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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Doña Luz (20 page)

BOOK: Doña Luz
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Algunas personas incrédulas del lugar querían dar a entender que todo esto se decía para adular a don Acisclo, el cual lamentó de verdad la muerte del sobrino y le elogió en todos los tonos que él podía emplear.

Por lo demás, incrédulos y crédulos, ora por hacer coro a D. Acisclo, ora porque así lo sintiesen, todos convenían en que el muerto había sido lo que se llama un bello sujeto, lleno de discreción y de bondad, y hasta santo, entendiendo cada cual la santidad a su manera.

Nadie, sin embargo, lloró con más ternura, tuvo más honda pena por la muerte del P. Enrique que la persona que tenía o creía tener indicios de que él no había sido santo del todo. Doña Luz durante los primeros días estuvo desolada.

Acrecentaban su pena singulares cavilaciones. Por una parte cierto orgullo, cuando volvía a creer que ella le había infundido una pasión homicida, y luego el horror que le causaba dicho orgullo; por otra parte la confusa sospecha y el vago remordimiento de que ella por instinto abominable, aunque sin reflexión, había provocado y hecho nacer aquel extravío en alma antes tan tranquila y dichosa; y por último la duda de que todo fuese sueño de su vanidad. ¿No podía doña Luz haberse forjado una novela? ¿Qué le había dicho el Padre para que le creyese enamorado? ¿Se había muerto de amor o de apoplejía? La romántica, la sentimental era ella, que le había besado locamente cuando expiraba.

«¿Si habré sido yo la liviana, la sandia y la extravagante? ¿Si habré estado enamorada del fraile, que no pensaba en mí sino con inocente y sencillo afecto paternal?».

Al cavilar así doña Luz se llenaba de vergüenza y temblaba como una azogada y se enojaba contra sí misma, juzgándose delincuente, loca y hasta infiel.

Mientras pasaba esto en el ánimo de doña Luz, don Acisclo repartió entre sus hijos o guardó para sí los pocos y pobres objetos que el Padre había dejado, y que más habían de conservar como sagrada memoria que por el escaso valer que tuviesen.

En esta partición reservó D. Acisclo para doña Luz los pocos libros que el fraile poseía.

No ignoraba D. Acisclo que el padre estaba escribiendo una obra y hasta pensó en que podría él darla a la estampa, aunque hubiese quedado incompleta. Buscó, pues, el manuscrito, le halló, y considerando que las dos únicas personas capaces de entender en el lugar aquello que él llamaba una
monserga
eran D. Anselmo y doña Luz, y que D. Anselmo por ser impío no apreciaría tan bien la
monserga
como doña Luz, que era creyente, no titubeó en llevar el manuscrito a doña Luz, sin abrir siquiera sus páginas, porque le estorbaba lo negro, como no fuesen cuentas en que él saliera ganando y con alcances a su favor.

Doña Luz recibió con veneración el manuscrito del Padre, y no bien D. Acisclo la dejó sola, le abrió con ansiosa curiosidad y se puso a leerle. En su impaciencia hojeaba y recorría todas las páginas, devorando al vuelo su contenido, procurando comprender el conjunto, y dejando para después el leerlo todo con detenimiento.

A poco de hojear, dio doña Luz con las hojas sueltas. Su vista se fijó en ellas. El corazón le dijo que algo de muy interesante encerraban.

Entonces las leyó con pausa, con interrupciones, con muy frecuentes interrupciones, porque el llanto se agolpaba en sus ojos y la cegaba y no le consentía que leyese.

En cada una de estas inevitables interrupciones, en voz baja como si temiera ser oída, con las palabras entrecortadas por los sollozos, exclamaba doña Luz:

—Era cierto. Era cierto. ¡Me amaba, Dios mío! ¡Cuánto, cuánto me amaba!

A lo último, más allá y después de lo que conocemos, la víspera de su muerte, el P. Enrique había escrito lo que sigue, que también leyó doña Luz:

«Estas páginas, si no las rasgo o las quemo, irán indefectiblemente, después de morir yo, a las hermosas manos de ella. Ya entonces no me avergonzaré de que ella sepa mi amor. Perdona, Dios mío, mi nueva culpa. Quiero que ella le sepa. ¿En qué el saberlo podrá turbar la dicha y la paz de su noble vida? Ella me ha amado, ella me ama como un ángel ama a un santo, y yo la he amado como un hombre ama a una mujer. Sería yo hipócrita si no le revelase que no merezco su amor angelical; que yo la amaba como ama un pecador. Es menester para mi eterno reposo que ella me perdone por haber convertido en veneno el bálsamo y su afecto inocente en incentivo vicioso; por haber alimentado con la purísima luz de sus ojos este fuego del infierno que me abrasa y que mancha lo limpio de su imagen que llevo grabada en el alma. A pesar tuyo, Dios mío, a pesar tuyo y en contra tuya, la llevo grabada con rasgos indelebles. Todo el brío de mi voluntad, toda la fuerza del cielo, todas las penas del infierno no podrán arrancarla de allí. Doña Luz y el amor de doña Luz viven vida inmortal en mi espíritu».

Al terminar la lectura, el dolor de doña Luz se hizo más agudo; las lágrimas acudieron más abundantes a sus ojos; los sollozos parecía que iban a ahogarla; pero, como luce el iris entre las nubes negras, una dulce sonrisa de triunfo y de gratitud por aquel amor, que sólo perdón solicitaba, brilló en los rojos y frescos labios de la gentil señora.

XIX

La embajada de D. Gregorio

La tristeza de doña Luz, pasados algunos días, tuvo más de dulce que de amarga: aunque no dejaba de ser tristeza, estaba mitigada por la satisfacción que sentía doña Luz de haber inspirado tan viva simpatía; por la declaración, hecha por el mismo Padre, de que ella no había sido coqueta, y por la absolución, que ella misma se daba, después de hacer un examen de conciencia muy rigoroso.

Doña Luz no tenía la culpa de aquel amor que agradecía, ni de aquella muerte que lamentaba.

Su amistad, admiración y veneración al Padre no podían haber sido mayores.

Si el Padre le hubiera inspirado otro más vivo sentimiento, ella hubiera pecado contra Dios, contra el mundo, contra su honra y contra su decoro.

En cambio, su amor a D. Jaime era legítimo, correcto, conforme a la clase y posición de ella, y fundado, por último, en causas no menos poéticas que el amor que por el P. Enrique, si hubiese sido lícito, hubiera ella podido sentir.

A fin de fortalecer y magnificar las causas poéticas del amor que tenía a D. Jaime, doña Luz estimó muy alto el de D. Jaime hacia ella. Su desinterés era evidente. Él hubiera hallado a cientos los partidos mejores en Madrid. Hubiera tenido con facilidad mujer con título y con rentas, a poco que la hubiera buscado. Don Jaime había sin duda desdeñado por ella las más brillantes bodas. Luego la adoraba don Jaime. Y D. Jaime, elegantísimo, de noble familia, lleno de porvenir, honrado y respetado ya como hábil capitán y soldado valeroso, podía enorgullecer a cualquiera mujer a quien diese su nombre y su mano. D. Jaime, además, era joven aún, gallardo y arrogante de figura, discreto y ameno. Las cartas que escribía doña Luz desde Madrid mostraban bien su amor por lo tiernas y cariñosas, y su ingenio y su chiste, por lo bien escritas y por las gracias y lances que contenían.

Doña Luz, pues, en vista de todo lo expuesto, convino consigo misma en que estaba enamoradísima de su marido, en que tenía razón para estarlo y para haberse casado con él, y en que su amistosa ternura por el Padre y las lágrimas que vertía por su muerte, y hasta los besos que le había dado, eran de orden tan distinto, que en nada se oponían ni alteraban, ni modificaban en un ápice, ni aflojaban en un solo punto el lazo amoroso y matrimonial que a D. Jaime la ligaba.

Pocos días faltaban ya para que D. Jaime volviese por ella. Ya había él tomado casa a propósito, y casi la tenía amueblada. Ya había sacado el título. Ya podían ambos esposos llamarse los marqueses de Villafría. D. Jaime iba a llegar dentro de aquella misma semana, y era ya miércoles.

Doña Luz estaba en su cuarto, acababa de volver de misa, y había rezado con fervor por el alma del P. Enrique, en quien de continuo y tierna y melancólicamente pensaba, cuando entró Juana, la doncella, y dijo:

—Señora, un forastero quiere hablar con usía.

—¿Su nombre?

—Don Gregorio Salinas.

—No le conozco. ¿Qué facha tiene?

—Más bien buena que mala. Viene muy decentemente vestido, aunque de viaje. Se conoce que acaba de llegar. Es chiquitín, regordete, colorado como una remolacha, y se sonríe como si estuviese contento. Está, sin embargo, de luto.

—Mira, Juana, yo no tengo gana de recibir visitas. Dile que me duele la cabeza, que vuelva otra vez si tiene algo importante que decirme, que hoy no recibo.

Juana salió a dar el recado, y volvió en seguida con una carta que puso en manos de doña Luz.

—Don Gregorio Salinas —dijo Juana—, me acaba de entregar esta carta, asegurando que será admitido en cuanto usía la lea. Dice que la carta es su credencial.

Doña Luz, no bien tomó la carta y miró el sobrescrito, se quedó maravillada. Reconoció la letra de su padre.

La abrió precipitadamente, y miró la firma. Era de su padre también.

Leyó enseguida la fecha y vio que la carta estaba escrita hacía más de quince años.

La carta era lacónica. No contenía más que estas palabras:

«Querida hija: El portador de esta carta será don Gregorio Salinas, escribano de Madrid, persona de toda mi confianza. Da entero crédito a cuanto te diga; óyele y atiéndele; y acepta y recibe sin el menor escrúpulo lo que te ofrezca y entregue».

—Que pase adelante ese caballero —dijo doña Luz.

Juana fue a buscarle, y D. Gregorio entró en la salita en que doña Luz estaba.

Después de los cumplimientos de costumbre, sentados doña Luz y su hasta entonces desconocido huésped en cómodas butacas, habló éste, con reposo y como quien tiene mucho que decir, de la manera siguiente:

—Ya sabe usía que me llamo Gregorio Salinas. Ahora soy escribano y no estoy mal de bienes de fortuna. Hace ventiocho años era yo un pobre estudiante, sin una peseta en el bolsillo; pero, en cambio, ni estaba gordo, ni tenía canas, ni calva, ni arrugas, y las gentes afirmaban, perdone usía la inmodestia con que lo recuerdo, que era yo un bonito muchacho, listo y gracioso. Nada tiene de extraño, por consiguiente, que se enamorase de mí una mujer del sobresaliente mérito de mi Joaquina. Esta Joaquina es mi esposa, para servir a usía. Quiere mucho a usía y le manda conmigo mil respetuosas y cariñosas expresiones.

—Mil gracias —dijo doña Luz, interrumpiendo a don Gregorio—. Deje V. el tratamiento y llámeme de usted, y perdóneme además si le digo con franqueza que aligere su cuento porque me muero de curiosidad.

—Tenga V. calma, señora marquesa; tenga V. calma. Yo le prometo no ser prolijo ni enojoso. Iré al grano. No crea usted que nada de lo que digo es a humo de pajas. Todo se necesita para que V. se entere.

—Vamos, siga V., y le repito que perdone mi interrupción.

—Pues, como iba diciendo —prosiguió D. Gregorio—, mi esposa es ahora una matronaza fresca y guapetona todavía, si bien los años no pasan en balde. Cinco hijos me ha dado como cinco soles. Todos están a las órdenes de V., señora marquesa. En aquel entonces, cuando el noviazgo, era mi Joaquina una moza de lo más selecto que se paseaba por Madrid, y servía de doncella a cierta dama de las más encopetadas, cuya privanza tenía por completo y todos cuyos secretos más íntimos poseía.

—¿Y cómo se llamaba esa dama?

—La Exma. Sra. Condesa de Fajalauza.

Doña Luz, como quien oye un nombre que por vez primera suena en sus oídos, se encogió de hombros y se calló. D. Gregorio siguió hablando:

—Mucho debemos mi esposa y yo a esta señora. Ella nos casó, ella nos protegió, y ella nos dio los medios conducentes para llegar al punto de bienestar y prosperidad a que hemos llegado. Dios se lo pague y se lo aumente de gloria. Bien se lo merece, porque, al fin, si alguna falta cometió, tuvo en este pícaro mundo su purgatorio. La Condesa estaba casada con el señor más terrible que se ha conocido en nuestros días. Todos le temblaban, empezando por su mujer. Había tenido varios lances de los que llaman de honor, y pesaban tres muertes y varias heridas sobre su conciencia. Tenía fama de tan diestro, que se le creía capaz de matar de un pistoletazo un mosquito que pasase volando a cincuenta varas de distancia, y de atravesar de una estocada al propio diablo que se pusiese a reñir con él. Añádase a esto que el Conde era celoso como un turco, y no porque amase mucho a la Condesa, sino por otros motivos. La pobrecita Condesa no le había dado ninguno durante ocho años de matrimonio. Aquella señora era una santa; muy sufrida, muy prudente y muy buena cristiana.

Doña Luz empezó a dar visibles muestras de interesarse en la narración. Don Gregorio siguió diciendo:

—La Condesa aportó al matrimonio cuantiosos bienes. Malas lenguas han dado en propalar que el Conde, al casarse con ella, no tuvo en cuenta sino su negocio. Nada de amor. La condesa se casó casi niña, excitada a ello por su madre, y sin comprender toda la trascendencia de aquel paso. A poco murió su madre, y la huérfana, sin hermanos ni parientes próximos, se vio sola en el mundo, frente a frente de aquel tirano, que más debiera llamarse tal que no esposo y compañero.

No tenía la Condesa razón alguna para amar ni respetar a su marido; pero amaba la limpieza de su fama, y temía a Dios y veneraba los preceptos morales y religiosos. Nada, como he dicho, hubo que censurar en ella en los primeros ocho años de matrimonio. Vivió resignada como una mártir. Ni siquiera tuvo el consuelo y el refugio que tienen otras mujeres, consagrando su corazón al amor maternal. El maldito enlace fue estéril. Los condes de Fajalauza no tuvieron hijos.

Un asunto de grande interés reclamó por aquel tiempo la presencia del Conde en Lima. No convenía confiar a nadie el asunto que allí tenía y que importaba una suma archi-respetable. La condesa se hallaba muy delicada de salud y no podía acompañar a su marido en tan larga navegación. El Conde, después de muchas vacilaciones, resolvió ir solo. Fue, pues, y estuvo en el Perú cerca de año y medio.

Durante la ausencia del Conde no se presentó la Condesa en reuniones ni en teatros; vivió bastante retirada, pero no faltaron galanes y pretendientes que procurasen hacerse amar de ella. La Condesa los desdeñó a todos. Hubo uno, sin embargo, dotado de prendas tan raras y brillantes, tan enamorado o fingiendo con tanto arte que lo estaba, tan discreto, buen mozo y seductor, que acertó a cautivar el alma de la desdichada Condesa. Contribuyó mucho a este resultado, como sucede siempre, la fama de conquistador que ya tenía el galán. Nada puede tanto con las mujeres como el considerar que aquel que las pretende desdeña por su amor el de otras mujeres a la moda, jóvenes, hermosas, ricas y distinguidas.

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