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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (74 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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—Bien, aquí hay materia para reflexionar.

No dio más explicaciones, como si prefiriera recibir consejo del finado Paulus.

Rhombur se removió, nervioso.

—¿Qué pasa, Leto?

Aún tenía los ojos enrojecidos.

El duque dejó el cilindro sobre la mesa y lo cogió antes de que pudiera rodar.

—La Casa Ecaz ha sugerido de forma oficial una alianza matrimonial con los Atreides. El archiduque Armand ofrece la mano de su segunda hija, Ilesa. —Palmeó el cilindro con el dedo que llevaba el anillo de sello ducal. La hija mayor del archiduque había sido asesinada por los grumman de Moritani—. También incluye una lista de las posesiones ecazi y una dote.

—Pero no hay imagen de la hija —dijo Rhombur.

—Ya la he visto. Ilesa es bastante guapa.

Hablaba en tono distraído, como si tales detalles no influyeran en su decisión.

Dos sirvientes dejaron de sacar brillo a los muebles, estupefactos al oír la noticia, y luego volvieron a su tarea con renovadas energías.

Hawat frunció el entrecejo.

—No cabe duda de que las renovadas hostilidades también preocupan al duque. Una alianza con los Atreides conseguiría que Ecaz fuera menos vulnerable ante una agresión Moritani. El vizconde se lo pensaría dos veces antes de enviar tropas grumman.

Rhombur meneó la cabeza.

—Er, te dije que el simple arbitrio del emperador nunca solucionaría el contencioso entre esas dos Casas.

Leto tenía la mirada clavada en la distancia, mientras su cabeza daba vueltas.

—Nadie te dijo lo contrario, Rhombur. De momento, no obstante, creo que los grumman están más disgustados con la Escuela de Ginaz. Lo último que sé es que la Escuela provocó al vizconde Moritani en el Landsraad, cuando le llamó cobarde y perro.

La expresión de Hawat era grave.

—Mi duque, ¿no deberíamos distanciarnos de esto? La disputa se prolonga desde hace años. ¿Quién sabe qué harán a continuación?

—Ya hemos ido demasiado lejos, Thufir, no sólo por nuestra amistad con Ecaz, sino también con Ginaz. Ya no puedo seguir neutral. Tras haber examinado los informes sobre las atrocidades grumman, he sumado mi voz a un voto de censura del Landsraad. —Se permitió una sonrisa privada. Además, en aquel momento estaba pensando en Duncan.

—Hemos de estudiar la oferta de matrimonio con suma cautela —insistió el Mentat.

—A mi hermana no le va a gustar esto —murmuró Rhombur. Leto suspiró.

—Hace años que a Kailea no le gusta nada. Soy un duque. He de pensar en lo que más conviene a la Casa Atreides.

Leto invitó a Gurney Halleck a cenar con ellos.

Por la tarde, durante horas, el fanfarrón refugiado había desafiado e intercambiado bravatas con varios de los mejores guerreros Atreides, y había vencido a casi todos.

Ahora, en las horas de reposo, Gurney demostró ser un gran contador de historias, y relató las hazañas de Dominic Vernius a sus ansiosos oyentes. Estaba sentado a la larga mesa del salón de banquetes, entre la cabeza del toro salusano y el cuadro del viejo duque, ataviado de matador.

Con voz sombría, el contrabandista habló de su odio visceral contra los Harkonnen. Incluso volvió a hablar del embarque de obsidiana azul, parte del cual adornaba el salón, el cual le había facilitado escapar de los pozos de esclavos.

Más tarde, en otra demostración de su dominio de la esgrima, Gurney utilizó una espada del viejo duque para luchar contra un adversario imaginario. Carecía de elegancia, pero contaba con considerable energía y notable precisión.

Leto asintió para sí y miró a Thufir Hawat, que se humedeció los labios en señal de aprobación.

—Gurney Halleck —dijo Leto—, si desearas ingresar en la guardia de la Casa Atreides, lo consideraría un honor.

—Dependiendo de una investigación a fondo de sus orígenes, por supuesto —añadió Hawat.

—Nuestro experto en armamento, Duncan Idaho, está en una escuela de Ginaz, aunque esperamos que regrese pronto. Podrás ayudarle en algunas de sus tareas.

—¿Se está preparando para ser un maestro espadachín? No seré yo quien se entrometa en su trabajo. —Gurney sonrió. Extendió una manaza hacia Leto—. Por mis recuerdos de Dominic, me gustaría servir aquí, junto a los hijos de Vernius.

Rhombur y Leto estrecharon su mano, y dieron la bienvenida a Gurney Halleck a la Casa Atreides.

86

Los centros del poder intentan inevitablemente aprovechar cualquier nuevo conocimiento para satisfacer sus deseos. Pero el conocimiento no puede tener deseos arraigados, ni en el pasado ni en el futuro.

D
MITRI
H
ARKONNEN
,
Lecciones para mis hijos

El barón Vladimir Harkonnen había dedicado toda su vida a la búsqueda de nuevas experiencias. Se complacía en placeres hedonistas (alimentos sabrosos, drogas exóticas, homosexualidad), en descubrir cosas que nunca había hecho.

Pero un bebé en la fortaleza Harkonnen… ¿Cómo iba a controlar eso?

Otras Casas del Landsraad adoraban a los niños. Una generación antes, el conde liban Richese se había casado con una hija imperial y engendrado once hijos. ¡Once! El barón había escuchado insípidas canciones y sentimentales relatos que alimentaban una falsa impresión de la alegría que proporcionaban las risas de los niños. Le costaba entenderlo, pero por fidelidad a su Casa, por el futuro de los negocios Harkonnen, juró hacer lo imposible. Sería un modelo para el pequeño Feyd-Rautha.

El niño, que apenas contaba un año, confiaba demasiado en su habilidad para caminar, atravesaba las habitaciones dando tumbos, corría mucho antes de dominar su sentido del equilibrio, y era lo bastante tozudo para seguir avanzando aunque tropezara con algo. Feyd poseía una curiosidad insaciable, investigaba cada habitación, cada armario. Cogía el primer objeto que encontraba y se lo metía en la boca. El niño se asustaba con facilidad y lloraba sin cesar.

A veces, el barón le abofeteaba e intentaba obtener una respuesta que no fueran gorjeos absurdos. En vano.

Un día, después de desayunar, llevó al niño a un balcón elevado de una torre alta de la fortaleza. El pequeño Feyd vio el sol rojizo, filtrado a través de una neblina producida por el humo, que iluminaba la abarrotada ciudad industrial. Al otro lado de las fronteras de Harko City, pueblos mineros y agrícolas producían el material en bruto que hacía funcionar Giedi Prime, pero el populacho continuaba descontento, y el barón tenía que ejercer un férreo control, dar ejemplo, imponer la disciplina necesaria.

Mientras el barón dejaba vagar sus pensamientos, se olvidó del niño. Feyd, con una rapidez asombrosa, corrió hacia el borde del balcón, y se inclinó entre los barrotes. El barón, indignado, se precipitó, y consiguió aferrar al niño antes de que Feyd se inclinara demasiado sobre el precipicio.

Gritó al bebé y le alzó a la altura de sus ojos.

—¿Cómo puedes hacer esas estupideces, subnormal? ¿No entiendes las consecuencias? ¡Si caes te harás pedazos!

Toda aquella sangre Harkonnen, cultivada con tanto esmero, desperdiciada…

Feyd-Rautha le miró con ojos desorbitados y emitió un sonido grosero.

El barón llevó al niño adentro. Como medida de precaución, quitó un globo suspensor de su cinturón y lo sujetó a la espalda del bebé. Aunque ahora caminaba con más dificultad, y sentía la tensión en sus músculos degenerados y pesadas extremidades, al menos tenía controlado a Feyd. El niño, que flotaba a medio metro del suelo, dio la impresión de encontrarlo interesante.

—Ven conmigo, Feyd —dijo el barón—. Quiero enseñarte los animales. Te gustarán.

Feyd siguió a su tío, que jadeaba y resollaba, por pasillos y tramos de escalera descendentes, hasta llegar al nivel del circo. El niño lanzaba risitas mientras flotaba. El barón le empujaba de vez en cuando para que continuara en movimiento. Los brazos y piernas de Feyd se agitaban en el aire como si nadara.

En la zona de las jaulas que rodeaba la arena, el barón Harkonnen tiró del niño por túneles bajos hechos de mimbre y argamasa, una construcción primitiva que dotaba al lugar del ambiente de una guarida. Recintos protegidos con barrotes contenían paja podrida y excrementos de animales criados y adiestrados para luchar contras las víctimas elegidas por el barón. Los rugidos de los animales torturados resonaban en las paredes. Garras afiladas arañaban los suelos de piedra. Bestias enfurecidas se lanzaban contra los barrotes.

El barón sonrió. Era beneficioso mantener a raya a los depredadores.

Era una delicia contemplar las bestias. Con sus dientes, cuernos y garras podían destrozar a un hombre. De todos modos, los combates más interesantes tenían lugar entre contrincantes humanos, soldados profesionales contra esclavos desesperados a los que se había prometido la libertad, aunque ninguno la conseguía. Valía la pena conservar la vida de cualquier esclavo capaz de derrotar a un asesino Harkonnen adiestrado, para que luchara una y otra vez.

Mientras continuaba avanzando por los túneles apenas iluminados, el barón contempló la cara fascinada del pequeño Feyd. Vio en él todo un futuro de posibilidades, otro heredero de la Casa Harkonnen que tal vez superaría a su deficiente hermano Rabban, el cual, malvado y cruel, carecía de la mente tortuosa que el barón prefería.

En cualquier caso, su fornido sobrino todavía era útil. De hecho, Rabban había ejecutado muchas tareas brutales que disgustaban incluso al barón. Con demasiada frecuencia, actuaba como un amasijo de carne sin cerebro.

La extraña pareja se detuvo ante una jaula, donde un tigre de Laza se paseaba de un lado a otro, con los ojos entornados y la nariz triangular dilatada, cuando olfateó carne tierna y sangre caliente. Aquellas bestias feroces eran las preferidas en los combates de gladiadores, desde hacía siglos. El tigre era una masa de músculos, y cada fibra estaba henchida de una energía asesina. Sus cuidadores lo alimentaban, pero sólo para conservar su fuerza… con el fin de que el tigre se deleitara en la carne desgarrada de sus víctimas.

De repente, el animal se precipitó hacia los barrotes de la jaula con los colmillos al descubierto. Extendió una pata erizada de garras afiladas.

El barón retrocedió, sobresaltado, y tiró de Feyd. El niño, que oscilaba sobre su globo a suspensión, continuó flotando hasta chocar contra la pared, lo cual le sorprendió todavía más que la furia del depredador. Feyd aulló con tal energía que su rostro enrojeció.

El barón sujetó a su sobrino por los hombros.

—Tranquilo, tranquilo —dijo en tono brusco pero tranquilizador—. No pasa nada. —Pero Feyd continuaba chillando, lo cual enfureció a su tío—. ¡He dicho que te calles! No hay motivo para llorar.

El niño no pensaba lo mismo.

El tigre rugió y se lanzó de nuevo contra los barrotes.

—¡Silencio, he dicho! —El barón no sabía qué hacer. Nunca le habían enseñado a cuidar bebés—. ¡Basta!

Sólo logró que Feyd llorara con más entusiasmo.

Pensó en las dos hijas que había engendrado con la bruja Bene Gesserit, Mohiam. Durante su desastroso enfrentamiento con las brujas en Wallach IX, hacía siete años, había exigido que le devolvieran a su hija, pero ahora comprendió la bendición de que las reverendas madres hubieran criado a… esos seres inmaduros.

—¡Piter! —gritó a pleno pulmón, y se abalanzó hacia el comunicador de la pared. Lo aplastó con el puño—. ¡Piter de Vries! ¿Dónde está mi Mentat?

Gritó hasta que la voz nasal del Mentat respondió por el altavoz.

—Ya voy, mi barón.

Feyd continuaba llorando. Cuando el barón le agarró de nuevo, descubrió que el niño se había meado y cagado en los pañales. —¡Piter!

Momentos después, el Mentat apareció por los túneles. Debía de estar cerca, al acecho del barón, como siempre. —¿Sí, mi barón?

Mientras el niño seguía berreando sin pausa, el barón lo depositó en brazos de Piter.

—Encárgate de él. Oblígale a dejar de llorar.

El Mentat, pillado por sorpresa, miró al pequeño Harkonnen y parpadeó varias veces.

—Pero mi barón, yo…

—¡Haz lo que te ordeno! Eres mi Mentat. Has de saber todo lo que yo te pido.

El barón apretó las mandíbulas y reprimió una sonrisa de satisfacción al ver el desconcierto del Mentat.

Piter de Vries sostuvo a Feyd-Rautha bien lejos de sí, como si fuera un espécimen.

El barón se alejó, cojeando un poco debido a la ausencia de un globo a suspensión.

De Vries se quedó con el niño entre los brazos, sin saber cómo calmar sus bramidos.

87

Los presuntuosos no hacen otra cosa que construir muros de castillos, tras los cuales intentan esconder sus dudas y temores.

Axioma Bene Gesserit

Kailea, recluida en sus aposentos privados del castillo de Caladan, donde lloraba la muerte de su padre, apoyó los dedos sobre la fría piedra del antepecho de una ventana y contempló el mar gris.

Dominic Vernius había constituido un enigma para ella, un líder valiente e inteligente que había permanecido oculto durante veinte años. ¿Había huido de la rebelión, abandonado a su esposa a merced de los asesinos imperiales renunciado a lo que correspondía a sus hijos por derecho de nacimiento, o bien había luchado en la clandestinidad durante todo ese tiempo para devolver el poder a la Casa Vernius? Y ahora estaba muerto. Su padre. Un hombre fuerte, vital. Costaba creerlo. Kailea comprendió que jamás podría regresar a Ix ni recuperar lo que era suyo.

Y para colmo, Leto estaba pensando en casarse con otra hija de Ecaz, la hermana menor de la que había sido raptada y asesinada por los grumman. Leto no contestaba a las preguntas que Kailea le planteaba. Era una «cuestión de estado», le había dicho la noche anterior en tono arrogante. No era un asunto que pudiera discutirse con una simple concubina.

He sido su amante durante más de seis años. Soy la madre de su hijo, la única que merece ser su esposa.

Su corazón se había convertido en un lugar vacío, una cavidad negra que sólo le deparaba desesperación y sueños rotos. ¿Terminaría alguna vez? Después de que asesinaran a la hija mayor de Ecaz, Kailea había confiado en que Leto se entregara a ella por fin en cuerpo y alma. Pero todavía soñaba con una alianza matrimonial que reforzara el poder político, militar y económico de la Casa Atreides.

Abajo, los acantilados negros estaban mojados por la niebla que empujaban las olas. Las gaviotas chillaban y se zambullían bajo las olas en busca de peces. Manchas verdes de algas se aferraban a los huecos de las rocas. Los arrecifes de la orilla provocaban que las aguas se convirtieran en espuma, como un caldero hirviente.

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