Doña Perfecta (6 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Doña Perfecta
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—Él es así —añadió la señora—. Siempre haciéndose la mosquita muerta... Y sabe más que los cuatro doctores. ¡Ay, señor don Inocencio, qué bien le sienta a usted el nombre que tiene! Pero no se nos venga acá con humildades importunas. Si mi sobrino no tiene pretensiones... Si él sabe lo que le han enseñado y nada más... Si ha aprendido el error, ¿qué más puede desear sino que usted le ilustre y le saque del infierno de sus mentirosas doctrinas?

—Justamente, no deseo otra cosa, sino que el señor Penitenciario me saque... — murmuró Pepe, comprendiendo que sin quererlo se había metido en un laberinto.

—Yo soy un pobre clérigo que no sabe más que la ciencia antigua — repuso don Inocencio—. Reconozco el inmenso valer científico mundano del señor don José, y ante tan brillante oráculo, callo y me postro.

Diciendo esto, el canónigo cruzaba ambas manos sobre el pecho, inclinando la cabeza. Pepe Rey estaba un si es no es turbado a causa del giro que diera su tía a una vana disputa festiva en la que tomó parte tan sólo por acalorar un poco la conversación. Creyó prudente poner punto en tan peligroso tratado, y con este fin dirigió una pregunta al señor don Cayetano, cuando éste, despertando del vaporoso letargo que tras los postres le sobrevino, ofrecía a los comensales los indispensables palillos clavados en un pavo de porcelana que hacía la rueda.

—Ayer descubrí una mano empuñando el asa de un ánfora en la cual hay varios signos hieráticos. Te la enseñaré —dijo don Cayetano, gozoso de plantear un tema de su predilección.

—Supongo que el señor de Rey será también muy experto en cosas de arqueología — indicó el canónigo, que siempre implacable, corría tras su víctima, siguiéndola hasta su más escondido refugio.

—Por supuesto —dijo doña Perfecta—. ¿De qué no entenderán estos despabilados niños del día? Todas las ciencias las llevan en las puntas de los dedos. Las universidades y las academias les instruyen de todo en un periquete dándoles patentes de sabiduría.

—¡Oh!, eso es injusto —repuso el canónigo, observando la penosa impresión que manifestaba el semblante del ingeniero.

—Mi tía tiene razón —afirmó Pepe — . Hoy aprendemos un poco de todo, y salimos de las escuelas con rudimentos de diferentes estudios.

—Decía —añadió el canónigo— que será usted un gran arqueólogo.

—No sé una palabra de esa ciencia —repuso el joven — . Las ruinas son ruinas, y nunca me ha gustado empolvarme en ellas.

Don Cayetano hizo una mueca muy expresiva.

—No es esto condenar la arqueología —dijo vivamente el sobrino de doña Perfecta, advirtiendo con dolor que no pronunciaba una palabra sin herir a alg uien—. Bien sé que del polvo sale la historia. Esos estudios son preciosos y utilísimos.

—Usted —observó el Penitenciario, metiéndose el palillo en la última muela— se inclinará más a los estudios de controversia. Ahora se me ocurre una excelente idea, señor don José. Usted debiera ser abogado.

—La abogacía es una profesión que aborrezco —replicó Pepe Rey—. Conozco abogados muy respetables, entre ellos a mi padre, que es el mejor de los hombres. A pesar de tan buen ejemplo, en mi vida me hubiera sometido a ejercer una profesión que consiste en defender lo mismo en pro que en contra de las cuestiones. No conozco error, ni preocupación, ni ceguera más grande que el empeño de las familias en inclinar a la mejor parte de la juventud a la abogacía. La primera y más terrible plaga de España es la turbamulta de jóvenes abogados, para cuya existencia es necesario una fabulosa cantidad de pleitos. Las cuestiones se multiplican en proporción de la demanda. Aun así, muchísimos se quedan sin trabajo, y como un señor jurisconsulto no puede tomar el arado ni sentarse al telar, de aquí proviene ese brillante escuadrón de holgazanes llenos de pretensiones que fomentan la empleomanía, perturban la política, agitan la opinión y engendran las revoluciones. De alg una parte han de comer. Mayor desgracia sería que hubiera pleitos para todos.

—Pepe, por Dios, mira lo que hablas —dijo doña Perfecta, con marcado tono de severidad—. Pero dispénsele usted, señor don Inocencio... porque él ignora que usted tiene un sobrinito el cual, aunque recién salido de la Universidad, es un portento en la abogacía.

—Yo hablo en términos generales — manifestó Pepe con firmeza—. Siendo, como soy, hijo de un abogado ilustre, no puedo desconocer que algunas personas ejercen esta noble profesión con verdadera gloria.

—No... si mi sobrino es un chiquillo todavía —dijo el canónigo, afectando humildad—. Muy lejos de mi ánimo afirmar que es un prodigio de saber, como el señor de Rey. Con el tiempo quién sabe... Su talento no es brillante ni seductor. Por supuesto, las ideas de Jacintito son sólidas, su criterio sano; lo que sabe lo sabe a macha martillo. No conoce sofisterías ni palabras huecas...

Pepe Rey parecía cada vez más inquieto. La idea de que sin quererlo, estaba en contradicción con las ideas de los amigos de su tía, le mortificaba, y resolvió callar por temor a que él y don Inocencio concluyeran tirándose los platos a la cabeza. Felizmente el esquilón de la catedral, llamando a los canónigos a la importante tarea del coro, le sacó de situación tan penosa. Levantóse el venerable varón y se despidió de todos, mostrándose con Pepe tan lisonjero, tan amable, cual si la amistad más íntima desde largo tiempo les uniera. El canónigo, después de ofrecerse para servirle en todo, le prometió presentarle a su sobrino, a fin de que éste le acompañase a ver la población, y le dijo las expresiones más cariñosas, dignándose agraciarle al salir con una palmadita en el hombro. Pepe Rey aceptando con gozo aquellas fórmulas de concordia, vio, sin embargo, el cielo abierto cuando el sacerdote salió del comedor y de la casa.

Capítulo VIII - A toda prisa

P
oco después la escena había cambiado. Don Cayetano, encontrando descanso a sus sublimes tareas en un dulce sueño que de él se amparó, dormía blandamente en un sillón del comedor. Doña Perfecta andaba por la casa tras sus quehaceres. Rosarito, sentándose junto a una de las vidrieras que a la huerta se abrían, miró a su primo, diciéndole con la muda oratoria de los ojos:

—Primo, siéntate aquí junto a mí, y dime todo eso que tienes que decirme.

Pepe Rey, aunque matemático, lo comprendió.

—Querida prima —dijo Pepe—, ¡cuánto te habrás aburrido hoy con nuestras disputas! Bien sabe Dios que por mi gusto no habría pedanteado como viste; pero el señor canónigo tiene la culpa... ¿Sabes que me parece singular ese señor sacerdote?...

—¡Es una persona excelente! —repuso Rosarito, demostrando el gozo que sentía por verse en disposición de dar a su primo todos los datos y noticias que necesitase.

—¡Oh!, sí, una excelente persona. ¡Bien se conoce!

—Cuando le sigas tratando, conocerás...

—Que no tiene precio. En fin, basta que sea amigo de tu mamá y tuyo para que también lo sea mío —afirmó el joven—. ¿Y viene mucho acá?

—Toditos los días. Nos acompaña mucho —repuso Rosarito con ingenuidad — ¡Qué bueno y qué amable es! ¡Y cómo me quiere!

—Vamos, ya me va gustando ese señor.

—Viene también por las noches a jugar al tresillo —añadió la joven — , porque a prima noche se reúnen aquí algunas personas, el juez de primera instancia, el promotor fiscal, el deán, el secretario del obispo, el alcalde, el recaudador de contribuciones, el sobrino de don Inocencio...

—¡Ah! Jacintito, el abogado.

—Ése. Es un pobre muchacho más bueno que el pan. Su tío le adora. Desde que vino de la Universidad, con su borla de doctor... porque es doctor de un par de facultades, y sacó nota de sobresaliente... ¿qué crees tú?, ¡vaya!... pues desde que vino, su tío le trae aquí con mucha frecuencia. Mamá también le quiere mucho... Es un muchacho muy formalito. Se retira temprano con su tío; no va nunca al Casino por las noches, no juega ni derrocha, y trabaja en el bufete de don Lorenzo Ruiz, que es el primer abogado de Orbajosa. Dicen que Jacinto será un gran defendedor de pleitos.

—Su tío no exageraba al elogiarle —dijo Pepe—. Siento mucho haber dicho aquellas tonterías sobre los abogados... Querida prima, ¿no es verdad que estuve inconveniente?

—Calla, si a mí me parece que tienes mucha razón.

—¿Pero de veras, no estuve un poco...?

—Nada, nada.

—¡Qué peso me quitas de encima! La verdad es que me encontré, sin saber cómo, en una contradicción constante y penosa con ese venerable sacerdote. Lo siento mucho.

—Lo que yo creo —dijo Rosarito, clavando en él sus ojos llenos de expresión cariñosa— es que tú no eres para nosotros.

—¿Qué significa eso?

—No sé si me explico bien, primo. Quiero decir, que no es fácil te acostumbres a la conversación ni a las ideas de la gente de Orbajosa. Se me figura... es una suposición.

—¡Oh!, no: yo creo que te equivocas.

—Tú vienes de otra parte, de otro mundo, donde las personas son muy listas, muy sabias, y tienen unas maneras finas y un modo de hablar ingenioso, y una figura... Puede ser que no me explique bien. Quiero decir que estás habituado a vivir entre una sociedad escogida; sabes mucho... Aquí no hay lo que tú necesitas; aquí no hay gente sabia, ni grandes finuras. Todo es sencillez, Pepe. Se me figura que te aburrirás, que te aburrirás mucho y al fin tendrás que marcharte.

La tristeza que era normal en el semblante de Rosarito se mostró con tintas y rasgos tan notorios, que Pepe Rey sintió una emoción profunda.

—Estás en un error, querida prima. Ni yo traigo aquí la idea que supones, ni mi carácter ni mi entendimiento están en disonancia con los caracteres y las ideas de aquí. Pero vamos a suponer por un momento que lo estuvieran.

—Vamos a suponerlo...

—En ese caso tengo la firme convicción de que entre tú y yo, entre nosotros dos, querida Rosario, se establecerá una armonía perfecta. Sobre esto no puedo engañarme. El corazón me dice que no me engaño.

Rosarito se ruborizó; pero esforzándose en hacer huir su sonrojo con sonrisas y miradas dirigidas aquí y allí, dijo:

—No vengas ahora con artificios. Si lo dices porque yo he de encontrar siempre bien todo lo que piensas, tienes razón.

—Rosario —exclamó el joven —. Desde que te vi, mi alma se sintió llena de una alegría muy viva... he sentido al mismo tiempo un pesar, el pesar de no haber venido antes a Orbajosa.

—Eso sí que no lo he de creer —dijo ella, afectando jovialidad para encubrir medianamente su emoción—. ¿Tan pronto?... No vengas ahora con palabrotas... Mira, Pepe, yo soy una lugareña, yo no sé hablar más que cosas vulgares; yo no sé francés; yo no me visto con elegancia; yo apenas sé tocar el piano; yo...

—¡Oh, Rosario! —exclamó con ardor el joven—. Dudaba que fueses perfecta; ahora ya sé que lo eres.

Entró de súbito la madre. Rosarito que nada tenía que contestar a las últimas palabras de su primo, conoció, sin embargo, la necesidad de decir algo, y mirando a su madre, habló así:

—¡Ah!, se me había olvidado poner la comida al loro.

—No te ocupes de eso ahora. ¿Para qué os estáis ahí? Lleva a tu primo a dar un paseo por la huerta.

La señora se sonreía con bondad maternal, señalando a su sobrino la frondosa arboleda que tras los cristales aparecía.

—Vamos allá —dijo Pepe levantándose.

Rosarito se lanzó como un pájaro puesto en libertad hacia la vidriera.

—Pepe, que sabe tanto y ha de entender de árboles —afirmó doña Perfecta— te enseñará cómo se hacen los injertos. A ver qué opina él de esos peralitos que se van a trasplantar.

—Ven, ven —dijo Rosarito desde fuera.

Llamaba a su primo con impaciencia. Ambos desaparecieron entre el follaje. Doña Perfecta les vio alejarse, y después se ocupó del loro. Mientras le renovaba la comida, dijo en voz muy baja, con ademán pensativo:

—¡Qué despegado es! Ni siquiera le ha hecho una caricia al pobre animalito.

Luego en voz alta añadió, creyendo en la posibilidad de ser oída por su cuñado:

—Cayetano, ¿qué te parece el sobrino?... ¡Cayetano!

Sordo gruñido indicó que el anticuario volvía al conocimiento de este miserable mundo.

—Cayetano...

—Eso es... eso es... —murmuró con torpe voz el sabio— este caballerito sostendrá como todos la opinión errónea de que las estatuas de Mundogrande proceden de la primera inmigración fenicia. Yo le convenceré...

—Pero Cayetano...

—Pero Perfecta... ¡Bah! ¿También ahora sostendrás que he dormido?

—No, hombre, ¡qué he de sostener yo tal disparate!... ¿Pero no me dices qué te parece ese joven?

Don Cayetano se puso la palma de la mano ante la boca para bostezar más a gusto, y después entabló una larga conversación con la señora.

Los que nos han transmitido las noticias necesarias a la composición de esta historia, pasan por alto aquel diálogo, sin duda porque fue demasiado secreto. En cuanto a lo que hablaron el ingeniero y Rosarito en la hueita aquella tarde, parece evidente que no es digno de mención.

En la tarde del siguiente día ocurrieron sí cosas que no deben pasarse en silencio, por ser de la mayor gravedad. Hallábanse solos ambos primos a hora bastante avanzada de la tarde, después de haber discurrido por distintos parajes de la huerta, atentos el uno al otro y sin tener alma ni sentidos más que para verse y oírse.

—Pepe —decía Rosario—, todo lo que me has dicho es una fantasía, una cantinela, de esas que tan bien sabéis hacer los hombres de chispa. Tú piensas que como soy lugareña creo cuanto me dicen.

—Si me conocieras, como yo creo conocerte a ti, sabrías que jamás digo sino lo que siento. Pero dejémonos de sutilezas tontas y de argucias de amantes que no conducen sino a falsear los sentimientos. Yo no hablaré contigo más lenguaje que el de la verdad. ¿Eres acaso una señorita a quien he conocido en el paseo o en la tertulia y con la cual pienso pasar un rato divertido? No. Eres mi prima. Eres algo más... Rosario, pongamos de una vez las cosas en su verdadero lugar. Fuera rodeos. Yo he venido aquí a casarme contigo.

Rosario sintió que su rostro se abrasaba y que el corazón no le cabía en el pecho.

—Mira, querida prima —añadió el joven— te juro que si no me hubieras gustado, ya estaría lejos de aquí. Aunque la cortesía y la delicadeza me habrían obligado a hacer esfuerzos, no me hubiera sido fácil disimular mi desengaño. Yo soy así.

—Primo, casi acabas de llegar —dijo lacónicamente Rosarito, esforzándose en reír.

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