Authors: Jens Lapidus
Mrado interrumpió el relato de Nenad:
—Bien hecho.
—Sí, el carcelero cayó a plomo. Cuando era niño siempre le preguntaba a mi abuelo cómo se había atrevido. ¿Sabes lo que decía?
—No. No he oído esta historia antes.
—Decía: No soy creyente ni religioso. Pero la dignidad, Nenad, la dignidad serbia... El carcelero estaba pisoteando el honor de ese hombre y por lo tanto también el mío. No hice eso por Jesús, sino por el honor. Mi abuelo acabó mal por lo que hizo. Recuerdo sus brazos arqueados cuando yo era pequeño. Pero nada podía con él. Sabía que conservaba su dignidad.
Mrado comprendió. Sabía que Nenad tenía razón. La dignidad estaba por encima de todo. Radovan había pisoteado la de Mrado.
Mrado debía devolver la patada. No había marcha atrás. Iban a la guerra.
Sólo uno de ellos resultaría vencedor. Mrado volvió a palpar una vez más. El revólver estaba en el bolsillo interior.
Dejaron atrás Djursholm. Pronto llegarían.
Näsbypark, tan tranquilo como siempre.
Aparcó el Porsche lejos de la casa de Radovan.
Se ajustaron los cierres de velcro de los chalecos antibalas. Comprobaron dos veces la munición de sus armas.
Se dirigieron serios hacia la casa.
El exterior estaba todo lo oscuro que puede estar en julio.
Radovan debería estar en casa. Conocían a su antiguo jefe. Cada dos jueves, el tipo jugaba al póquer por las noches con sus colegas de juego. Goran, Berra K y algunos otros tíos más mayores. Mrado pensó: a él nunca le habían invitado.
La partida solía terminar a las doce de la noche. Después, Rado se iba a casa.
Ya estaría en casa.
Mrado y Nenad subieron por el camino de gravilla hasta el acceso de la casa. Se encendió un foco automáticamente.
La puerta se abrió antes de que llegaran a llamar al timbre.
Stefanovic estaba en el hueco de la puerta con una mano dentro de la chaqueta.
Dijo con voz lenta, pronunciando claramente en serbio:
—¿Qué hacéis
vosotros
aquí a estas horas?
Mrado contestó:
—Venimos a ver a Rado. Suele estar en casa a estas horas. Es importante.
Stefanovic, totalmente vigilante. Delante de él: los dos hombres que Radovan había decidido degradar. Peligrosísimos. Uno, un asesino a sueldo, un mercenario, un extorsionador, una máquina de matar humana. El otro, un magnate de la cocaína, un traficante, rey de los chulos con debilidad por las acciones radicales.
Armados hasta arriba. Un paso en falso y la cosa podía explotar.
—Creo que Radovan ya se ha acostado. Lo siento. Podríais llamar mañana.
—No. Tiene que vernos ahora.
Stefanovic cerró la puerta. Mrado y Nenad se quedaron fuera.
Buscaron con la mirada movimiento tras las ventanas.
Pasaron tres minutos.
Entendieron que Rado había comprendido. Nunca se atrevería a dejarles entrar en su casa. ¿Cómo iba a saber si no habrían ido a cargárselo?
Stefanovic volvió a salir.
—Accede a veros. Acompañadme por aquí.
Stefanovic les guió ante él hacia el garaje; inteligente, él les veía pero ellos tenían que girar la cabeza para verle. Abrió la puerta del garaje. Mrado miró hacia el interior. Estaba a oscuras. Mrado adivinó un Saab y el Lexus de Rado. Además un Jaguar, una moto y el Range Rover que había recogido a Mrado para la reunión en la torre de saltos de esquí hacía tres meses.
Stefanovic les pidió que avanzaran. Posiblemente le diera tiempo a disparar a uno de ellos, pero no a los dos.
—Quedaos aquí. Voy a buscar a Radovan.
Se quedaron solos en el garaje. La puerta aún abierta. Mrado oyó un ruido y supo lo que era; Nenad sacó su pistola del bolsillo interior.
Mrado hizo lo mismo.
Oyó que la puerta de la casa se abría y volvía a cerrar.
No vieron a nadie, sólo oyeron la voz de Stefanovic:
—De acuerdo, queremos que volváis a guardaros las armas. Poned los brazos en cruz. Enseguida, vamos. Hemos decidido que tengáis vuestra conversación con Radovan en el garaje. Ya sabéis, su hija duerme en la casa y no quiere que la molesten.
Mrado siguió sujetando su revólver.
—Olvídalo. Aquí ya no va a pasar nada más incondicionalmente. Radovan tiene que llevar los brazos a la vista y a los lados cuando salga de la oscuridad. La cosa es sencilla. El que no lleve los brazos caídos va a acabar con el careto como un colador.
Mrado oyó que Radovan se reía en la oscuridad.
Al menos el tío conservaba el sentido del humor.
Salió. Los brazos caídos. Valiente.
Radovan, cara a cara con sus antiguos subordinados en rebeldía.
Mrado hizo lo mismo.
A Stefanovic se le veía. Los brazos rectos hacia abajo.
Nenad siguió el ejemplo.
Cuatro hombres en un garaje de lujo. Se miraban fijamente.
Radovan dijo:
—Y bien, ¿qué queréis a estas horas intempestivas de la noche?
—Ya te lo habrás imaginado. Sólo queríamos hacerlo cara a cara.
Radovan se rió.
—Sospechaba que iba a pasar. Nunca se te han dado bien los reveses, Mrado. Otro motivo más por el que no puedes estar en la cumbre. Y, Nenad, tú tienes que aprender humildad. No puedes dejarme sin más en cuanto se te cambian las funciones, ¿verdad?
Mrado pasó de contestar a la provocación de Radovan.
—Se acabó. Hemos estado diez años juntos. Por Jokso, a las órdenes de Arkan, por Serbia. Pero se ha terminado. No sabes lo que es la gratitud, Radovan. No sabes lo que es el honor ni la justicia. Eso te debilita. Y te convierte en un perdedor.
Recuperó el aliento. Continuó:
—Podría haber sido diferente. Podrías haber construido esto sobre las mismas bases que Jokso. Sobre el respeto a los hombres y la humildad. Pero optaste por degradarnos. ¿Te pensabas que nos íbamos a tragar tu mierda? ¿Por quién coño me tomas? ¿Por un vikingo que se inclina y traga con que le den por el culo? Rado, tu tiempo ha llegado a su fin.
Mrado y Nenad salieron del garaje. No escucharon la posible respuesta de Radovan.
Examen retrospectivo de un método de extorsión de éxito. Habían pasado tres meses desde que Jorge había recibido las cinco fotos de los hombres poderosos. Le dio las gracias a Richard, el friki de los ordenadores, con toda su alma. Sorprendido de que el tío no hubiera solicitado participar en el cotarro. No se planteó en ningún momento llevar adelante el chantaje junto con J-boy.
Jorge había recibido las fotos impresas en papel fotográfico. La calidad seguía sin ser de primera pero se veía mejor quiénes eran y lo que estaban haciendo.
Escribió una carta para adjuntarla, se esforzó con el sueco:
La fotografía adjunta se le hizo en la fiesta de Sven Bolinder en marzo. Se le enviará a su esposa dentro de diez días. Para evitar que esto suceda, ingrese 50.000 coronas en la cuenta número 5215-5964354 del SEB como máximo dentro de una semana a partir de hoy.
Jorge se había puesto en contacto con un viejo yonqui. Había hecho que el tío abriera una cuenta en el SEB. El se quedó la tarjeta del cajero y el número secreto. Sacaría el dinero ingresado lo antes posible.
Funcionó de puta madre.
Los cuatro viejos —uno salía en dos fotos— ingresaron la pasta dócilmente. Jorge no podía extorsionarlos a todos a la vez, puesto que la tarjeta tenía un límite de dinero disponible. Le metía mano a uno cada dos semanas.
Después de dos meses: J-boy doscientas mil coronas más rico.
El asunto más fácil de la ciudad.
Pobres diablos, no sabían que iba a volver.
Esperaba que Radovan se enterara de que alguien estaba jodiendo. Que alguien sabía a qué se dedicaba.
Abdulkarim metía presión.
—Tienes que organizar estructura. Conseguir más vendedores. Pronto viene un cargamento como de George Jung
{90}
.
Por fin, Abdulkarim le había dado información sobre el cargamento a Jorge. Se trataba de farla, claro. Muchos kilos, según el árabe, al menos cien. ¿Sería verdad? En ese caso, era el alijo más grande del que Jorge había oído hablar. Sus antiguos colegas de Österåker se desmayarían si lo supieran.
Habían cesado los comentarios sobre los asesinatos del burdel. Bullían otros rumores. Guerra dentro de la mafia yugoslava. Rebelión contra Radovan. Deserciones en la organización. ¿Qué implicaba para el proyecto de venganza de Jorge?
Unos días más tarde se enteró por Fahdi de quiénes eran los que habían dejado la organización: Mrado y Nenad. La casualidad le jugaba una mala pasada. Eran justo esos dos hombres los que estaban en segunda y tercera posición en su lista de odio, tras su antiguo jefe, Radovan. Mrado por el dolor. Nenad por Nadja.
A mediados de junio le llamó el friki de la informática. El tío había tardado lo suyo. Le echó la culpa a un campeonato de CS. Jorge pensó: Counter Strike, ¿qué más da? Deberías haber llamado antes.
Jorge intentó meterle presión. Sólo le iba a haber llevado unas semanas, y le había llevado dos meses. Pero no había mucho que pudiera hacer.
De todas maneras ya era el momento.
Recogió el ordenador en casa de Richard, el friki, ese mismo día.
Jorge, eufórico de camino hacia allí. Quizá había cosas en el portátil que pudieran hacerle ganar más pasta.
Subió por Lundgatan.
Llamó a la puerta de Richard.
Entró.
—Oye, yo no te conozco y no tengo ni idea de a qué te dedicas. Que lo sepas.
A Jorge el comentario le pareció extraño.
—¿Qué quieres decir?
—Nada en realidad. Sólo pensaba en el contenido del ordenador. Algunas cosas son, cómo lo diría, bastante tremendas.
Jorge sólo quería que le diera el ordenador y el contenido.
—Tranquilo, chaval. ¿Es que quieres más pasta?
—¿Pasta? No, sólo quería advertirte. Para que no te metas en líos.
Jorge no sabía qué esperar.
Le dio las gracias por la ayuda. Pagó. Se largó.
De camino a casa le dieron ganas de abrir el portátil en el mismo tren de cercanías. Se contuvo. Era mejor esperar.
En casa en Helenelund. Se sentó en el sofá.
Abrió el ordenador. La imagen del fondo de la pantalla: un ancho prado verde y cielo azul.
Miró el escritorio; no había demasiados iconos. Mi PC, la papelera de reciclaje, dos juegos de ordenador: Battlefield 1942 y The Sims; iTunes, Excel y el reproductor de Windows Media. Una serie de carpetas.
Empezó a revisar el interior de las carpetas, una a una.
Posteriormente pensó: si hubiera sabido lo que iba a encontrar, quizá no hubiera mirado.
Otra carpeta contenía páginas bajadas de Internet con imágenes de armas.
Una carpeta contenía archivos mp3.
La tercera carpeta: trucos para los juegos en inglés.
En la cuarta carpeta había nombres de chulos, sus alias y contraseñas. Al menos trescientos nombres. Jorge revisó la lista. Sobre todo vikingos, pero también algunos pateros. Fahdi también estaba. Jorge ya conocía su alias. Abdulkarim también estaba. Jet-set Carl también estaba. Los otros nombres no los reconoció Jorge; había que revisarlos más detalladamente. Una mina de oro en potencia.
Siguiente carpeta: borrador de la página web en la que se anunciaba el burdel. Fotos de mujeres. Textos cortos. Número de teléfono. Jorge pasó las imágenes. Chicas que posaban en habitaciones vacías con luces intensas. Encontró dos fotos de Nadja. Abandonada. Sola. Vulnerable.
La lista de nombres era buena. Las fotos de Nadja fueron duras de ver pero no devastadoras. Eso lo era el contenido de la última carpeta, un archivo MPEG que le hizo devolver.
Lo más enfermizo, lo más repulsivo que había visto.
Duraba cinco minutos. Lo suficiente para tener pesadillas toda la vida.
La escena de apertura: una habitación, luz fría, una mesa.
Dos hombres con pasamontañas arrastraban a una persona con una bolsa de tela sobre la cabeza. A juzgar por el cuerpo, era una chica.
Uno de los hombres: chaqueta de cuero oscura, cachas. El otro: con traje. Ambos hablaban en serbio.
Pusieron a la chica sobre la mesa a la fuerza. Con las manos atadas a la espalda. Se resistía todo lo que podía.
El grandullón le quitó la bolsa de tela. Una chica, hecha un mar de lágrimas. Rubia, aspecto nórdico. Gritó en perfecto sueco: ¡Soltadme, cerdos! Siguió dando berridos. Jorge no entendía todas las palabras. El grandullón dijo algo. Le pegó en un lado de la cabeza. Jorge reconoció su voz. Era Mrado. El tío trajeado le acarició la mejilla. Ella le miró a la cara, gritó. Unos segundos caóticos. La chica volvió a gritar: ¿Cómo coño pude estar contigo? Mrado sacó un revólver. Le metió el cañón en la boca. Ella se calló. El acero chirriaba contra sus dientes. Lloraba. El tío de la americana parecía cabreado. Le echó una bronca a la chica. No volverás a escupirme nunca más, puta de mierda. Se desabrochó los pantalones. Le arrancó a ella los suyos. Ella, tumbada inmóvil. El revólver aún en la boca. El hombre de la americana se sacó la polla. Obligó a la chica a tumbarse boca abajo. Mrado, con el cañón apoyado en la nuca, en lugar de en la boca. El tío de la americana la violó. Empujaba. Ritmo más rápido. Continuó durante dos minutos. Jorge vomitó. Había visto montones de pelis porno; pero esto era de verdad. El tío de la americana terminó. La chica, destrozada. Mrado levantó el arma. Miró a la cámara. Se le veían los ojos por los agujeros del pasamontañas. Dijo en sueco: Una advertencia para los que estéis pensando en jodernos. El último minuto. Levantaron a la chica hasta una silla. Los pantalones aún bajados. Mrado la golpeó en el estómago, en los brazos, en la cara. Las gotas de sudor salían volando. La sangre salía volando. Le rompió una ceja. Le rompió los labios. Las orejas inflamadas. Colgaban jirones.
La película terminaba de manera abrupta.
A Jorge la chica le recordaba a alguien, pero no identificaba a quién.
Lo único bueno: la repugnancia del vídeo. Debería ser una prueba de cojones contra Mrado. El tío iba a lamentar durante cien años haber apaleado a J-boy.
Por la noche.
Jorge no podía digerir la película MPEG. Supuso que se había utilizado como propaganda disuasoria para las putas que alteraran el orden. Comprobó el archivo con más detalle; la película era de hacía aproximadamente cuatro años. ¿Ponían el mismo trailer una y otra vez?