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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Dioses, Tumbas y Sabios (12 page)

BOOK: Dioses, Tumbas y Sabios
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Pero a mediados de 1953 surgió otra respuesta. Llegó a manos del joven inglés Michael Ventris una tablilla de barro descubierta en Pilos por Blegen en la que había una agrupación de signos que no había llegado aún a conocimiento de Sittig, signos que el genial Ventris —cuya profesión era, en rigor, la de arquitecto, de modo que se trataba nuevamente de un intruso— pudo leer perfectamente como griego. Esto quitó valor a la lectura de Sittig, de cuyas treinta interpretaciones sólo tres resultaron correctas.

Se abren en este momento una serie de interrogantes que continuarán en pie por mucho tiempo. La filología antigua se encuentra ante la solución definitiva del problema del desciframiento: la mayoría de las tablillas cretenses son legibles. Pero ¿por qué razón en Creta, en el centro de una cultura autónoma y altamente desarrollada, unos seis siglos antes de Homero se escribía con la escritura propia la lengua de los griegos, de un pueblo que no había alcanzado aún, ni mucho menos, un desarrollo elevado? ¿Se hablaban varias lenguas al mismo tiempo? ¿Existen quizás errores en nuestra cronología de la Grecia antigua? ¿O surge acaso de nuevo el problema de Homero?

En 1963 el profesor de Oxford Leonard R. Palmer se aventuró a formular nuevas interpretaciones en su libro
«Mycenaeans and Minoans» (Micénicos y minoicos). La prehistoria egea a la luz de las tablillas de escritura «lineal B»
). Pero la obra fue objeto de tantos ataques y correcciones por parte de los especialistas que se vio obligado a publicar, sólo dos años después, una nueva edición
«sustancialmente
corregida y aumentada».

Es de esperar que futuras investigaciones aporten nueva luz sobre la cuestión. Dirijamos entretanto nuestra atención a un país cuya escritura constituyó también, durante largo tiempo, un misterio —el cual, no obstante, fue desvelado, como veremos, en forma casi
dramática
—, un país que desde siempre nos ha hablado a través de los más grandiosos monumentos que nos ha legado el mundo antiguo; el país del Nilo.

Nota del editor español. Julio de 1956
.

Las anteriores líneas escritas por C. W. Ceram en 1950 supervaloraban los trabajos del profesor Sittig, que no resistieron a la crítica de sus colegas. Sittig procedía a asignar valores fonéticos a los signos cretenses con criterios formales de comparación con los egeo-chipriotas y otros autores extendieron este sistema de comparación al hitita jeroglífico, al egipcio y a otras lenguas, siempre con resultados muy menguados. Sin embargo, en el sistema de Sittig había un aspecto, en el que no insistió por desviarse hacia otros caminos de la investigación, que encerraba la clave del problema: el método combinatorio estadístico.

Como es sabido, a través de esos signos se buscaba una lengua desconocida y muy antigua hablada en Creta y quizás en el continente en el segundo milenio antes de Jesucristo. Parecía lógico que en el griego clásico hubiera palabras engastadas, supervivencias de dicho lenguaje usado en tos textos minoicos. Por este método llamado el «sustrato prehelénico» se procedía a un análisis de los elementos del vocabulario griego que no tienen una etimología adecuada en el marco de esta lengua y que, por tanto, serían préstamos del lenguaje hablado en el ámbito del Egeo con anterioridad a la invasión doria. Parecía que éste era un hecho bien establecido y por tanto se consideraba como punto de partida de futuras investigaciones para las cuales se dejaba completamente de lado la filología helénica. Pero vista la inutilidad de los esfuerzos en este sentido, hacia 1952 empezaron a considerar nuevas hipótesis: dos investigadores, en ese momento independientemente el uno del otro, pensaron en la posibilidad de que las tablillas encerrasen una lengua emparentada con el griego. No es que Georgiev y Ventris, separados por miles de kilómetros, pues trabajaban respectivamente en Bulgaria y en Norteamérica, llegaran a esa hipótesis por mera coincidencia, sino que puede considerarse como punto final, obtenido por separado, de un estado de opinión.

El mencionado Georgiev identificó muchas tablillas como listas de ofrendas que estaban escritas en una «variedad arcaica» del griego. A Ventris, que había estudiado la posibilidad de que fuera una lengua emparentada con el etrusco, estaba reservado colaborar en lo que ya podemos considerar como una conquista de la filología mediterránea más antigua.

Los lectores de este libro ya saben que muchos grandes descubrimientos no han sido realizados por los arqueólogos profesionales sino por geniales aficionados. El presente es otro caso de este curioso y sorprendente hecho. H. Ventris y su colaborador J. Chadwick no son ni arqueólogos ni filólogos profesionales en el sentido estricto de la expresión. Sin embargo, ellos, sumando a la masa de documentación y a los resultados alcanzados por otros investigadores su perspicacia y su acierto en el uso del método combinatorio estadístico, realizaron un descubrimiento sensacional que fue dado a conocer a fines de 1953: el desciframiento de las tablillas de Cnosos y Pilos, de época minoica, escritas en el alfabeto cretense llamado «lineal B», que resultan ser textos de 1450 a 1200 a. de J. C. redactados en verdadero griego. En los dos años consecutivos a este sorprendente descubrimiento se han podido realizar múltiples comprobaciones y hoy se considera ya como una etapa superada que abre el camino para el futuro desciframiento, ahora mucho más fácil, de los otros tipos de escritura.

Este desciframiento reviste singular importancia para el conocimiento del complejo histórico-cultural «egeo». La arqueología nos hablaba de un dominio «aqueo» en la Creta del siglo XV y ahora tenemos documentada en lo lingüístico una vasta unidad política en torno al rey de Micenas o al señor de Pilos. Seguramente esta unidad también puede suponerse para lo religioso, pues en las tablillas descifradas aparecen citadas diez de las divinidades griegas más corrientes, e incluso los nombres de Dioniso y Ares, que se consideraban recientes en la religión griega, se pueden remontar a los siglos XV-XIII Podría ser que las tablillas nos llevaran al conocimiento de una épica prehomérica, pues los nombres de los héroes de la guerra de Troya aparecen en estos documentos unos dos siglos antes de la fecha que se acostumbra a atribuir a la ciudad de Troya VII. Muchísimos son los aspectos de la arqueología, la lingüística, la historia cultural y literaria, etc., que pueden recibir nuevas e inesperadas luces con la lectura de estos textos que sólo está en sus comienzos. Perspectivas que crecen si se considera el probable desciframiento de la escritura «lineal A» en un futuro que no parece lejano, el conocimiento de la lengua «egea» y las posibilidades de renovar la investigación de otras escrituras no interpretadas.

II. EL LIBRO DE LAS PIRÁMIDES

«¡Soldados! Desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan».

NAPOLEÓN

«Ellos edificaron con granito, construyendo salas

en la pirámide, realizando bellas cosas de este

trabajo hermoso… pero sus aras de sacrificios se hallan

tan abandonadas como el emigrante que fallece en

el puerto sin dejar a nadie».

ANTIGUA SENTENCIA EGIPCIA

«¡Oh madre Uut! ¡Extiende sobre mí tus alas como las estrellas eternas!».

INSCRIPCIÓN SOBRE EL SARCÓFAGO DE REY TUTANKAMÓN

Capítulo IX

UNA DERROTA CONVERTIDA EN VICTORIA

Al dar comienzo los descubrimientos arqueológicos de Egipto, la figura de Napoleón se halla unida al nombre, más modesto, de Vivant Denon. Un emperador y un barón. Un militar y un aficionado al arte. Anduvieron juntos un trecho del camino y se conocían bien, pero su modo de ser nada tenía de común. Cuando tomaban la pluma, uno redactaba órdenes, decretos y códigos; el otro, cuentos y dibujos frívolos, amorales, pornográficos incluso, y su nombre tenía fama en los medios aficionados a las curiosidades clandestinas.

Cuando Napoleón eligió a este hombre para ligarle a una de sus expediciones como colaborador artístico, dio uno de esos pasos afortunados que sólo la posteridad valora.

El 17 de octubre de 1797 se firmó la paz del Campo Formio. Con ella se terminaba la campaña italiana y Napoleón regresaba a París.

«Los días heroicos de Napoleón han terminado», escribió Stendhal, pero el escritor se equivocó, ya que entonces empezaban los días heroicos. Mas antes de que Napoleón recorriera Europa entera como un cometa, que terminaría por inflamarse a sí mismo, «se entregaba a una loca quimera, surgida de un cerebro enfermo». Yendo y viniendo sin sosiego por su estrecha cámara, devorado por la fiebre de la ambición, comparábase con Alejandro y se desesperaba por lo que no se había hecho. Entonces escribió: «¡París me pesa como un manto de plomo! ¡Vuestra Europa es una topera! ¡Sólo en el Este, donde habitan seiscientos millones de almas, se pueden fundar grandes imperios y realizarse grandes revoluciones!».

La idea de valorar a Egipto como puerta de Oriente es anterior a Napoleón, pues Goethe anticipó ya la construcción del canal de Suez y le atribuyó gran valor político. Y antes aún, Leibniz esbozó, en 1672, un memorándum a Luis XIV indicando que la política imperial francesa debía desarrollarse precisamente en el sentido en que evolucionó más tarde.

El 19 de mayo de 1798, con una flota compuesta por trescientos veintiocho barcos, y llevando a bordo un ejército de 38.000 hombres —casi tantos como Alejandro cuando partió para conquistar la India—, Napoleón embarcó en Tolón. Objetivo: ¡Egipto, vía Malta!

El plan era alejandrino. La aguda mirada de Napoleón también saltaba de Egipto a la India. La campaña en el mar era un intento para herir mortalmente a Inglaterra en uno de sus tentáculos, a aquella Inglaterra que no se dejaba atrapar en el mosaico europeo. Nelson, almirante de la flota inglesa, surcó en vano, durante un mes entero, las aguas del Mediterráneo, y por dos veces tuvo casi ante su vista a Napoleón, pero las dos veces se le escapó.

El 2 de julio, Napoleón pisaba suelo egipcio y, después de una marcha terrible a través del desierto, sus soldados se bañaban en las aguas del Nilo. Y el 21 de julio, en un crepúsculo matutino, surgía ante ellos El Cairo, presentándoseles como una visión de los cuentos de «Las Mil y Una Noches», con las esbeltas torres delgadas de sus cuatrocientos alminares, con la cúpula de la famosa mezquita Djami-el-Azhar. Pero junto a esta plenitud graciosa, a los ornamentos de filigranas y las nieblas de un cielo mañanero, al lado de todo aquel mundo espléndido, voluptuoso y hechicero del islamismo se erguían, de la sequedad del desierto amarillo y frente a la muralla gris-violácea de las montañas de Mokatam, los perfiles de aquellas construcciones gigantescas, frías, enormes y severas de las pirámides de Gizeh, una geometría en piedra, mudos y eternos testigos de un mundo que dejó de existir cuando el islamismo aún no había nacido.

Los soldados no tenían tiempo para entregarse al asombro y a la admiración. Allí se encontraba un pasado desaparecido. El Cairo era el porvenir brillante, pero ante ellos estaba el presente guerrero: el ejército de los mamelucos, formado por diez mil jinetes con una capacidad de maniobra y ejercicio admirable, montados en magníficos caballos que hacían brillantes escarceos, y al frente de ellos el flamante príncipe de Egipto, Murad, con veintitrés de sus beys, cabalgando en un caballo blanco como la nieve y tocado con un turbante verde cuajado de brillantes. Napoleón, hablando señalaba a las pirámides, y no solamente era el jefe militar quien se dirigió a los soldados, sino el psicólogo a la masa, el hombre occidental que se enfrentaba con la Historia universal. Entonces fue cuando pronunció la famosa frase:

«¡Soldados! Desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan».

El choque fue terrible. No triunfó el entusiasmo de los orientales, sino que vencieron los cuadros perfectos de las bayonetas europeas. La batalla se convirtió en una matanza. El 25 de julio, Bonaparte entraba en El Cairo, y con ello parecía haber hecho la mitad del camino hacia la India.

Pero el 7 de agosto tuvo lugar la batalla naval de Abukir. Nelson, por fin, halló la flota francesa y la atacó con la furia de un ángel exterminador. Napoleón se vio cogido en la trampa y la aventura egipcia tuvo así su final. Pero la ocupación francesa todavía se prolongó un año, conoció las victorias del general Desaix en el Alto Egipto y, por último, la victoria terrestre de Napoleón, también en Abukir, donde había tenido lugar el aniquilamiento de su flota. Pero más que victorias, aquella lucha trajo consigo miseria, hambre, peste y, para muchos, la ceguera, por aquella enfermedad egipcia de los ojos que se convirtió en compañera inseparable de las unidades militares desembarcadas, de tal modo que los médicos la denominaron
ophtalmia militaris
.

El 19 de agosto de 1799, separándose de su ejército, Bonaparte huyó, y seis días después se hallaba a bordo de la fragata «Muiron», viendo cómo se perdía en lontananza la costa del país de los faraones. Se volvió y dirigió de nuevo su mirada hacia Europa.

Aquella expedición de Napoleón, que militarmente constituyó un fracaso, fue sin embargo, a largo plazo, motor de la colonización política del moderno Egipto y de la exploración científica del Egipto antiguo. Pues a bordo de los buques de la flota francesa de desembarco, no solamente llevó Napoleón dos mil cañones, sino también, entre sus soldados, a ciento setenta y cinco paisanos, sabios a secas, a quienes los marineros y soldados, con una concisión tan ingenua como errónea en aquel caso, denominaban
les ânes
(los asnos). También llevó una biblioteca con casi todos los libros que trataban sobre el país del Nilo y docenas de cajones con aparatos científicos e instrumentos de precisión.

En la primavera del año 1798, en la gran sala de sesiones del «Institut de France», Napoleón habló por vez primera de sus vastos proyectos ante los hombres de ciencia. Tenía en su mano un ejemplar del
Viaje árabe
, de Niebuhr, obra en dos tomos, y dando golpes con los nudillos sobre el lomo de cuero de aquel libro para acentuar sus palabras, expuso la tarea de los hombres de ciencia en Egipto. Pocos días después se hallaban con él, a bordo de uno de los navíos de su flota, astrónomos y geómetras, químicos y minerólogos, técnicos y orientalistas, pintores y poetas. Entre ellos también viajaba un hombre desconocido recomendado a Napoleón como dibujante por la galante Josefina.

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