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Authors: Karl Marx

Tags: #Clásico, Filosofía, Histórico

El 18 Brumario de Luis Bonaparte (12 page)

BOOK: El 18 Brumario de Luis Bonaparte
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El partido del orden recibe al nuevo ministerio con una avalancha de indignación. El general Bedeau evoca en el recuerdo la benignidad de la comisión permanente durante las vacaciones y los excesivos miramientos con que había renunciado a la publicación de las actas de sus sesiones. Por su parte, el ministro del Interior insiste en la publicación de estas actas que son ya, naturalmente, tan sosas como agua estancada, que no descubren ningún hecho nuevo y no producen el menor efecto al público hastiado. A propuesta de Rémusat, la Asamblea Nacional se retira a sus despacho y nombra un «Comité de medidas extraordinarias». París no se sale de los carriles de su orden cotidiano, con tanta mayor razón cuanto que en este momento el comercio prospera, las manufacturas trabajan, los precios del trigo están bajos, los víveres abundan, en las cajas de ahorro ingresan todos los días cantidades nuevas. Las «medidas extraordinarias», tan estrepitosamente anunciadas por el parlamento, quedan reducidas, el 18 de enero, a un voto de desconfianza de los ministros, sin que se mencione siquiera el nombre del tal general Changarnier. El partido del orden viose obligado a dar el voto este giro para asegurarse los votos de los republicanos, ya que de todas las medidas del ministerio, éstos sólo aprobaban la destitución de Changarnier, mientras que el partido del orden no podía en realidad censurar los demás actos ministeriales, dictados por él mismo.

El voto de desconfianza del 18 de enero se decidió por 415 votos contra 286. Por tanto, sólo pudo sacarse adelante mediante una
coalición
de los legitimistas y orleanistas extremados con los republicanos puros y la Montaña. Este voto probaba, pues, que el partido del orden no sólo había perdido el ministerio y el ejército, sino que en los conflictos con Bonaparte había perdido también su mayoría parlamentaria independiente, que un tropel de diputados había desertado de su campo por el espíritu de componendas llevado al fanatismo, por miedo a la lucha, por cansancio, por consideraciones de parentesco hacia los sueldos del Estado, tan entrañables para ellos, especulando con las vacantes de ministros (Odilon Barrot), por ese mezquino egoísmo con que el burgués corriente se inclina siempre a sacrificar a este o al otro motivo privado el interés general de su clase. Desde el principio, los diputados bonapartistas sólo se unían al partido del orden en la lucha contra la revolución. El jefe del partido católico, Montalembert, había puesto ya por entonces su influencia en el platillo de Bonaparte, pues desesperaba de la vitalidad del partido parlamentario. Finalmente, los caudillos de este partido, Thiers y Berryer, el orleanista y el legitimista, viéronse obligados a proclamarse abiertamente republicanos, a reconocer que, aunque su corazón era monárquico, su cabeza abrigaba ideas republicanas y que la república parlamentaria era la única forma posible para la dominación de toda la burguesía. De este modo se vieron obligados a estigmatizar ellos mismos ante los ojos de la clase burguesa, como una intriga tan peligrosa como descabellada, los planes de restauración que seguían urdiendo impertérritos a espaldas del parlamento.

El voto de desconfianza del 18 de enero fue un golpe contra los ministros y no contra el presidente. Pero no había sido el ministerio, sino el presidente quien había destituido a Changarnier. ¿Iba el partido del orden a formular un acta de acusación contra Bonaparte? ¿Por sus veleidades de restauración? Éstas no eran más que el complemento de las suyas propias. ¿Por su conspiración en las revistas militares y en la Sociedad del 10 de Diciembre? Hacía ya mucho tiempo que se habían enterrado estos temas bajo simples órdenes del día. ¿Por la destitución del héroe del 29 de enero y del 13 de junio, del hombre que en mayo de 1850 amenazaba en caso de revuelta con pegar fuego a París pro los cuatro costados? Sus aliados de la Montaña y Cavaignac no le permitían siquiera sostener al caído baluarte de la sociedad mediante una manifestación oficial de condolencia. Los del partido del orden no podían discutir al presidente la facultad constitucional de destituir a un general. Sólo se enfurecían porque habían hecho un uso no parlamentario de su derecho constitucional. ¿No habían hecho ellos constantemente un uso inconstitucional de sus prerrogativas parlamentarias, sobre todo al abolir el sufragio universal? Estaban obligados, pues, a moverse estrictamente dentro de los límites parlamentarios. Y hacía falta padecer aquella peculiar enfermedad que desde 1848 viene haciendo estragos en todo el continente, el
cretinismo parlamentario
, enfermedad que aprisiona como por encantamiento a los contagiados en un mundo imaginario, privándoles de todo sentido, de toda memoria, de toda comprensión del rudo mundo exterior; hacía falta padecer este cretinismo parlamentario, para que quienes habían por sus propias manos destruido y tenían necesariamente que destruir, en su lucha con otras clases, todas las condiciones del poder parlamentario, considerasen todavía como triunfos sus triunfos parlamentarios y creyesen dar en el blanco del presidente cuando disparaban contra sus ministros. No hacían más que darle una ocasión para humillar nuevamente a la Asamblea Nacional a los ojos de la nación. El 20 de enero, el
Moniteur
anunció que había sido aceptada la dimisión de todo el ministerio. Bajo el pretexto de que ningún partido parlamentario tenía ya la mayoría, como lo demostraba el voto del 18 de enero, fruto de la coalición entre la Montaña y los monárquicos, y esperando a la formación de una nueva mayoría, Bonaparte nombró un llamado ministerio-puente, en el que no figuraba ningún diputado y en el que todos sus componentes era individuos completamente desconocidos e insignificantes, un ministerio de simples recaderos y escribientes. El partido del orden podía ahora desgastarse en el juego con estas marionetas; el poder ejecutivo no creyó que valía siquiera la pena de estar seriamente representado en la Asamblea Nacional. Cuando más simples coristas fuesen sus ministros, más visiblemente concentraba Bonaparte en su persona todo el poder ejecutivo, mayor margen de libertad tenía para explotarlo al servicio de sus fines.

El partido del orden, coligado con la Montaña, se vengó desechando la dotación presidencial de 1.800.000 francos que el jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre había obligado a sus recaderos ministeriales a presentar. Esta vez, la votación se decidió por una mayoría de sólo 102 votos; es decir, que desde el 18 de enero habían vuelto a desertar 27 votos; la descomposición del partido del orden seguía su curso. Al mismo tiempo, para que en ningún momento pudiera caber engaño acerca del sentido de su coalición con la Montaña, no se dignó tomar siquiera en consideración una proposición encaminada a la amnistía general de los presos políticos, firmada por 189 diputados de la Montaña. Bastó con que el ministro del Interior, un tal Vaïsse declarase que el orden sólo era aparente, que reinaba gran agitación secreta, que sociedades omnipresentes se organizaban secretamente, que los periódicos democráticos se preparaban para reaparecer, que los informes de las provincias era desfavorables, que los emigrados de Ginebra tendían, a través de Lyon, una conspiración pro todo el sur de Francia, que Francia estaba al borde de una crisis industrial y comercial, que los fabricantes de Roubaix habían reducido la jornada de trabajo, que los presos de Belle-Isle
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se habían sublevado, bastó con que hasta un Vaïsse conjurase el espectro rojo, para que el parido del orden rechazase, sin discutirla siquiera, una proposición que habría valido a la Asamblea Nacional una enorme popularidad y habría obligado a Bonaparte a echarse de nuevo en sus brazos. En vez de dejarse intimidar por el poder ejecutivo con la perspectiva de nuevos desórdenes, habría debido, por el contrario, dejar a la lucha de clases un pequeño margen, para mantener bajo su independencia el poder ejecutivo. Pero no se sentía a la altura de la misión de jugar con fuego.

Entretanto, el llamado ministerio-puente fue vegetando hasta mediados de abril. Bonaparte cansó, chasqueó a la Asamblea Nacional con constantes combinaciones de nuevos ministerios. Tan pronto parecía querer formar un ministerio republicano con Lamartine y Billault, como un ministerio parlamentario, con el inevitable Odilon Barrot, cuyo nombre no puede faltar cuando hace falta un cándido, o un ministerio orleanista, con Maleville. Y mientras de este modo mantiene en tensión a las diversas fracciones del partido del orden unas contra otras y las atemoriza a todas con la perspectiva de un ministerio republicano y con la restauración entonces inevitable del sufragio universal, suscita en la burguesía la convicción de que sus esfuerzos sinceros por lograr un ministerio parlamentario se estrellan contra la actitud irreconciliable de las fracciones realistas. Pero la burguesía clamaba tanto más estentóreamente por un «gobierno fuerte», encontraba tanto más imperdonable dejar a Francia «sin administración», cuanto más parecía estar en marcha una crisis comercial general, que laboraba en las ciudades en pro del socialismo como laboraba en el campo el bajo precio ruinoso del trigo. El comercio languidecía cada día más, los brazos parados aumentaban visiblemente, en París había por lo menos 10.000 obreros sin pan; en Ruán, Mulhouse, Lyon, Roubaix, Tourcoing, Saint-Étienne, Elbeuf, etc., se paralizaban innumerables fábricas. En estas circunstancias, Bonaparte pudo atreverse a restaurar, el 11 de abril, el ministerio del 18 de enero, con los señores Rouher, Fould, Baroche, etc., reforzados pro el señor Léon Faucher, a quien la Asamblea Constituyente, durante sus últimos días, por unanimidad, con la sola excepción de los votos de cinco ministros, había estigmatizado con un voto de desconfianza por la difusión de telegramas falsos. Por tanto, la Asamblea Nacional había conseguido el 18 de enero un triunfo sobre el ministerio, había luchado durante tres meses contra Bonaparte para que el 11 de abril Fould y Baroche pudiesen recibir en su alianza ministerial, como tercero, al puritano Faucher.

En noviembre de 1849, Bonaparte se había contentado con un ministerio no parlamentario y en enero de 1851 con un ministerio extraparlamentario; el 11 de abril se sintió ya lo bastante fuerte para formar un ministerio antiparlamentario, en el que se unían armónicamente los votos de desconfianza de ambas Asambleas, la Constituyente y la Legislativa, la republicana y la realista. Esta gradación de ministerios era el termómetro por el que el parlamento podía medir el descenso de su propio calor vital. A fines de abril, éste había caído tan bajo, que Persigny pudo invitar a Changarnier, en una entrevista personal, a pasarse al campo del presidente. Le aseguró que Bonaparte consideraba completamente destruida la influencia de la Asamblea Nacional y que estaba preparada ya la proclama que había de publicarse después del coup d'état, constantemente proyectado, pero otra vez accidentalmente aplazado. Changarnier comunicó a los caudillos del partido del orden la esquela mortuoria, pero, ¿quién cree que las picaduras de las chinches matan? Y el parlamento, con estar tan derrotado, tan descompuesto, tan corrompido, no podía resistirse a ver en el duelo con el grotesco jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre algo más que el duelo con una chinche. Pero, Bonaparte contestó al partido del orden como Agesilao al rey Agis: «Te parezco un ratón, pero algún día te pareceré un león»
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Capítulo VI

La coalición con la Montaña y los republicanos puros, a que el partido del orden se veía condenado, en sus vanos esfuerzos para retener el poder militar y reconquistar la suprema dirección del poder ejecutivo, demostraba irrefutablemente que había perdido su mayoría parlamentaria propia. La mera fuerza del calendario, la manecilla del reloj, dio el 28 de mayo la señal para su completa desintegración. Con el 28 de mayo comienza el último año de vida de la Asamblea Nacional. Ésta tenía que decidirse ahora por seguir manteniendo intacta la Constitución o por revisarla. Pero la revisión constitucional no quería decir solamente dominación de la burguesía o de la democracia pequeñoburguesa, democracia o anarquía proletaria, república parlamentaria o Bonaparte, sino que quería decir también Orleans o Borbón. Con esto, se echó a rodar en el parlamento la manzana de la discordia, que por fuerza tenía que encender abiertamente el conflicto de intereses que dividían el partido del orden en fracciones enemigas. El partido del orden era una amalgama de sustancias sociales heterogéneas. El problema de la revisión creó la temperatura política que descompuso el producto en sus elementos originarios.

El interés de los bonapartistas por la revisión era sencillo. Para ellos, tratábase sobre todo de derogar el artículo 45 que prohibía la reelección de Bonaparte y la prórroga de sus poderes. No menos sencilla parecía la posición de los republicanos. Éstos rechazan incondicionalmente toda revisión, viendo en ella una conspiración urdida por todas partes contra la república. Y como disponía de más de la cuarta parte de los votos de la Asamblea Nacional y constitucionalmente eran necesarias las tres cuartas partes para contar válidamente la revisión y convocar la Asamblea encargada de llevarla a cabo, les bastaba con contar sus votos para estar seguros del triunfo. Y estaban seguros de triunfar.

Frente a estas posiciones tan claras, el partido del orden se hallaba metido en inextricables contradicciones. Si rechazaba la revisión, ponía en peligro el statu quo, no dejando a Bonaparte más que una salida, la de la violencia, entregando a Francia el segundo domingo de mayo de 1852, en el momento decisivo, a la anarquía revolucionaria, con un presidente que había perdido su autoridad, con un parlamento que hacía ya mucho que no la tenía y con un pueblo que aspiraba a reconquistarla. Si votaba por la revisión constitucional, sabía que votaba en vano y que sus votos fracasarían necesariamente ante el veto constitucional de los republicanos. Si, anticonstitucionalmente, declaraba válida la simple mayoría de votos, sólo podía confiar en dominar la revolución, sometiéndose sin condiciones a las órdenes del poder ejecutivo y erigía a Bonaparte en dueño de la Constitución, de la revisión constitucional y del propio partido del orden. Una revisión puramente parcial, que prorrogase los poderes del presidente abría el camino a la usurpación imperial. Una revisión general, que acortase la vida de la república, planteaba un conflicto inevitable entre las pretensiones dinásticas, pues las condiciones para una restauración borbónica y para una restauración orleanista no sólo eran no sólo eran distintas, sino que se excluían mutuamente.

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