Authors: Christopher Hitchens
Así pues, ¿por qué no iba a estar tentado de invalidar a W.H. Auden y creer que, de algún modo misterioso, el firmamento ha sido ordenado en torno a mí, o, descendiendo algunos órdenes de magnitud, que las fluctuaciones de mis avatares personales revisten un cautivador interés para un ser supremo? Uno de los muchos defectos de mi diseño es mi propensión a creer o a desear esto, y aunque, al igual que muchas otras personas, he recibido la suficiente educación para no creerme semejante falacia, tengo que reconocer que es innato. En una ocasión, estando en Sri Lanka, iba en un coche con un grupo de tamiles en una expedición de ayuda humanitaria a una región costera tamil que había quedado muy afectada por un ciclón. Mis acompañantes eran todos miembros de la secta Sai Baba, que tiene mucha fuerza en el sur de la India y en Sri Lanka. Se dice que el propio Sai Baba ha resucitado muertos, y realiza una actuación especial en directo ante las cámaras para sacar ceniza de las palmas desnudas de sus manos. (¿Por qué cenizas?, me solía preguntar.)
En cualquier caso, antes de que se iniciara el viaje, mis amigos partieron algunos cocos sobre una roca para propiciar que el viaje fuera seguro. Aquello, evidentemente, no funcionó, porque a mitad de camino, en medio de la isla, nuestro chófer arrolló a un hombre que cruzó dando tumbos ante nosotros mientras atravesábamos demasiado deprisa una aldea. El hombre quedó gravemente herido y, al ser una aldea cingalesa, la multitud que se arremolinó al instante no mostraba muy buena disposición hacia aquellos intrusos tamiles. Fue una situación peliaguda, pero conseguí aliviarla de algún modo por ser un inglés que vestía un traje de color hueso como los de Graham Greene y por llevar acreditaciones de prensa que habían sido expedidas por la policía metropolitana de Londres. Esto impresionó a la policía local lo bastante para que nos pusieran en libertad provisional, y mis acompañantes, que habían pasado mucho miedo, estaban más que agradecidos por mi presencia y por mi capacidad para hablar con rapidez. De hecho, llamaron por teléfono a la sede central de su secta para anunciar que el propio Sai Baba había venido con nosotros y había adoptado temporalmente la forma de mi persona. A partir de ese momento, me trataron literalmente con veneración y no me permitieron que llevara nada, ni siquiera que cargara con mi propia comida. Entretanto, se me ocurrió visitar al hombre que habíamos atropellado: había muerto en el hospital como consecuencia de las heridas. (Me pregunto qué había predicho su horóscopo para aquel día.) A esta minúscula escala percibí cómo un simple mamífero humano (yo) puede comenzar a atraer súbitamente tímidas miradas de respeto y asombro, y cómo otro mamífero humano (nuestra desafortunada víctima) puede ser de algún modo irrelevante para los benignos designios de Sai Baba.
«Allí iría yo de no ser por la gracia de Dios», decía John Bradford en el siglo XVI al ver a los desdichados a quienes se conducía al patíbulo. Lo que este comentario en apariencia compasivo quiere decir en realidad (no que realmente «signifique» algo) es «Ahí va otro por la gracia de Dios». Mientras redactaba este capítulo, en una mina de carbón de Virginia Occidental se produjo un accidente que heló el corazón de la sociedad. Trece mineros sobrevivieron a una explosión, pero quedaron atrapados bajo tierra y captaron la atención del país durante un ciclo completo de noticias, hasta que se anunció con inmenso alivio que habían sido localizados sanos y salvos. Estas alegres nuevas resultaron ser prematuras, lo que supuso una insoportable tragedia adicional para las familias, que ya habían empezado a celebrarlo y a dar gracias para descubrir poco después que todos menos uno de los hombres habían perecido asfixiados bajo las rocas. Fue también una situación vergonzosa para los periódicos y los informativos que se habían dejado llevar con demasiada antelación por el falso consuelo. ¿Se imaginan cuál había sido el titular de esos periódicos y boletines informativos? Claro que sí. «¡Milagro!» Con o sin signos de exclamación, fue la opción invariable que para intensificar el pesar de los parientes sobrevivió impresa y en el recuerdo de forma burlona. No parece haber una palabra para describir la ausencia de intervención divina en este suceso. Pero el deseo humano de otorgar mérito a las cosas buenas calificándolas de milagrosas y de atribuir las malas a cualquier otra explicación parece ser universal. En Inglaterra, el monarca es el jefe hereditario de la Iglesia, así como el jefe hereditario del Estado: William Cobbett señaló en una ocasión que los propios ingleses se prestan servilmente a colaborar con semejante estupidez al referirse a la «Real Casa de la Moneda» pero, por el contrario, a «la deuda nacional». La religión hace esa misma trampa; y del mismo modo; y ante nuestros propios ojos. La primera vez que estuve en el Sacré Coeur de Montmartre, una iglesia construida para celebrar la liberación de París de los prusianos y de la Comuna de 1870-1871, vi un relieve de bronce que mostraba el modo exacto en que una lluvia de bombas aliadas arrojadas en 1944 habían esquivado la iglesia e incendiado el barrio vecino…
Dada esta apabullante proclividad hacia la estupidez y el egoísmo persistente en mí mismo y en nuestra especie, resulta un tanto sorprendente descubrir que la luz de la razón lo atraviesa todo. El brillante Schiller se equivocaba en su obra
La doncella de Orleans
cuando decía que «contra la estupidez, luchan en vano los propios dioses». Es en realidad
por medio de
los dioses como convertimos nuestra estupidez y credulidad en algo inefable.
El argumento del «diseño», que es producto de este mismo solipsismo, adopta dos formas: la macroscópica y la microscópica. Fueron célebremente resumidas por William Paley (1743-1805) en su libro
Natural Philosophy.
Aquí encontramos el popular ejemplo del hombre primitivo que se encuentra un reloj en funcionamiento. Tal vez no sepa
para qué
es, pero puede distinguir que no es una roca ni un vegetal y que ha sido fabricado, y fabricado incluso para algún propósito. Paley quiso extender esta analogía tanto a la naturaleza como al ser humano. Su autocomplacencia y obcecación están bien recogidas por J. G. Farrell en el retrato que hace de un eclesiástico victoriano discípulo de Paley en
El sitio de Krishnapur:
–[…] ¿Cómo explica el sutil mecanismo del ojo, manifiestamente más complejo que el telescopio que la desdichada humanidad ha sido capaz de inventar? ¿Cómo explica el ojo de la anguila, que podría lesionarse cuando se entierra en el barro y las piedras, y que por lo tanto está protegido por una cubierta córnea transparente? ¿Por qué el iris del ojo de un pez no se contrae? ¡Ah, pobre juventud extraviada, es porque el ojo del pez fue diseñado por Él, que está por encima de todo, para adaptarse a la tenue luz en que el pez se mueve en su morada acuática! […] ¿Cómo explica el jabalí de la India? – exclamó
—
. ¿A qué se deben sus dos colmillos curvos, de más de un metro de largo, que le crecen hacia arriba a partir de la mandíbula superior?
—
Para defenderse.
—
No, joven, para eso tiene los colmillos que le salen de la mandíbula inferior, como los de un jabalí común… No, la respuesta es que el animal duerme de pie, y para sostener la cabeza engancha los colmillos de arriba en las ramas de los árboles… ¡pues el Diseñador del Mundo pensó incluso en el sueño del jabalí!
(Paley no se molestó en explicar cómo llegó el Diseñador del Mundo a ordenar a tantas criaturas humanas suyas que trataran al mencionado jabalí de la India como si fuera un demonio o un leproso.) De hecho, al analizar el orden natural, John Stuart Mill se atrevió a ir mucho más lejos cuando escribió:
Si una décima parte de los sufrimientos ocasionados por la búsqueda de señales de la existencia de un dios poderoso y benévolo se hubiera empleado en recoger evidencias para ennegrecer el carácter del creador, ¿cuántas posibilidades no se habrían encontrado en el reino animal? Este se divide en devoradores y devorados, y la mayoría de las criaturas están espléndidamente dotadas de instrumentos para atormentar a sus presas.
Ahora que los tribunales estadounidenses han protegido a sus ciudadanos (al menos, por el momento) de que les inculquen en las aulas de forma obligatoria la estulticia «creacionista», podemos hacernos eco del otro gran victoriano, lord Macaulay, y decir que «cualquier colegial sabe» que Paley puso su estridente y agujereado carromato
delante
de su resollante y descompuesto viejo caballo. Los peces no tienen aletas porque las necesiten para el agua, en igual medida que los pájaros no están dotados de alas para cumplir con la definición que el diccionario da de «ave». (Aparte de cualquier otra cosa, hay demasiadas especies de aves no voladoras.) Es exactamente al contrario: un proceso de adaptación y selección. Que nadie dude del poder de la ilusión acerca de los orígenes. En su vibrante libro
Witness,
Whittaker Chambers narra el instante en que abandonó el materialismo histórico, desertó ideológicamente de la causa comunista y se embarcó en la senda que arruinaría el estalinismo en Estados Unidos. Fue una mañana en que vio la oreja de su bebé, una niña. Las bonitas espirales y pliegues de este órgano externo le convencieron con el relámpago de una revelación de que no podría ser fruto de ninguna casualidad. Un pliegue de carne de semejante y patente belleza debe de ser divino. Bueno, yo también he experimentado esa fascinación por las dulces orejitas de mis hijas pequeñas, pero nunca sin apreciar que
a)
siempre es necesario limpiarlas un poco,
b)
parecen producidas en cadena, aun cuando se comparen con las inferiores orejas de las hijas de otras personas,
c)
cuando las personas envejecen, sus orejas parecen cada vez más grotescas vistas desde atrás, y
d)
muchos animales inferiores, como los gatos o los murciélagos, tienen unas orejas mucho más fascinantes, adorables y poderosas. De hecho, recordando a Laplace, diría que hay muchos, muchísimos argumentos convincentes, en contra del culto a Stalin, pero que la acusación contra Stalin es plenamente válida sin la suposición del señor Chambers fundada en los pliegues de las orejas.
Las orejas son predictibles y uniformes y sus rebordes son exactamente igual de adorables cuando el niño ha nacido sordo como una tapia. Eso mismo no es cierto en idéntico sentido para el universo. En el universo hay anomalías, misterios e imperfecciones (por emplear los términos más suaves) que ni siquiera dan muestras de adaptación, y menos aún de selección. En su vejez, a Thomas Jefferson le gustaba compararse a sí mismo con un reloj en su armazón y respondía a los amigos que le escribían preguntando por su salud que algunos resortes sueltos se le rompían y de vez en cuando el volante se le desencajaba. Por supuesto, esto plantea la incómoda idea (para los creyentes) de que hay un defecto innato que ningún relojero puede reparar. ¿Deberíamos considerar que esto también forma parte del «diseño»? (Como suele suceder, quienes atribuyen mérito por lo uno, guardan silencio y empiezan a rezagarse a la hora de cumplimentar la columna del «debe» del libro de contabilidad.) Pero cuando se trata del ajetreado e inhóspito páramo del espacio exterior, con sus estrellas gigantes rojas, sus enanas blancas y sus agujeros negros, con sus titánicas explosiones y extinciones, solo podemos concluir sombría y temblorosamente que el «diseño» todavía no se ha impuesto y preguntarnos si es así como se «sintieron» los dinosaurios cuando los meteoros cayeron atravesando la atmósfera de la tierra, lo aplastaron todo y pusieron fin a la vana rivalidad de mugidos de las ciénagas primigenias.
Hasta lo primero que se supo sobre la simetría relativamente consoladora del sistema solar, con su tendencia en todo caso hacia la inestabilidad y la entropía, disgustó lo bastante a sir Isaac Newton para que propusiera que dios intervino cada dos por tres para volver a colocar las órbitas en situación estable. Esto le expuso a la sorna de Leibniz, que le preguntaba por qué dios no podía haber hecho que funcionara adecuadamente a la primera. En realidad, las en apariencia hermosas y exclusivas condiciones que han hecho posible que se dé vida inteligente en la tierra deben impresionarnos únicamente a causa del escalofriante vacío de todos los demás lugares. Pero, claro, con lo vanidosos que somos, ¿cómo no nos iba a impresionar? Esta vanidad nos permite pasar por alto el insoslayable hecho de que, de todos los demás planetas de nuestro sistema solar, el resto son o bien demasiado fríos o bien demasiado cálidos para albergar algo que pueda reconocerse como vida. Eso mismo, según parece, sucede con nuestro hogar planetario azul y redondeado, en donde el calor pugna con el frío para convertir a grandes extensiones del mismo en eriales inútiles, y donde hemos acabado aprendiendo que vivimos, y hemos vivido siempre, en el filo de un cuchillo climático. Entretanto, el sol se prepara para estallar y devorar a los planetas dependientes de él como si fuera algún jefe o deidad tribal celosa. ¡Menudo diseño!
Esto por lo que respecta a la macrodimensión. ¿Qué hay de la micro? Desde que se vieron obligados a participar en esta discusión, cosa que hicieron con gran reticencia, las personas religiosas han tratado de hacerse eco de la admonición de Hamlet a Horacio de que en el cielo y la tierra hay más cosas de las que sueñan los simples seres humanos. Nuestro bando reconoce de buena gana esta cuestión: en el futuro se producirán descubrimientos que dejarán a nuestras facultades aún más estupefactas que los inmensos avances del conocimiento producidos desde Darwin y Einstein. Sin embargo, estos descubrimientos llegarán del mismo modo: mediante la paciente, escrupulosa y (esta vez, eso esperamos) ilimitada investigación. Mientras tanto, también hemos hecho avanzar nuestra mente mediante el laborioso ejercicio de refutar las más recientes estupideces ideadas por los fieles. Cuando en el siglo XIX se empezaron a descubrir y estudiar los huesos de los animales prehistóricos, había quien decía que los fósiles habían sido depositados en las piedras por dios con el fin de poner a prueba nuestra fe. Esto no se puede refutar. Tampoco se puede refutar mi teoría particular de que, a partir de las pautas de conducta observables, podemos inferir un diseño que convierte al planeta Tierra, sin que tengamos datos de ello, en una colonia-prisión y sanatorio mental de lunáticos que utilizan como vertedero civilizaciones remotas y superiores. No obstante, sir Karl Popper me enseñó a creer que una teoría que no se puede refutar es en ese sentido una teoría débil.