En esos días el brigadier tuvo un exabrupto que sorprendió a su familia. Alguien mencionó al amigo que le había ofrecido el cargo en Pinamar y él se puso a gritar:
—¡En esta casa no se habla más de Yabrán! ¡Nunca más, me entienden, nunca más!
Luego arrancó la página de la Y de la agenda telefónica.
El 7 de noviembre presentó la renuncia. Erman González, el ministro que lo había propuesto al Presidente, comentó, impiadosamente, algo que en parte era cierto: que Echegoyen no tenía idea de lo que significaba manejar la Aduana y enfrentar los intereses que hay en juego.
En esos días el
Indio
se confesó telefónicamente con su hermano Juan José y le dijo sin pelos en la lengua:
—Yo frente a la droga me paro. Estoy juntando documentación y no me callaré la boca. Voy a hacer como hizo papá.
Se refería a la denuncia que su padre, José Tránsito Echegoyen, funcionario del gobierno de Mendoza, había presentado en los años cuarenta ante el Congreso Nacional destapando un negociado en materia de obras hidráulicas. Es impensable que el brigadier desconociera que en la Argentina hay muchos organismos públicos y privados, nacionales y extranjeros, que "pinchan" las comunicaciones telefónicas. O lo hizo deliberadamente para provocar a sus enemigos, o para que "alguien" lo escuchara aunque fuera indirectamente. Luego, avanzó en el desafío, al anunciar que preparaba una conferencia de prensa con revelaciones muy comprometedoras.
Nadie imaginó que el 12 de diciembre de 1990 sería el último día de su vida. Esa mañana se levantó contento y con motivos: a las tres de la tarde se casaba, por el civil, su hijo Rodolfo Gabriel y luego habría una fiesta que él mismo había proyectado al detalle. Al día siguiente se celebraría la boda por la iglesia.
Asistió elegante y sereno al casamiento, y todos lo vieron particularmente feliz cuando se reencontró con su nieta favorita, hija de su hija Marcela, que vivía en el Perú. Pero a las ocho de la noche, sorpresivamente, dijo que tenía una reunión y se fue sin permitir que lo acompañaran. Tampoco aclaró con quién sería el encuentro ni dónde era la cita.
A las seis de la mañana del 13 de diciembre lo encontraron en su estudio, ubicado en la planta baja de Arroyo 845. Estaba sentado en su escritorio y parecía dormido, pero había muerto de un balazo que entró por la boca y salió por el parietal derecho. Del pulgar de la mano derecha pendía un revólver Smith & Wesson calibre 38 especial. Muy cerca había una carta que decía:
A mis seres queridos
No pude aguantar la traición política de mis amigos – Perdón por no estar estructurado para aguantar tanta presión y peso sobre mis espaldas
Perdón a mi esposa e hijos — A mis amigos guarden de mi familia.—Comodoro Moreira (Negro) hace cargo de mi cosas – Gracias Rodolfo
Bs. As. 12/12/90
Nadie de este estudio tiene nada que ver con este suicidio político.
(Firma)
Entre los que estuvieron en esos minutos iniciales, cuando el juez de instrucción Roberto Marquevich llegó al escenario del presunto suicidio, se encontraba el brigadier Mario Alfredo Laporta, jefe de Inteligencia de la Fuerza Aérea.
En el velorio, el
Negro
Moreira, destinatario de "las cosas" de Echegoyen según la carta del difunto, descubrió en la frente cerúlea del cadáver un hematoma violáceo que le encendió las peores sospechas. Preguntó a la familia si el
Indio
se había dado algún golpe en los últimos días y le dijeron que no. Sería la primera de una larga serie de anomalías, descubiertas por la familia y los amigos y desestimadas por el juez Marquevich, que, según Franco Caviglia —abogado de los Echegoyen—, llevó la instrucción "con premura por cerrar el caso" y "escaso interés por investigar". Igual que el fiscal Raúl Cavallini. En abril de 1991, Caviglia le hizo notar a Marquevich que Echegoyen estaba investigando a EDCADASSA y le solicitó varias medidas procesales: secreto del sumario, inmediata detención del brigadier mayor José Juliá y otros militares y civiles posiblemente involucrados en maniobras de contrabando y el allanamiento de EDCADASSA, Intercargo e Interbaires. El juez, que después mandaría al archivo otra causa relacionada con Yabrán, denegó las peticiones y, a pesar de admitir que podía tratarse de un suicidio inducido, en virtud de las investigaciones que Echegoyen venía realizando, cajoneó el expediente.
Tuvieron que pasar más de seis años para que la jueza Silvia Nora Ramond, que en 1991 era secretaria de Marquevich, reabriera la causa a pedido de la familia Echegoyen y de su abogado Caviglia. Lo hizo obligada por una serie de hechos muy graves de los que fue víctima el chofer Salvador Rosselli. Primero regresaron las voces telefónicas: "Si sabés algo del caso Echegoyen no sabés nada, porque si no, sos boleta". A la mañana siguiente, dos llamados: "Sos boleta". Días más tarde: "Ojo con lo que vas a decir porque tu familia no está en tu casa". "Ojo que puede ser el último cumpleaños que festejes". "Qué linda nena tenés, ¿tus pibes bien?" "Estás muerto."
El 15 de marzo se le cruzó un Fiat Duna blanco con vidrios polarizados y dos monos adentro. Uno bajó, le metió la pistola por la ventanilla y le dijo: "Te veo un pibe inteligente, vos del caso Echegoyen no sabés nada, porque sos boleta. ¿Te das cuenta que no es joda? No sabés nada. ¿O querés que te matemos ahora?".
La reapertura de la causa se dio en medio de la efervescencia pública por el asesinato de José Luis Cabezas y en un momento opuesto al de 1991: con un gobierno sospechado y en declive y un país que empezaba a sentir náuseas de tanta impunidad. En ese marco, el perito de parte, Roberto Locles, pudo apreciar —en compañía de expertos de la Federal— algunos detalles que antes no se habían tomado en cuenta. En primer lugar, que es muy raro que alguien apriete la cola del disparador con el pulgar y no con el índice. Para hacer eso debería haber tomado el arma con ambas manos, porque de hacerlo con una sola la "patada" del disparo le habría hecho volar el arma. Por otra parte, si hubiera empuñado el arma de manera tan incómoda y antinatural para un militar acostumbrado a usarla, el retroceso le hubiera dañado o directamente bajado algunos dientes, que estaban enteros. Pero, además —como ocurrió en San Ignacio con Don Alfredo—, no había huellas de pólvora en las manos del presunto suicida. Es verdad que algunas armas no dejan esos rastros, pero no es el caso del Smith & Wesson que le causó la muerte. Cuando fue disparado en abril de 1997 por un policía, el revólver le dejó el correspondiente tatuaje. Igual, también, que en el caso Yabrán, nunca se encontró la lapicera con la que Echegoyen redactó su presunta carta de despedida, ni las cortinas del estudio, que podían presentar manchas reveladoras. Y el peritaje médico demostró que el muerto tenía los huesos de la nariz fracturados, no como consecuencia del disparo sino de un golpe. Tampoco se relacionaba con el disparo el hematoma violáceo que el comodoro Moreira advirtió en la frente de su amigo. O sea que "alguien" estuvo con Echegoyen la noche fatal del 12 al 13 de diciembre y le pegó. Para interrogarlo. Para obligarlo a escribir la carta. Para desmayarlo y meterle el cañón del 38 en la boca. Por si todo esto fuera poco, el peritaje caligráfico demostró que el mensaje final de Echegoyen se escribió en dos momentos distintos, porque la velocidad de escritura varía al final y la firma no parece ser la suya. Hay una pregunta que se hace Caviglia y aparentemente no se la hicieron otros: "¿Cómo se explica que si el disparo fue con la mano derecha y el proyectil sigue una línea que va de abajo hacia arriba y de adelante hacia atrás, nadie haya advertido, ni el juez ni los médicos legistas, que es imposible que la salida del proyectil se produzca sobre el parietal derecho?".
En 1998, en una reunión privada de amigos, alguien le preguntó a Carlos
Yeyé
Cabrera qué pensaba de las muertes de Rodolfo Echegoyen y José Luis Cabezas. El empresario, que estuvo al frente de Intercargo e Interbaires desde que éstas se constituyeron y ahora trabaja como super ejecutivo para Oscar Andreani, dejó caer dos palabras:
—Fueron errores.
Ocurrió en Pinamar, una tarde de carnaval a fines de los ochenta, después de la resurrección de Mariano Yabrán y antes de que se convirtiera en el hijo pródigo. Melina era entonces una muchacha de doce o trece años, consentida y traviesa. Esa tarde decidió poner fin al aburrimiento de la siesta llenando una bombita de agua y arrojándosela con excelente puntería a unos pibes del vecindario que jugaban en la Calle de la Ballena. Los chicos, indignados, la insultaron y amenazaron. Mariano, que estaba cerca, salió en defensa de su hermana menor. Devolvió los insultos y no tardó en trenzarse a golpes con los niños, apoyado por un primo. Como el combate favorecía a los dos mayores, uno de los menores fue a buscar al padre, un tal Dafnis Varela. El hombre, corpulento y sanguíneo, se indignó con "esos grandulones" que les pegaban a sus chicos y le dio un par de cachetadas a Mariano. Un vecino, el abogado Rodolfo Hilario De Gall Melo, que observaba la escena desde su casa, se molestó con la irrupción de ese adulto voluminoso que según él "no paraba de pegarle al adolescente" y decidió intervenir. Le "sacó de las manos a Mariano, cuya nariz sangraba abundantemente", y lo llevó a la sala de urgencias de Pinamar, la misma donde no mucho antes había llegado en coma. Después de que lo curaron, el abogado fue con el joven a la comisaría para dejar asentada una denuncia por lesiones. Allí supo que se llamaba Mariano Yabrán; un apellido que no le decía absolutamente nada.
Poco después, el padre de Mariano fue a visitarlo y le dio las gracias efusivamente. Le pareció un hombre tosco, con la amabilidad excesiva del hijo de inmigrantes que elige con cuidado las palabras, para no quedar mal, y busca ser bien recibido por aquellos a quienes considera socialmente superiores. Inseguridades que los patricios como Gall Melo olfatean al instante. El abogado era nieto de Leopoldo Melo, un radical "antipersonalista" ("galerita", como se les decía entonces) que fue derrotado en las elecciones presidenciales de 1928, por Yrigoyen y la "chusma" de la UCR. Otro de sus ancestros era Melo Villagrán, décimo virrey del Río de la Plata. Por familia y convicciones, De Gall Melo pertenecía al viejo Pinamar imaginado por los Bunge y los Shaw y no a la cofradía de nuevos ricos que pronto inundarían las playas con cuatriciclos y colorinches importados de Miami, como el "turco vivo" y a la vez acomplejado que tenía por delante. Este, sin embargo, logró sorprenderlo cuando le entregó diez mil dólares en pago anticipado de honorarios por querellar a Dafnis Varela ante los tribunales de Dolores. El patricio aceptó, porque diez mil dólares constituían en aquel momento una cifra interesante aun para el descendiente de un virrey, y prometió ocuparse de la denuncia judicial. De ese modo se inició una relación que tendría insospechadas derivaciones en la década siguiente.
Mariano estaba agradecido y empezó a frecuentar la casa de Gall Melo, a quien —según su costumbre de aquella época— empezó a considerar como "un padre". A su admiración por el abogado se debieron, probablemente, su elección de la carrera de Derecho y el fortalecimiento de su pasión tuerca. De Gall Melo tenía un Chevrolet 32 que maravillaba a Mariano. El chico quería tener algo parecido y no paró hasta que su padre le compró un Ford del '40. El automóvil sería otro motivo de roces con Pablo, a quien, por imposición paterna, tenía que cederle las llaves cada tanto. Yabrán consentía a sus hijos con esos costosos regalos, pero seguía sin otorgarles una real independencia. "Los hago andar con poca plata, porque no necesitan nada que yo no les dé", era su lema. La relación con Gall Melo se hizo aun más estrecha cuando Mariano empezó a noviar con Elvira, una de las hijas del patricio. La muchacha, ambiciosa y avispada, manejaba como quería a ese chico que, después del golpe, había quedado detenido en sus quince años, entre los balbuceos y las brumas de una eterna adolescencia. Don Alfredo veía bien el noviazgo y lo alentaba más que Gall Melo, que mantenía ciertas reservas. Le caía bien Elvira, y ella sentía un sincero cariño por su posible suegro, a pesar de ciertas cosas que la enardecían, como las exigencias paternas que le imponía a Mariano en materia de horarios. Sin embargo, comenzó a juntar en una carpeta los primeros artículos de prensa sobre las oscuras maniobras de Don Alfredo. A pesar de esta curiosa actitud, el afecto se mantuvo, incluso después de romper su noviazgo con Mariano y aun después de que su padre y Yabrán se distanciaran.
Una límpida y dorada tarde del otoño porteño, movido por un
impromptu,
Don Alfredo llevó a los novios a la mansión de la avenida Alvear, en las barrancas de Martínez (la misma que había comprado a nombre de una firma sospechosamente panameña), y les dijo, mientras contemplaban la arboleda del parque y el muro festoneado de enredaderas:
—Algún día ésta será la casa de ustedes.
Elvira estuvo tres años de novia con Mariano. Entre sus dieciséis y sus diecinueve años. Durante ese lapso las dos familias se mantuvieron relativamente cercanas, especialmente los hijos. Melina era amiga de las hermanas menores de Elvira. De chicas jugaban en la playa y cuando adolescentes iban juntas a bailar a Ku, la discoteca de moda. Formaron un núcleo que se fue ampliando con amigos permanentes y ocasionales, muchos de los cuales se vieron beneficiados por la tradicional munificencia de Don Alfredo, que les regaló uno de esos cuatriciclos por los que él mismo sentía verdadera pasión, hasta el punto de convertirse en uno de los grandes protectores de la firma Todo Honda, que llenó de rugidos las colinas arenosas de Pinamar. Pablo se había unido a la cofradía juvenil y salía con una chica del grupo que se llamaba Luciana y tenía un lunar que le afeaba la cara. Un día el lunar desapareció y, aunque nadie dijo nada, muchos supusieron que la mano milagrosa de Yabrán le había perfeccionado el rostro.
Del
Tío Rico
se podía esperar cualquier desmesura. Hubo un invierno en que llovieron pétalos de rosa sobre Narbay, el chalet alpino que sucedió al discreto Sausalito. Don Alfredo quiso homenajear a su esposa María Cristina y un helicóptero sobrevoló los alargados pinos que se alzaban en el lomo de la Ballena y dejó caer su perfumada carga. Otro día, un chasqui aéreo voló hasta Mar del Plata para traerle a la Señora sus medialunas favoritas. En otra ocasión —algún aniversario conyugal o familiar— hubo una suelta de palomas. Esas delicadezas de
Quico
le encantaban a la Castellana. María Cristina había refinado sus gustos, pero algunas veces se deslizaba hacia hábitos adquiridos de la tele o las revistas de modas. En los días del verano, a la hora de la siesta, una mucama colgaba bajo los árboles una hamaca paraguaya con una capelina que asomaba entre los pliegues y creaba la ilusión de una mujer leyendo o dormitando. La hamaca era retirada invariablemente al atardecer sin que nadie la hubiese usado.