Diecinueve minutos (28 page)

Read Diecinueve minutos Online

Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

BOOK: Diecinueve minutos
4.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Kelly? —dijo el psiquiatra, agachándose delante de ella—. ¿Sabes lo que es una cesárea?

—Ajá… —gruñó Kelly.

El psiquiatra se puso de pie.

—Tiene capacidad para dar su consentimiento, mientras un juez no dictamine lo contrario.

Lacy se quedó boquiabierta.

—¿Ya está?

—Tengo otras seis consultas esperando —le espetó el psiquiatra—. Lamento haberla decepcionado.

Mientras él se marchaba, Lacy le soltó:

—¡No es a mí a quien ha decepcionado! —Se agachó junto a Kelly y le apretó la mano—. Bueno, bueno. Yo cuidaré de ti. —Improvisó una oración dirigida a quienquiera que fuera capaz de mover las montañas en que podían convertirse los corazones de los hombres. Luego alzó la mirada hacia el médico—. Sobre todo, no le haga daño —dijo con suavidad.

El médico se pellizcó en el arco de la nariz.

—Diré que le pongan la epidural —suspiró.

Y sólo entonces Lacy se dio cuenta de que había estado aguantando la respiración.

Lo último que tenía ganas de hacer Josie era salir a cenar con su madre y pasarse tres horas viendo cómo maîtres, cocineros y otros comensales la adulaban. Era la celebración del cumpleaños de Josie, así que, la verdad, no entendía por qué no podían pedir comida china por teléfono y alquilar un vídeo. Pero su madre no dejaba de insistir en que, si se quedaban en casa sin salir, aquello no sería una celebración ni sería nada. Así que allí estaba ella, detrás de su madre como una dama de honor.

Lo había ido contando todo: cuatro veces «Encantado de verlas, Su Señoría»; tres veces «Sí, Su Señoría»; dos «Es un verdadero placer, Su Señoría». Y una vez: «Para Su Señoría, tenemos la mejor mesa de la casa». Josie había leído a veces en la revista
People
que había famosas a las que siempre les hacían regalos las marcas de bolsos y las zapaterías, y les daban entradas gratis para primeras representaciones en Broadway o para el Yankee Stadium… A fin de cuentas, su madre era una famosa de la ciudad de Sterling.

—No puedo creer —decía su madre —que tenga una hija de doce años.

—¿Ahora es cuando yo debería decir que debiste de ser una niña muy precoz?

Su madre se rió.

—Bueno, estaría bien.

—Dentro de tres años y medio ya podré conducir —señaló Josie.

Su madre golpeó con el tenedor en el plato.

—Gracias por recordármelo.

El camarero se acercó a la mesa.

—Su Señoría —dijo, depositando una bandeja con caviar delante de la madre de Josie—, el chef desearía obsequiarlas con este aperitivo.

—Qué asco, ¿huevas de pescado?

—¡Josie! —Su madre dirigió al camarero una sonrisa de apuro—. Por favor, déle las gracias al chef.

Podía sentir la mirada de su madre fija en ella.

—Bueno, ¿qué? —soltó al fin desafiante.

—Nada, sólo que le habrás parecido una mocosa malcriada, nada más.

—¿Por qué? ¿Porque no me gusta tener un montón de embriones de pez delante de las narices? Tú tampoco te los comes. Yo al menos he sido sincera.

—Y yo he sido discreta —dijo su madre—. ¿No te parece que es posible que ahora el camarero vaya y le diga al chef que menuda hija tiene la jueza Cormier?

—¿Y eso debería importarme?

—A mí me importa. Lo que tú haces repercute en mí, y yo tengo una reputación que proteger.

—¿Reputación de qué? ¿De alguien a quien le gusta que le hagan la corte?

—De alguien que está fuera del alcance de las críticas tanto dentro como fuera del tribunal.

Josie ladeó la cabeza.

—¿Y si yo hiciera algo malo?

—¿Malo? ¿Cómo de malo?

—Digamos… que fumara droga, por ejemplo —dijo Josie.

Su madre se quedó petrificada.

—¿Hay algo que quieras contarme, Josie?

—Por Dios, mamá, no fumo droga. Lo decía en sentido hipotético.

—Porque ya sabrás que ahora que estás en la secundaria te encontrarás con chicos y chicas que hacen cosas peligrosas… o simplemente estúpidas… Y espero que tú seas…

—… lo bastante fuerte como para saber decir que no —concluyó Josie, imitándola con burla—. Ya. Captado. Pero ¿y si no fuera así, mamá? ¿Y si llegas un día a casa y me encuentras colocada en la sala de estar? ¿Me entregarías?

—¿Qué quieres decir con, si te entregaría?

—A la poli. Si llamarías a la policía y les enseñarías… —Josie sonrió de medio lado— …¡mi montoncito de hachís!

—No —dijo su madre—. No te denunciaría.

Cuando era más pequeña, Josie pensaba que al crecer se parecería a su madre: huesos delicados, pelo oscuro, ojos claros. En sus rasgos había todos esos elementos, pero al ir haciéndose mayor había empezado a parecerse a otra persona totalmente diferente, alguien a quien ella no había llegado a conocer. A su padre.

Se preguntaba si su padre, al igual que la propia Josie, era capaz de memorizar las cosas en un instante, y de imaginarlas en la página simplemente cerrando los ojos. Se preguntaba si su padre desafinaba al cantar y si le gustaban las películas de miedo. Se preguntaba si tenía las cejas en línea recta, tan diferentes de los delicados arcos de las cejas de su madre.

Se preguntaba, punto.

—Si no me denuncias porque soy tu hija —insistió Josie—, entonces no estarías siendo justa, ¿no?

—En ese caso estaría actuando como madre, no como jueza. —Su madre pasó la mano por encima de la mesa y le tocó en el brazo, lo cual le resultó raro, pues en general no era de esas personas toconas—. Josie, siempre que quieras puedes acudir a mí, ya lo sabes, ¿verdad? Cuando necesites hablar, yo te escucho. No te vas a meter en un lío con la justicia por decírmelo… no si tú eres la implicada, ni siquiera si lo fueran tus amigos.

Para ser del todo sincera, Josie no tenía muchos. Estaba Peter, a quien conocía desde siempre… A pesar de que Peter ya no iba a su casa ni viceversa, seguían juntándose en el colegio, y era la última persona en el mundo a la que Josie imaginaría haciendo algo ilegal. Sabía de sobra que una de las razones por las que las demás chicas excluían a Josie del grupo era porque ella siempre salía en defensa de Peter, pero se decía a sí misma que eso le daba igual. No era lo que quería, estar rodeada de gente a la que lo único que le importaba era lo que pasaba en las series de televisión tipo «One Life to Live», y que ahorraban el dinero que ganaban como niñeras para ir al Limited. A veces le parecían personas tan vacías que a Josie le daba por pensar que, si hurgaba en ellas con un lápiz afilado, explotarían como un globo.

Así que, ¿por qué preocuparse si ella y Peter no eran populares? Siempre le estaba diciendo a Peter que eso no importaba, de modo que ya podía empezar a creérselo ella misma.

Josie se deshizo del contacto de la mano de su madre y fingió que estaba maravillada con la sopa de crema de espárragos. No sabía qué tenían los espárragos que a ella y a Peter les hacían mucha gracia. Una vez habían hecho un experimento consistente en comprobar cuántos tenías que comerte para que el pipí te oliera raro. Por Dios que no habían necesitado ni dos mordiscos.

—Y deja ya de poner tu voz de juez —dijo Josie.

—¿Mi qué?

—Tu voz de juez. La que pones cuando contestas al teléfono. O cuando estás en público. Como ahora.

Su madre frunció el entrecejo.

—Qué tontería, es la misma voz que…

El camarero se presentó como deslizándose, como si fuera patinando por todo el comedor.

—No pretendía interrumpirlas… ¿Está todo a su gusto, Su Señoría?

Sin alterarse en lo más mínimo, su madre se volvió hacia el camarero.

—Está todo delicioso —dijo, congelando la sonrisa hasta que se marchó; entonces se volvió de nuevo hacia Josie—. Es mi voz de siempre.

Josie la observó, y luego miró hacia la espalda del camarero.

—Ya, puede que sí —dijo.

El otro integrante del equipo de fútbol que hubiera estado más a gusto en cualquier otro sitio se llamaba Derek Markowitz. Se presentó a Peter un día en que estaban los dos sentados en el banquillo, durante un partido con North Haverhill.

—¿A ti quién te ha obligado a anotarte? —le preguntó Derek, y cuando Peter le dijo que su madre, respondió—: A mí también la mía. Es nutricionista, y está que no caga con el fitness.

Durante la cena, Peter les decía a sus padres que el entreno había ido de primera. Les contaba cosas inventadas a partir de los partidos que había visto jugar a los demás: proezas deportivas que él jamás podría haber realizado. Lo hacía para ver a su madre volverse hacia Joey y decir cosas tales como:

—Ya lo ves, no eres el único deportista de la familia.

Cuando en alguna ocasión habían ido a animarle en algún partido, y Peter no había abandonado el banquillo, les decía que era porque el entrenador sólo ponía a sus preferidos. Cosa que, en cierto modo, era verdad.

Derek compartía con Peter la condición de ser uno de los peores jugadores de fútbol del planeta. Era tan blanco que las venas parecían un mapa de carreteras bajo su piel, y tenía el pelo tan claro que era muy difícil distinguirle las cejas. Ahora, siempre que había partido se sentaban juntos en el banquillo. A Peter le gustaba, porque pasaba de contrabando barras de Snickers en los entrenamientos y se las comía cuando el entrenador no miraba; y también porque sabía contar chistes. La cosa llegó al punto de que Peter estaba deseando que llegara otro entrenamiento de fútbol, sólo por oír las cosas que decía Derek… Aunque al cabo de poco, Peter empezó a preocuparse una vez más por la duda de si le gustaba Derek por ser quien era, o porque él era gay; y entonces se apartaba un poco de su lado, o se decía que, por encima de todo, no miraría a Derek a los ojos en todo el entrenamiento, no fuera a ser que se hiciera una idea equivocada.

Un viernes por la tarde estaban sentados en el banquillo, viendo cómo los demás jugaban contra Rivendell. Todo el mundo sabía que Sterling podía propinarle una paliza a Rivendell con los ojos cerrados, pero eso no era motivo suficiente para que el entrenador sacara a Peter o a Derek en un partido de liga de verdad. En el último minuto del partido, el marcador señalaba algo tan humillante como Sterling 24, Rivendell 2, y Derek le estaba contando a Peter otro chiste de los suyos.

—Un pirata entra en un bar con la pata de palo, el parche en el ojo y el loro en la hebilla del cinturón. El camarero le dice: «Eh, amigo, llevas el loro en el cinturón». Y el pirata le contesta: «Sí, ya lo sé, arrrrgh. Ya me está rompiendo los huevos».

—Buen partido —dijo el entrenador, felicitando a cada uno de los jugadores con un apretón de manos—. Buen partido, chico. Buen partido.

—¿Vienes? —preguntó Derek, poniéndose de pie.

—Sí, ve tú, ahora voy —dijo Peter, y mientras estaba agachado atándose las botas, vio pararse un par de zapatos de mujer delante de él. Unos zapatos que conocía bien, porque siempre los pisaba sin querer cuando pasaba por el vestidor de la entrada de su casa.

—Hola, cielo —dijo su madre con una sonrisa.

Peter se quedó helado. ¿A qué chico de secundaria su madre lo iba a buscar a la cancha de juego, como si saliera del jardín de infantes y necesitara que le dieran la mano para cruzar la calle?

—Déjame a mí, Peter —le dijo su madre.

Tuvo tiempo de ver cómo el equipo, en lugar de meterse en el vestuario, como de costumbre, se quedaba para presenciar su última humillación. Cuando ya pensaba que las cosas no podían ir peor, su madre se fue derecho hacia el entrenador.

—Señor Yarbrowski —le dijo—, ¿podría hablar con usted?

«Tierra, trágame», pensó Peter.

—Soy la madre de Peter. Me preguntaba por qué no hace salir a mi hijo en los partidos.

—Son motivos tácticos, señora Houghton. Además, estoy dándole tiempo a Peter para que se ponga al nivel de algunos de los otros…

—Estamos a mitad de temporada, y mi hijo tiene el mismo derecho que cualquier otro a jugar en este equipo de fútbol.

—Mamá —la interrumpió Peter, preguntándose por qué no había terremotos en New Hampshire, por qué no se abría una grieta bajo sus pies y se la tragaba a media frase—. Déjalo ya.

—Tranquilo, Peter, yo me encargo de esto.

El entrenador se pellizcó el arco de la nariz, entre los ojos.

—Haré salir a Peter en el partido del lunes, señora Houghton, pero no va a ser muy bonito.

—No tiene por qué ser bonito, basta con que sea divertido. —Se volvió hacia Peter sonriente; no tenía ni idea—. ¿Está bien?

Peter casi no podía ni oírla. La vergüenza le zumbaba con tal fuerza en los oídos, que sólo era capaz de distinguir el murmullo sordo de sus compañeros. Su madre se agachó delante de él. Nunca antes había comprendido lo que era amar y odiar a alguien al mismo tiempo, pero ahora estaba empezando a captarlo.

—En cuanto te vea en acción, te pondrá de titular. —Le dio unas palmaditas en la rodilla—. Te espero en el estacionamiento.

Los demás jugadores se reían mientras él pasaba junto a ellos.

—Es el niñito de mamá —le decían—. ¿Siempre te saca las castañas del fuego, marica?

Una vez en el vestuario, se sentó y se quitó las botas. Se le había hecho un agujero en el calcetín, por el que le salía el dedo gordo, y se quedó mirándoselo como si ese hecho fuese algo verdaderamente asombroso, y no porque estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano por no llorar.

Casi se le salió el corazón del pecho cuando notó que alguien se sentaba a su lado.

—Peter —dijo Derek—, ¿estás bien?

Peter intentó decir que sí, pero era incapaz de hacer que aquella mentira le saliera de la garganta.

—¿En qué se diferencia este equipo de un ramo de rosas? —le preguntó Derek.

Peter sacudió la cabeza.

—En el ramo sólo hay capullos a veces. —Derek sonrió de medio lado—. Nos vemos el lunes.

Para Josie, Courtney Ignatio era una de esas chicas que siempre parecen ir vestidas con una camiseta de tirantes de las que dejan el ombligo al aire. De las que en los recitales organizados por los estudiantes se inventaba bailes al son de canciones como
Bootylicious
o
Lady Marmalade
. Courtney había sido la primera alumna de séptimo curso en tener teléfono móvil. Era de color rosa, y a veces sonaba en mitad de la clase, aunque los profesores no se enojaban nunca con ella.

Cuando la emparejaron con Courtney en la clase de ciencias sociales para hacer un cuadro cronológico de la guerra de la independencia, Josie refunfuñó, porque estaba segura de que le iba a tocar hacer todo el trabajo. Pero Courtney la invitó a su casa para organizarse, y la madre de Josie le dijo que, si no iba, entonces sí cargaría con el peso de todo. Así que allí estaba, sentada en la cama de Courtney, comiendo galletas de chocolate y organizando fichas de anotaciones.

Other books

Footsteps in Time by Sarah Woodbury
Rodzina by Karen Cushman
The Heartbreak Cafe by Melissa Hill
Lovers Unchained by Siren Allen
Death of a Ghost by Margery Allingham
Martinis and Mayhem by Jessica Fletcher