Diecinueve minutos (20 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

BOOK: Diecinueve minutos
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—Pues entonces ven conmigo.

Alex sacudió la cabeza en señal de negación.

—No puedo, Josie —dijo con suavidad—. A mí me tocará juzgar el caso.

Vio que Josie se ponía pálida, y comprendió que hasta ese momento Josie no había pensado en ello. El juicio, por sí mismo, iba a levantar un muro aún más alto entre ambas. Como jueza habría información que no podría compartir con su hija, y para ésta supondría una falta de confianza. Mientras Josie estuviera luchando por superar aquella tragedia, Alex estaría metida en ella hasta el cuello. ¿Por qué había pensado tanto en el hecho de ser la jueza de aquel caso, y tan poco en lo mucho que podía afectar a su hija? En aquellos momentos, lo que menos le importaba a Josie era que su madre fuese una jueza justa. Lo único que quería, lo único que necesitaba, era una madre. Y la maternidad, a diferencia del derecho, nunca se le había dado muy bien a Alex.

De repente, pensó en Lacy Houghton, una madre que en aquellos momentos estaba en un círculo del infierno por completo diferente. Ella habría agarrado de la mano a Josie con toda sencillez y se habría sentado con ella. Habría sabido mostrarse accesible y compasiva en lugar de artificiosa. Pero Alex, que nunca había sido una madre de estilo matriarcal, tuvo que retrotraerse años en su memoria para recordar algún momento de especial comunicación, algo que Josie y ella hubieran hecho alguna vez y que pudiera funcionar otra vez para mantenerlas unidas.

—¿Por qué no vas arriba a cambiarte, y luego nos ponemos a hacer crepes? A ti te gustaban mucho.

—Sí, cuando tenía cinco años…

—¿Galletas de chocolate, entonces?

Josie se quedó mirando a Alex, pestañeando.

—¿Has fumado algo?

Alex se sintió ridícula, pero estaba desesperada por demostrarle a Josie que podía cuidar de ella y lo haría, y que el trabajo era una cuestión secundaria. Se levantó y abrió varios armarios, hasta dar con un juego de Scrabble.

—Bueno, ¿y qué me dices de esto? —dijo Alex, sosteniendo la caja entre las manos—. Apuesto a que eres incapaz de derrotarme.

Josie pasó junto a ella, empujándola ligeramente.

—Tú ganas —dijo con voz opaca, y salió de la cocina.

El estudiante al que estaba entrevistando la cadena afiliada a la CBS de Nashua recordaba a Peter Houghton de la clase de inglés de noveno curso.

—Teníamos que inventarnos una historia narrada en primera persona. Tenías que elegir un personaje, el que quisieras —explicaba el chico—. Peter escogió el de John Hinckley
[6]
. Por las cosas que decía, parecía que hablaba desde el infierno, pero al final resultaba que estaba en el cielo. La profesora se quedó helada. Le enseñó la redacción al director y todo. —El chico vacilaba, mientras se rascaba con el pulgar la costura lateral de los vaqueros—. Peter les dijo que se trataba de una licencia poética, y de un narrador con disfraz… Eran cosas que habíamos estudiado en clase. —Miró a la cámara—. Me parece que le pusieron sobresaliente.

Patrick se quedó dormido detenido en un semáforo en rojo. Soñó que corría por los pasillos del instituto, y que oía disparos, pero cada vez que doblaba una esquina se encontraba suspendido en mitad del aire y el suelo había desaparecido bajo sus pies.

Despertó sobresaltado por un bocinazo.

Hizo un gesto de disculpa con la mano hacia el vehículo que le adelantó y él dirigió el suyo al laboratorio de criminalística del Estado, donde se había dado prioridad a las pruebas balísticas. Al igual que Patrick, los técnicos del laboratorio llevaban trabajando día y noche.

Su técnico preferida, y en la que más confiaba, era una mujer llamada Selma Abernathy, una abuela de cuatro nietos que conocía mejor los últimos adelantos que cualquier maniático de la tecnología. Levantó la vista cuando Patrick entró en el laboratorio y arqueó una ceja.

—Tú te has echado una siesta —le acusó.

Patrick movió la cabeza en señal de negación.

—Palabra de boy scout.

—Tienes demasiado buen aspecto para alguien que está agotado.

Él sonrió con una mueca.

—Selma, de verdad, ya sé que estás loca por mí, pero tienes que superarlo.

Ella se ajustó los lentes sobre la nariz.

—Tesoro, soy lo bastante inteligente como para no perder la cabeza por alguien que convertiría mi vida en un infierno. ¿Quieres tus resultados, sí o no?

Patrick la siguió hasta una mesa sobre la que había cuatro armas de fuego: dos pistolas y dos escopetas de cañones recortados. Cada una llevaba su etiqueta: arma A, arma B (las dos pistolas); arma C y arma D (las escopetas). Reconoció las pistolas, eran las que habían encontrado en el vestuario, una de ellas en manos de Peter Houghton y la otra a corta distancia de él, sobre el suelo de baldosas.

—Primero he buscado huellas ocultas —dijo Selma, mostrándole los resultados a Patrick—. El arma A tiene una huella que encaja con las de tu sospechoso. Las armas C y D estaban limpias. En el arma B he encontrado una huella parcial que no permite ninguna conclusión.

Selma señaló con la cabeza hacia el fondo del laboratorio, donde había unos enormes barriles de agua que eran utilizados para las pruebas balísticas. Patrick sabía que Selma debía de haber efectuado en ellos las pruebas pertinentes con cada una de las armas. Cuando se dispara una bala, ésta describe un movimiento giratorio al atravesar el interior del cañón, cuyas estrías dejan marcas características en el metal de la bala. Es así como se sabe con qué arma se ha disparado. A Patrick le serviría de gran ayuda para reconstruir los movimientos de Peter Houghton: en qué puntos se había detenido para disparar, cuál era el arma que había utilizado en cada caso.

—El arma A fue la que utilizó primordialmente. Las armas C y D estaban en la mochila que se encontró en la escena del crimen. Lo cual no deja de ser una buena noticia, porque seguramente habrían causado mucho más daño. Todas las balas recuperadas de los cuerpos de las víctimas se dispararon con el arma A, la primera pistola.

Patrick se preguntó de dónde habría sacado Peter Houghton todo aquel armamento. Pero al mismo tiempo reparó en que en Sterling no era difícil encontrar a alguien que fuera a cazar o a disparar al blanco en un viejo estanque en el bosque.

—Por los restos de pólvora, se puede asegurar que el arma B fue disparada. Sin embargo, de momento no hemos encontrado ninguna bala que lo corrobore.

—Aún se está trabajando…

—Déjame que acabe —dijo Selma—. Hay otra cosa interesante con respecto al arma B, y es que se encasquilló después del disparo. Al examinarla, encontramos dos balas cargadas.

Patrick se cruzó de brazos.

—¿No hay ninguna huella en el arma? —insistió.

—Hay una huella en el gatillo, pero no es concluyente… Es posible que se borrara a medias al soltarla el sospechoso, pero no podría asegurarlo a ciencia cierta.

Patrick asintió y señaló hacia el arma A.

—Ésta es la que soltó cuando lo encontré en el vestuario. De modo que, presumiblemente, es la última que disparó.

Selma alzó una bala con unas pinzas.

—Es probable. Esta bala se extrajo del cerebro de Matthew Royston —dijo—. Y las marcas de las estrías concuerdan con las del arma A.

El chico del vestuario, el que habían encontrado con Josie Cormier.

La única víctima que había recibido dos disparos.

—¿Y el balazo en el estómago? —preguntó Patrick.

Selma meneó la cabeza.

—Lo atravesó, con orificio de entrada y de salida. Hasta que no me traigas los restos de bala, no sabremos si fue disparada con el arma A o con la B.

Patrick se quedó mirando las armas.

—Había utilizado el arma A todo el tiempo que fue disparando por el instituto. No alcanzo a imaginar qué le hizo cambiar de pistola.

Selma lo miró. Él se fijó en los círculos oscuros bajo sus ojos, el precio de aquella noche sin dormir.

—Yo más bien no alcanzo a imaginar qué le hizo utilizar ni la una ni la otra.

Meredith Vieira miraba con gravedad, sin apartar los ojos de la cámara. Había perfeccionado el gesto a adoptar con ocasión de una tragedia nacional.

—Siguen acumulándose detalles en el caso del asalto con disparos al Instituto Sterling —decía—. Para conocerlos, recuperamos la conexión con Ann Curry, en el estudio. ¿Ann?

La presentadora de noticias asintió con un gesto.

—Hoy, los investigadores han sabido que fueron cuatro las armas que entraron en el Instituto Sterling, aunque el autor de los disparos sólo utilizó dos de ellas. Asimismo, hay pruebas de que Peter Houghton, el sospechoso, es un fan de un grupo de punk extremo llamado Death Wish, y que solía enviar correos a las páginas de fans del grupo en Internet, y bajarse las letras de las canciones a su computadora personal. Unas letras que, después de lo sucedido, hacen que algunas personas se pregunten qué cosas deberían o no deberían escuchar los muchachos.

En la pantalla verde situada por detrás de sus hombros apareció el texto:

Cae la nieve negra

Camina el cadáver de piedra

Ríen esos bastardos

Los voy a matar a todos, el día de mi Juicio Final.

Los bastardos no ven

La sangrienta bestia que hay en mí

El segador cabalga libre

Los voy a matar a todos, el día de mi Juicio Final.

—La canción
Juicio Final
, de Death Wish, encierra un augurio sobrecogedor de un suceso que se convirtió en una amarga realidad en Sterling, New Hampshire, en la mañana de ayer —decía Curry—. Raven Napalm, solista de Death Wish, ofreció una conferencia de prensa la pasada noche.

En la pantalla apareció de pronto un joven con una cresta negra, sombra de ojos dorada y cinco piercings en forma de aro en el labio inferior, delante de un grupo de micrófonos.

—Vivimos en un país en el que los chicos americanos están muriendo porque los enviamos al otro lado del mar a matar a la gente por petróleo. Y, en cambio, cuando un pobre chaval alterado que es incapaz de apreciar la belleza de la vida va y actúa erróneamente, dejándose llevar por la rabia y disparando en un colegio, la gente se pone a señalar con el dedo a la música heavy-metal. El problema no está en la letra de las canciones, sino en el tejido social.

El rostro de Ann Curry volvió a ocupar por entero la pantalla.

—Iremos sabiendo más cosas de la tragedia de Sterling a medida que vayan produciéndose las noticias. Por lo que respecta a la información nacional, el pasado miércoles el Senado no aprobó el proyecto de ley sobre control de armas, aunque el senador Roman Nelson apunta a que no se trata del capítulo final en esta lucha. Hoy le tenemos con nosotros desde Dakota del Sur. ¿Senador?

A Peter le pareció que no había pegado ojo en toda la noche, pero en cualquier caso no oyó al funcionario de prisiones cuando se acercó hasta su celda, y se sobresaltó al oír el chirrido de la puerta de metal al abrirse.

—Eh —dijo el guardián, que le tiró algo a Peter—. Ponte esto.

Él sabía que aquel día iban a llevarlo al juzgado, así se lo había dicho Jordan McAfee. Pensó que le daban un traje, o algo así. ¿Acaso la gente no iba siempre vestida con traje cuando se presentaban ante el tribunal, aunque vinieran directamente de la cárcel? Se suponía que era para granjearse la simpatía pública. Así lo había visto él en la televisión.

Pero lo que le dieron no era ningún traje. Era un chaleco antibalas.

En la celda de espera, ubicada bajo los juzgados, Jordan encontró a su cliente tumbado de espaldas en el suelo, protegiéndose los ojos con el brazo. Peter llevaba puesto un chaleco antibalas, un mensaje mudo que decía que todos cuantos atestaban la sala aquella mañana tenían deseos de matarle.

—Buenos días —dijo Jordan, y Peter se incorporó.

—O no —masculló.

Jordan no replicó. Se inclinó acercándose un poco más a los barrotes.

—Te cuento el plan. Te han imputado diez cargos de asesinato en primer grado y diecinueve cargos de intento de asesinato en primer grado. Voy a renunciar a la lectura de las reclamaciones, ya iremos con eso de forma individual en algún momento. Lo que tenemos que hacer ahora es entrar ahí y presentar una declaración de no culpabilidad. No quiero que digas ni una palabra. Si tienes alguna pregunta que hacerme, me la dices en voz baja. Durante la próxima hora, y a todos los efectos, eres mudo. ¿Lo has entendido?

Peter lo miraba con fijeza.

—Perfectamente —dijo con hosquedad.

Pero Jordan miraba las manos de su cliente. Le temblaban.

Entre el cúmulo de cosas que se llevaron de la habitación de Peter Houghton había:

Una computadora portátil Dell.

CD de juegos: Mortal Kombat; Grand Theft Auto 2.

Tres pósters de fabricantes de armas.

Tubos de diferentes medidas.

Libros:
El guardián entre el centeno
, de Salinger;
El arte de la guerra
, de Clausewitz; cómics novelados de Frank Miller y Neil Gaiman.

DVD:
Bowling for Columbine
.

Un anuario del Instituto Sterling con algunos de los rostros señalados con un círculo en negro. Junto a uno de los rostros, marcado con una X, las palabras: DEJAR QUE VIVA bajo la foto. El pie de foto identificaba a la chica como Josie Cormier.

La chica habló en voz tan baja que el micrófono que colgaba sobre su cabeza como una piña apenas era capaz de recoger los hilos enmarañados de su voz.

—La clase de la señora Edgar estaba justo al lado de la del señor McCabe, y a veces podíamos oírles cuando movían las sillas o respondían en voz alta —decía—. Pero aquella vez oímos gritos. La señora Edgar empujó su mesa hasta ponerla contra la puerta y nos dijo a todos que nos fuéramos a la otra punta del aula, junto a las ventanas, y que nos sentáramos en el suelo. Los disparos sonaban como palomitas. Y entonces… —Se detuvo y se secó los ojos—. Y entonces dejaron de oírse los gritos.

Diana Leven no esperaba que el autor de los disparos fuera tan joven. Peter Houghton estaba esposado y encadenado, y llevaba el traje naranja de los reclusos y un chaleco antibalas, pero aún tenía la afrutada piel de las mejillas propia de un chico que todavía no ha llegado al final de la pubertad, y habría apostado algo a que todavía no se afeitaba. También los anteojos la inquietaron. La defensa trataría de sacarle todo el partido posible a esa baza, de eso estaba segura, alegando que un miope no podía ser buen tirador.

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