—¿Dónde estás?

—Aquí, cerca de la fuente.

—Te abro.

—Ni hablar, no voy a entrar en tu casa a estas horas. Sal tú y charlamos un rato.

Inmediatamente vio llegar a Henry con su paso seguro de hombre joven y sólo esa imagen ya logró tranquilizarlo. «Un hombre joven tranquiliza», pensó, sintiéndose viejo por primera vez en mucho tiempo.

—¡Adolfo, ¿qué pasa?!

—Lo siento, muchacho, sabes que para el trabajo no soy alarmista, pero, ¡caray!, estoy nervioso. Mi mujer no aparece por ningún lado, ni da señales de vida. He empezado a preocuparme, la verdad.

—¿No contesta en su móvil?

—Se empeña en no llevar uno. Temo que le haya pasado algo grave.

—Tranquilízate. ¿Has avisado a la policía de San Miguel?

—No me he atrevido. En realidad... bueno, sólo falta desde esta tarde.

—¿Dónde puede estar?

—No sé. Habíamos discutido.

El americano se quedó mirándolo con perplejidad. Adolfo se sintió humillado, se enfureció para sus adentros. Un hombre de su edad teniendo que contar estúpidas intimidades a un chico veinte años más joven que él y del que, encima, era el jefe. ¡Joder, en cuanto viera a Manuela le iba a soltar todo lo que pensaba! ¡Ya estaba bien de convivencias respetuosas, de diplomacias conyugales y aplicación de consejos eternos del tipo: «En el matrimonio hay que saber aguantar»! ¡Ya estaba bien de mujeres hechas y derechas que se comportaban como niñas mimadas! En su caso específico ése era el problema: había mimado a su esposa hasta el límite, la había preservado de la dureza del mundo mientras era él quien arrostraba el rigor y la fealdad. Pero, en fin, no podía permitirse el lujo de montar en cólera frente a Henry, que aún lo miraba con cara de susto.

—Creo que voy a volver a casa y me meteré en la cama. Es inútil ponerse nervioso. Supongo que en el transcurso de la noche aparecerá, pero si mañana por la mañana no fuera así, iré a la comisaría para dar parte. Tú vuelve también, Susy debe de estar preocupada.

—¡No, qué va! Se ha encerrado en el dormitorio. Dice que no quiere verme. Lleva allí desde las nueve. No creo que piense abrir.

—¡Carajo!, ¿qué le pasa?, ¿también habéis discutido?

—No exactamente. Pero es que Susy... en fin, aunque no lo parezca no es fácil vivir con ella.

—¿Con ella? ¡Ya me dirás con qué mujer lo es! Vente a mi casa, tomaremos un whisky. Llévate el teléfono por si ella se despierta.

Se sentaron frente a frente en los sillones del salón. Adolfo trajo una botella de su mejor bourbon. Sirvió, sintiendo un cierto alivio al ver el color ámbar del licor sobre el hielo.

—Algo ocurre, muchacho. ¿En América es igual?

—¿A qué te refieres?

—A toda esta coña del matrimonio, a esta crisis, en fin.

—Allí hace muchos años que la gente se divorcia.

—Sí, pero es como si lo de ahora fuera más general. ¡No hay más que echar una mirada a la colonia!

—La convivencia es difícil, Adolfo. Tú llevas más tiempo casado que yo y lo sabes bien. Es algo más que un tópico. Si las personas tuviéramos facilidad para los cambios... pero no la tenemos. He llegado a pensar que no se cambia nunca. Al final cada uno se mete en su piel y no hay manera de acoplarse a tu pareja. Aunque hayas pensado que sí, aunque hayas elaborado estrategias racionales para soslayar lo que te molesta del otro, para evitar en ti lo que pueda molestar.

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