No.
Hoy no.
Ahora no.
El poder es, del que niega y, negándose, se niega.
Algo que no está mucho en mi naturaleza.
Pero yo necesitaba dignidad.
Y paz.
Y amor.
Estuve dos meses sin cogerle el teléfono.
A veces me acosté con otro.
En general no me acosté con nadie.
Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos.
Estuve
cincuenta y siete
días sin contestarle los mensajes. Y él enviando el mismo cada mañana y cada tarde. Una propuesta enviada mil veces no se convierte en verdad.
Borja quería control, yo quería respeto. Y tenía miedo: no me gustaba que me controlaran por dentro.
Borja se presentó en mi casa un viernes por la mañana. Yo salía como siempre, con el pelo mojado y una mezcla de pereza y prisa. Casi no lo vi, pero me choqué contra él.
Me estaba esperando en la puerta de mi coche sucio, sin apoyarse en la puerta, protegiendo su traje. Estaba guapo después de dos meses sin verle. Elegante, serio, más delgado.
Sonriente.
—Hola, Andrea. Cuánto tiempo…
Y yo muda, claro.
—Toma—dijo, y me tendió un sobre.
—(…)
—No lo abras, que te veo nerviosa.
—(…)
—Es un billete de tren.
—(…)
—Para esta tarde. Espero que te vengas conmigo.
—(…)
—Es una cosa de trabajo mañana por la mañana. Dos horitas y ya.
—(…)
—Un gran hotel en la playa.
—(…)
—Y dormir juntos, Andrea.
—(…)
—Tengo que irme.
Se fue dándome un único beso en la mejilla, como hacía siempre que su conductor estaba cerca. Mientras él caminaba despacio hacia su coche, se subía y arrancaba, yo seguía sin encontrar la llave.
Lo conseguí y me quedé temblando.
Había soñado con eso mucho tiempo. Un fin de semana con Borja, sin tiempo, sin que se vistiera corriendo y desapareciera de mi vida para aparecer en mi móvil.
¿Y…?
Llevábamos dos meses sin vernos, sin hablarnos, sin tocarnos.
Llevaba dos meses negándole y así es como había conseguido tenerlo. Tenerlo justo allí.
¿Y…?
Y nada. Era una disyuntiva clara: ¿dormir con él o dominarlo?
No fui a la estación.
Le avisé de que no me esperara y no fui. Tampoco le di explicaciones, pero sí me las di a mí: que estaba en paz sin él y que sus formas —muy emocionantes y muy peliculeras, cierto—demostraban una enorme falta de respeto: ¿qué pensaba él? ¿Que podía imponerse en mi agenda sin avisar?
Sí, claro.
Podía.
Yo ya no pensaba en otra cosa.
Mi orgullo satisfecho, mi cuerpo añorante.
Soy una mujer contradictoria.
Soy una mujer.
Soy.
Como puedo ser.
Y me gustan las contradicciones, pero no con Borja. El mismo lunes le mandé un mensaje, sabiendo que era un error, sabiendo que volvería a pasarme el día vigilando el móvil y su respuesta. O su no respuesta.
Y eso que lo truqué, que le mandé una frase con pregunta, de las que yo siempre contesto por pura educación.
“¿Lo pasaste bien? ¿Sabes que al final sí que estoy escribiendo?”.
No contestó; yo tampoco lo habría hecho.
Tres semanas después nos encontramos en la cama.
Habíamos estado tres meses y catorce días sin tocarnos.
“Lo necesito, Andrea. Por favor, no me vengas con juegos”.
No me había llamado desde el viaje, pero yo sabía bien lo que le había pasado. Había salido en todos los periódicos y no lo puedo contar aquí.
Cuando lo leí pensé en llamarle, pero luego decidí que no. Él tenía una familia, una casa y un consuelo.
Pero no tuve valor para decirle que no cuando fue él quien llamó.
Llegó a casa nervioso, sin poder estarse quieto. Caminaba de un lado para otro y apenas me había dado un beso. Yo nunca lo había visto así. Fue a la cocina, abrió todos los armarios y no encontró los vasos. Un paso por detrás de él, sin interrumpir su charla incesante y banal (“qué tal, cómo estás, cómo va todo, y bien entonces, me alegro…”), le fui sacando un vaso, ginebra, hielo, tónica y limón.
Se hizo él el
gintonic
, se quitó la chaqueta y encontró el salón.
—Siéntate a mi lado, Andrea. Sólo quiero estar contigo. Eres la única persona en el mundo que me da luz.
Y echó la cabeza para atrás, se reclinó en el sofá y me arrastró a su pecho. Estuvimos así, acurrucados, mucho rato. Yo esperando, los dos en silencio.
Era raro que Borja se callara, experto, como es, en esconderse detrás de las palabras, pero no dijo nada. Ni siquiera cuando se levantó, me cogió de la mano y tiró de mí hasta mi habitación.
Ni cuando se sentó en la cama y me sentó sobre él.
Me cogió la cara entre las manos, y me dio un beso en cada ojo suave, ligero, pidiéndome que los cerrara, que no viera, que no recordara; avisándome de que no era él el que estaba, o, al revés, que era más él que nunca y por eso no quería que yo lo mirara.
Borja me quitó el jersey sin dejar que me levantara de sus piernas. Despacio. Sin hacer ruido. Luego el sujetador. Y luego, nada. Un abrazo intenso, fuerte, conmigo desnuda y él aún sin palabras.
Me apartó un poco, me miró y me sonrió con la sonrisa más triste del mundo, una sonrisa llena de ternura. Se desabrochó la camisa y me levantó en brazos para dejarme sobre la cama mientras él se desnudaba.
Ese día Borja y yo hicimos el amor. O me lo hizo él, mejor dicho, porque a mí no me dejó decir ni hacer nada. Borja, sin hablar, me pidió que lo recibiera y se perdió en mí.
Suena raro, fue raro.
Fue, también, maravillosamente excepcional.
Borja me tumbó boca arriba, mirándole mientras me retiraba los pantalones y las bragas, y me empezó a besar por el final. Por los dedos de los pies. Cada dedo, cada uña, besos de mariposa, el aleteo de su lengua, la yema de sus dedos.
Terminó con los pies y se tumbó a mi lado, apoyado en el codo, mirándome sin verme, o viéndome, pero muy lejos. Y me empezó a dibujar, por líneas que él iba uniendo, entre el pecho y el ombligo, de la cadera a la axila, de la oreja al mentón, de la frente a la punta de la nariz, de la ingle a la ingle, del principio al final.
Yo no quería follar, quería abrazarle, chuparle el dolor, hacerle hablar, odiarle otra vez… Quería curarle. Así que me tumbé frente a él y le obligué a tocarme entera, echado sobre mí, aplastándome, haciéndome daño, y luego le atrapé: enrosqué mis piernas alrededor de su espalda y lo atraje hacia mí.
Y sí.
Borja estaba vivo.
Su polla durísima encontró mi coño, y se metió sin más, sin chuparme como otras veces, sin tocarme como siempre. Entró en casa y se hizo enorme, pero yo quería más.
Más de mí, menos de Borja. Darle más, exigirle menos.
Y le hice girarse, con esos gestos que sólo se entienden en el sexo, perfectos. Él tumbado, descansando, y yo sentada sobre su polla, sobre él.
Dicen los manuales y los lugares comunes que esa postura es la que da más placer a la mujer. Lo dicen y usan el verbo “cabalgar”. Yo creo que no es verdad. O que no es mi verdad.
Para mí esa postura, es la que más da, en general. Yo controlaba, dirigía, hacía, garantizando que Borja estuviera concentrado en disfrutar. Y, al mismo tiempo, tener a Borja dentro, hacerle llegar hasta lo más profundo, de la vagina hasta la espalda, dejarle atravesarme mientras me miraba y me veía retorcerme, y sudar, y sufrir, y correrme era… Era y es dejarle que me viera sin filtros, entera.
Estuvimos mucho rato así, navegando. Su polla dentro, mi coño abrazándole. Estuvimos haciéndolo con toda la ternura y la entrega que nos negábamos en nuestros mensajes sarcásticos. Estuvimos dándonos tanto que habríamos necesitado otro campo semántico: no era mi sexo, sino mi alma, y era suya.
Borja llegó donde nadie había llegado, y yo con él, y él conmigo. Y, cuando ya se iba a correr, le dije sólo dos palabras, las únicas que nos dijimos en la cama: “Hazlo dentro”.
Y cuando Borja se corrió, yo me corrí con él, con la cabeza para atrás, y mis manos en las suyas, para que no me dejara irme, ni desmayarme, ni desaparecer.
Gritamos los dos, gritamos fuerte, y yo me caí a su lado, y él…
Él se puso a llorar. En silencio, pero a gritos.
A Borja se le caían unos lagrimones enormes, gordos y redondos, como los de un niño cuando pierde su equipo de fútbol. No me daba casi tiempo a borrárselos con el dedo, y Borja seguía llorando, derritiéndose por dentro, o derritiendo algo que le tenía congelado, o…
Yo sé bien qué decir después de follar, un sarcasmo, o nada; pero no estaba acostumbrada al lenguaje del amor. Fue él quien tuvo que hablar…
—Perdóname, Andrea…
—(…)
—Perdóname…
—(…)
—Es que…
—(…)
—Te quiero.
Joder.
Esto no es una novela romántica.
Por eso no contesté, no podía contestar, pero sí valorar alternativas. Lloraba por lo que le había pasado. No me quería a mí, pero se había emocionado haciendo el amor. Confundía ternura y amor. Me quería. No me quería. Era todo. Era el momento y no era nada.
Tampoco me dio tiempo.
Lo debería investigar, quizá hay un proceso científico ya muy bien demostrado: eyaculación, debilidad, recuperación.
O eso, o que Borja se asustó de lo que había sentido y de lo que había dicho.
El caso es que dijo “Te quiero”, y enseguida dejó de llorar, y se levantó de la cama, se lavó, se vistió, se fue. El caso es que dijo “Te quiero” y a los cinco minutos no estaba. El caso es que dijo “Te quiero” y yo me di cuenta de que también le quería a él y de que le tenía que dejar de querer.
El caso es que dijo “Te quiero” y, a la semana, me mandó un mensaje con una llave de hotel. Venía con una nota: “Para escribir tienes que vivir y hay cosas que quiero vivir contigo. Te quiero".
Borja ha reservado esta suite durante un mes. Es un hotel al lado de mi casa. Yo entro, digo buenos días, o no digo nada, y escribo. Es verano y escribo sin ropa. Sobre la cama. Con los pies en un almohadón gigante, que hay mil, y el ordenador sobre otro, y me quedan 998 almohadones, que tiro al suelo a medida que crecen mi frustración y mi cabreo.
Hoy va a venir a mediodía. Ayer vino a desayunar. Nunca se ha quedado a dormir. Aunque me dijo el otro día, muy serio: “Lo necesito. Necesito dormir contigo. Acostarme a tu lado, despertarme y que estés”.
La verdad es que a veces viene, y a veces no. Que yo estoy aquí, desnuda, con mi
MacAir
.
Y tampoco escribo.
No escribo porque todo esto ya lo tenía escrito. Pero me gusta sentir que me desea, que me quiere aquí, aún sabiendo que es mentira, que me quiere solo cuando no me tiene, y que mañana, pasado, quizá esta misma tarde, cogeré el ordenador y me iré dejando detrás mil almohadones y mil polvos, y una vez que hicimos el amor.
No sé si el saldo es positivo.
Sumo un
MacAir
, un relato erótico y un puñado de orgasmos.
Resto todas las mentiras, las palabras huecas, las ausencias.
El saldo son cicatrices.
El saldo duele.
Borja no ha vuelto a llorar.
Ahora que sabe que me tiene, ahora que me vio de verdad, está tranquilo. Dice que sólo le falta una cosa. “Quiero penetrar tus sueños, y ser su dueño. Quiero que sólo sueñes conmigo. Y que sólo escribas para mí. Lo quiero todo contigo”.
Lo quiere todo.
Ya no da nada.
Quizá me vaya hoy, quizá me siga engañando. Con quedarme, con irme. Todo es media mentira, todo es media verdad.
Yo sólo espero que venga otro tío, que me quiera querer y me sepa tocar, que me haga olvidarlo. Yo sólo espero saber esconderme la próxima vez que un hombre me proponga salvarme, que no, mi vida, quita, que ya me salvo yo. Yo sólo espero salir de este hotel y que en mi casa no haga mucho calor. Yo sólo espero no volver. Yo sólo espero dejar de esperar. Y conservar la piel. Y un trozo de corazón. Y regenerarlo. Y regenerarme.
Esto ya no es un relato erótico.
Es mi vida.
Es mi piel.
Son mis heridas.