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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Dioses, Tumbas y Sabios (55 page)

BOOK: Dioses, Tumbas y Sabios
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Cuando el investigador se dirige a su criado indio, tiene ante sí el mismo rostro que acaba de copiar de un antiguo relieve de los mayas. En el año 1947, la revista
Life
y la
Illustrated London News
publicaron abundantes fotografías de las últimas excavaciones. En una de ellas se veía un hombre y una joven mayas ante dos relieves antiguos; aquellos relieves parecían reproducciones fieles de sus propias caras. Y si las figuras del relieve hubieran podido hablar lo habrían hecho en el mismo idioma con que el criado maya pide su paga al investigador.

Inicialmente se pudo pensar que esta circunstancia ofrecería especiales ventajas para la exploración; pero era sólo en apariencia, pues a pesar de que la cultura maya no haya muerto hace 2000 o 3000 años, sino solamente 450 —eso la distingue de todas las desaparecidas culturas del mundo antiguo—, los puntos de partida para su estudio son más escasos que en cualquier otro lugar. De Babilonia, de Egipto, de los antiguos pueblos de Asia, del Asia Menor y de Grecia tenemos noticias desde siempre, y aunque es mucho lo que se ha perdido, también se ha conservado muchísimo, sea por tradición escrita u oral. Desaparecieron hace mucho tiempo, es cierto, pero su agonía fue lentísima y al morir transmitieron sus creaciones. En cambio, las civilizaciones americanas —ya lo dijimos— perecieron violentamente «decapitadas». Detrás de los soldados españoles, con sus caballos y sus espadas, venían los sacerdotes y las hogueras donde se quemaban los escritos y las imágenes que hubieran podido informarnos. Don Juan de Zumárragá, primer arzobispo de México, destruyó en un gigantesco auto de fe cuantos documentos pudo lograr. Todos los obispos y sacerdotes le imitaron, y los soldados destruyeron con idéntico celo lo que pudiera quedar. Cuando, en 1848, lord Kingsborough terminó la colección de testimonios conservados de los antiguos aztecas, su obra no contenía ni un solo ejemplar de origen español. ¿Qué documentos se han conservado de los mayas procedentes de la época anterior a la conquista? Pues tres manuscritos.

Uno está en Dresden, otro en París, y dos que en rigor van juntos, están ahora en sitios distintos de España. Son el «Codex Dresdensis», el más antiguo, el «Codex Peresianus», y los códices «Troano» y «Cortesianus».

Y puesto que hacemos una enumeración de desventaja, no queremos dejar de apuntar las dificultades de la investigación directa. El arqueólogo, en Grecia o en Italia, viaja por tierras civilizadas; el investigador en Egipto trabaja en el clima más sano de aquellas latitudes; pero el hombre que en el siglo pasado se decidió a buscar huellas de los mayas y aztecas tuvo que internarse en un clima infernal, lejos de toda civilización. (Por ejemplo, aún hoy, en los años sesenta, los turistas no disponen de ningún camino por tierra para llegar a Tikal, en Guatemala, importante estación arqueológica donde la Universidad de Pennsylvania ha investigado en los últimos diez años, y bajo la dirección de William Coe, más de trescientas construcciones, algunas de ellas gigantescas. Se puede, no obstante, llegar al lugar en una hora de vuelo desde la ciudad de Guatemala y alojarse y comer «a la americana» en el confortable «Jungle Lodge»).

Por ello, los trabajos de investigación en la América Central tropezaron con tres grandes dificultades; primero, ante una serie de problemas completamente desacostumbrados por la singularidad de estas civilizaciones precolombinas; segundo, por la imposibilidad de llegar a establecer suficientes comparaciones y conclusiones, sólo posibles cuando hay abundancia de materiales recogidos, y aquí, apenas si los había, a excepción de aquellas ruinas; tercero, de tipo geográfico, por los obstáculos que la vegetación, el clima y la escasez de comunicaciones oponían a toda exploración continuada y rápida.

¿No es sorprendente que mayas y aztecas hayan vuelto a caer en el olvido después del grandioso descubrimiento hecho por Stephens y por Prescott? ¿Que sólo unos cuantos investigadores supieran durante cuatro decenios de la existencia de estos pueblos? ¿Que a pesar del gran número de hallazgos de poca importancia no se haya descubierto nada de verdadera importancia entre los años 1840 y 1880? ¿Que incluso el hallazgo de Brasseur de Bourbourg en los archivos de Madrid sólo consiguiera despertar el interés de unos pocos especialistas?

El libro de Diego de Landa estuvo durante trescientos años al alcance de todos, y allí siguió dormido sin que nadie lo hojease. Sin embargo, contenía las mágicas palabras que —al menos en parte— fueron la clave para descifrar el sentido de los pocos monumentos, piedras, relieves y esculturas para poder hacer las indispensables comparaciones y llegar al desciframiento de aquellas mágicas palabras, comprobando su significado.

Capítulo XXXI

EL MISTERIO DE LAS CIUDADES ABANDONADAS

Si trazamos una línea que vaya de Chichén Itzá, al norte del Yucatán, a Copan (Honduras), en el sur, y de Tikal (Guatemala), en el este, pasando por la ciudad de Guatemala, hasta Palenque (Chiapas), en occidente, dejamos fijados los puntos que delimitan la antigua cultura maya. Al mismo tiempo queda determinada la región que el inglés Alfred Percival Maudslay visitó de 1881 a 1894, es decir, unos cuarenta años después que Stephens.

Maudslay hizo mucho más que Stephens, ya que realizó todo lo necesario para que las investigaciones no quedaran estériles. De sus siete expediciones a la selva virgen, no sólo reunió descripciones y reproducciones, sino que también trasladó ejemplares originales muy valiosos, copias en papel y vaciados en yeso de relieves e inscripciones.

Su colección fue enviada a Inglaterra, y allí quedó depositada en el Museo Victoria y Alberto, para luego ser trasladada al Museo Británico. Cuando la
Maudslay-Collection
estuvo al alcance del público, ya estaba ordenado todo el material de tal modo que se podía estudiar en los mismos monumentos su antigüedad y origen.

Y con esto volvemos a Diego de Landa. Este segundo arzobispo del Yucatán debió de haber sido un personaje en el que se aunaban la mentalidad del misionero entusiasta y la del amigo de los indios y aficionado a su cultura, a la manera del padre dominico fray Bartolomé de las Casas.

Es lamentable que, en la lucha sostenida en su corazón por las dos tendencias, al fin tomara una decisión que ha perjudicado mucho a nuestras investigaciones. Diego de Landa fue uno de los que hicieron reunir todos los documentos mayas y quemarlos como obras del diablo. Su segunda inclinación se reflejó sólo en el hecho de utilizar a uno de los príncipes mayas para un papel de narrador, al modo de la Scherezade de «Las Mil y Una Noches». Pero el buen maya supo contar algo más que leyendas, y así Diego de Landa no sólo apuntó historias de la vida y costumbres mayas, de sus dioses y sus guerras, sino que anotó también indicaciones sobre el modo de reconocer los signos que representaban los meses y los días.

Todos comprenderán que esto es realmente interesante; pero ¿por qué tal indicación cronológica puede revestir una significación tan especial?

En primer lugar, porque merced a las indicaciones y dibujos de Diego de Landa, los monumentos mayas, de apariencia tan extraña y terrible por sus lúgubres ornamentos, adquirían vida; y conociendo su modo de escribir los números, el investigador que se hallaba ante los templos, escalinatas, columnas o frisos, veía lo siguiente: que en aquel arte de los mayas, sin animales de carga, ni carros, sumergido en la jungla y cincelado con instrumentos de piedra, no había ni un solo ornamento, ni un relieve, ni un friso con sus figuras de animales, ni una escultura que no guardase relación directa con una fecha. ¡Cada monumento maya era un calendario convertido en piedra! Ninguna disposición de adornos y figuras era allí casual; la estética estaba sometida a las matemáticas. Hasta entonces, uno se extrañaba de la repetición, aparentemente absurda, o la interrupción repentina en el dibujo de aquellos terribles rostros de piedra; pero ahora se aprendía que de tal modo los mayas expresaban un número o una indicación especial de su calendario. Cuando en las escalinatas de Copan apareció quince veces repetido un mismo ornamento en la balaustrada, se llegó a la conclusión de que con esto se expresaba el número de los períodos intercalados. El hecho de que la escalinata constase de setenta y cinco escalones era debido a que así se quería indicar el número de los días intercalados al final de los períodos (15 por 5). Esta arquitectura y este arte, completamente sometidos al calendario, ya no se volvieron a dar por segunda vez en el mundo. Y cuando los investigadores —los hubo que dedicaron toda su vida al estudio del calendario maya— fueron penetrando cada vez más en los arcanos del mismo, hubo una sorpresa más en aquella cultura que ya nos había ofrecido tantas.

El calendario maya era el más exacto del mundo. Su disposición era distinta a la de cuantos calendarios conocemos, pero más exacta. Dejando de lado los detalles, algunos de los cuales aún están sin explicar, su estructura es la siguiente:

Empleaban en primer lugar una serie de veinte signos para los días, que unidos a los signos del 1 al 13 daban una serie de 260 días, el llamado «tzolkin» (en azteca, «tonalamatl»), o sea, año de 13 meses de 20 días. Además tenían una serie de dieciocho signos para los meses, cada uno de los cuales representaba un período de 20 días, seguido por un signo que comprendía un período de cinco días. Y éste era el año maya con sus 365 días, el llamado «haab». Los períodos grandes se calculaban mediante una combinación de los dos años «tzolkin» o «tonalamatl» y «haab». Tales períodos se conocen según la denominación inglesa, que es la más empleada, con los nombres de
calendar-round
y
long-count
. El
calendar-round
era un período que comprendía 19.980 días, o sea 52 años de 365 días cada uno; cosa que revestía, como veremos, especial importancia en la vida de los mayas. El llamado
long-count
se calculaba siguiendo un sistema que guardaba relación con determinada fecha de partida. Esta fecha de partida era el «4 Ahau, 8 cumhu», y corresponde en su función, si nos atrevemos a una comparación prudente, a nuestra fecha del nacimiento de Jesucristo, punto de partida de una era; repetimos que solamente en su función, no en la fecha misma.

Con este método de calcular el tiempo —tan complicado y desarrollado que si quisiéramos exponerlo por completo emplearíamos todo un libro—, los mayas lograban una exactitud que supera a la de cualquier calendario del mundo.

Sin razón solemos pensar que nuestro calendario representa la mejor solución para resolver la dificultad de dividir el año en días perfectamente regulares. Sólo con relación a los anteriores es algo más perfecto. En el año 239 a. de J. C. Ptolomeo III corrigió el antiguo sistema de calcular el tiempo de los egipcios; Julio César adoptó tal solución creando el calendario llamado juliano, en vigor hasta el año 1582, en que el papa Gregorio XIII sustituyó el calendario juliano por el gregoriano. Pues bien, comparando la duración del año en todos estos calendarios con la del año astronómico, vemos que ninguno se aproxima tanto al valor real como el de los mayas.

La duración comparada del año según todos estos calendarios es:

según el calendario juliano, de 365,250000 días

según el calendario gregoriano, de 365,242500 días

según el calendario maya, de 365,242129 días

según el cálculo astronómico, de 365,242198 días

Este pueblo, que fue capaz de la más exacta observación del cielo, unido a su conocimiento profundo de las matemáticas, con lo cual daba una prueba excelente de su gran capacidad de pensar, demostraba por otra parte una sumisión completa al más absurdo ocultismo de los números. El pueblo maya, que trazó el mejor calendario del mundo, convirtióse al mismo tiempo en esclavo de ese calendario.

La tercera generación de investigadores que se dedicó a la tarea de conocer a los mayas, trabajó especialmente para aclarar los secretos de su calendario. Lo hicieron partiendo de las indicaciones de Landa y lograron sus primeros triunfos con el material de la
Maudslay-Collection
, y aún prosiguen los trabajos. En esta tarea va incluida la interpretación de las escrituras en imágenes, y los triunfos alcanzados se relacionan con los nombres de E. W. Förstemann, que fue el primero en comentar el «Codex Dresdensis»; Eduard Seler, profesor, y después director, del Museo Etnográfico de Berlín, que, después de Maudslay, fue seguramente el que reunió en sus «Tratados» el material más rico respecto a los mayas y aztecas; y Thompson, Goodman, Boas, Preuss, Ricketson, Walter Lehmann, Bowditch y Morley. Pero sería injusto destacar un nombre determinado si pensamos en el gran número de los que trabajaron en la jungla haciendo copias, o los que en sus estudios consiguieron penosamente resultados parciales. La investigación de las civilizaciones americanas constituye un trabajo de amplia colaboración, y juntos recorrieron los investigadores las más difíciles etapas de sus estudios, desde el calendario hasta la cronología histórica.

La ciencia del calendario no podía quedar reducida a una finalidad. Aquellas terribles caras que representaban números, con los signos de los meses, días y períodos, decoraban todas las fachadas, columnas, frisos, terrazas y escaleras de los templos y palacios; todos los monumentos llevaban la fecha de la creación. El investigador tenía que agrupar las obras según los distintos aspectos, ordenar cronológicamente los grupos, reconocer los cambios de estilo según las influencias de un grupo u otro; en una palabra: ver la historia.

Pero ¿qué historia?

Naturalmente, la maya; la contestación no es dudosa. Y, sin embargo, la pregunta es más indicada de lo que parece, pues todos los conocimientos logrados de este modo tenían el inconveniente de que el investigador veía
solamente
la historia de los mayas, es decir, sus fechas, sin la menor relación con nuestro habitual cálculo del tiempo y nuestros acontecimientos históricos.

Otra vez los investigadores se veían ante un problema más arduo que los planteados por el mundo antiguo. Para comprenderlo mejor imaginemos un acontecimiento supuesto de la moderna historia europea. Supongamos que Inglaterra hubiera quedado privada de toda relación con el continente y que, siguiendo un especial modo de calcular el tiempo, no hubiera partido del nacimiento de Jesucristo, sino de una fecha para nosotros desconocida en absoluto, y que hubiera escrito su historia de acuerdo con su propio calendario. De llegar a los historiadores del continente una relación histórica completa desde Ricardo Corazón de León hasta la reina Victoria, al desconocerse el punto de partida del cálculo del tiempo, no se podría saber si Ricardo Corazón de León era contemporáneo de Carlomagno, de Luis XIV o de Bismarck.

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