—Señor paterniá: el Príncipe ha juío… ¡Viva el Rey! ¡Muera el Choricero! ¡Muera ese pillo lairón!…
¡O salutaris hooo… stia!
Si me bían dejao, le hago porvo con este palo… Prrun, prrun… ¡marchen! Media güelta… ¡Viva el comendante Pujitos!
—¡Oh espectáculo lastimoso! —dijo D. Celestino—. Está como una cuba. Ya no le aguanto más… a la calle, a la calle mañana mismo. Se lo diré al señor patriarca… Pero no; ahora me acuerdo de que es un viudo con cuatro hijos.
A todas estas las campanas seguían tocando con igual furia, prueba evidente de que el entusiasmo de los cuatro muchachos no había disminuido.
Santurrias se agarró al antepecho del corredor para no caer. Después de haber dicho mil herejías, que a D. Celestino le pusieron el cabello de puntas, dijo que nos iba a contar lo que había hecho.
—Calla de una vez, deshonra de la santa Iglesia, borracho, hereje, blasfemo —le dijo D. Celestino empujándole—. Yo te aseguro que si no fueras un viudo con cuatro hijos…
—Pos, pos… —balbuceó Santurrias— lo que hamos hecho se llama… ¡rigolución!… Que si vamos a palacio, que si no vamos. Yo quería ir pa pedí la aldicación.
—¡Cómo! —exclamó el cura con espanto—. ¿Ha abdicado S. M. el rey Carlos IV?
—Nones… entavía nones…
Quantus tremor es futurus
Quando judex est venturus.
Viva quien baila,
que merece la moza
mejor de España.
¡Muera Godoy!… marchen… señor cura: ya el menistro no es menistro, polque el Rey…
—Creo que el Rey —dije yo para sacar de su ansiedad al buen anciano— ha firmado ya la destitución del Príncipe de la Paz. Según allí se dijo, los ministros que estaban en palacio se lo pedían así.
—Eso… eso… juimos a palacio —continuó Santurrias, que no pudiendo sostenerse ya, había caído al suelo— y salió un gentilón con un papé escrito y leyó… y decía… decía:
«Queriendo mandal por mi mesma mesmedá en el enjército y la marina, he venido en ex… ex… ex…».
—En exonerar —dijo el cura dirigiendo sus ojos al cielo.
Santurrias murmuró algunas palabras más entre latinas y castellanas, y calló al fin. Un fuerte ronquido anunció el aplanamiento de aquel elevado espíritu, conturbado por el vino de la conjuración.
Observé que D. Celestino enjugaba una lágrima con la punta del mismo pañuelo que tenía arrollado en la cabeza. Amanecía, y una turba de pájaros procedentes de los árboles cercanos, pasaron por sobre el patio cantando un himno de paz. Las primeras luces de la mañana iluminaron la casa, y el cura se retiró a su cuarto, diciendo:
—Dentro de un rato diré la misa y la aplicaré por la salvación de mi amigo el Príncipe de la Paz… ¡Ay!, si yo le hubiera avisado con tiempo… Pero ¿no oyes? ¡Esas condenadas campanas me tienen loco!
En efecto, los cuatro muchachos seguían tocando.
Pasé todo aquel día durmiendo. Al caer de la tarde salí para observar el aspecto del pueblo, y en la taberna encontré a Lopito, que hacía con su navajita mil rúbricas en el aire, para que le viera Mariminguilla. Después, guardando el arma, me dijo:
—Le he caído en gracia a la muchacha, y si el tío Malayerba no me la deja sacar de aquí, ya sabrá quién es Lopito. ¡Qué bien me porté anoche, Gabriel! Todos están entusiasmados conmigo, y para cuando tengamos al Príncipe en el trono, ya me han prometido darme una plaza de ocho mil reales en la contaduría del Consejo de Hacienda.
—Chico, si tienes buena letra…
—Ni buena ni mala, porque no sé escribir; pero eso será lo de menos. Me ha dicho Juan el cochero que ahora van a quitar de las oficinas a todos los que puso el Príncipe de la Paz, y como son cientos de miles, quedarán muchas plazas vacantes. Conque a toos nos han de poner… porque, chico, esto de la montería me cansa, y para algo más que para cuidar perros y machos de perdiz, me parece que nos echaron nuestras madres al mundo.
—Pero ¿ponen al Príncipe de Asturias, o no le ponen?
—Nos lo pondrán; y si no, ¿para qué vienen ahí las tropas de Napoleón? ¡Qué bueno estuvo lo de anoche! Dicen que el Rey temblaba como un chiquillo, y quería venir a calmarnos; pero parece que los ministrillos no le dejaron. La Reina decía que nos debían matar a todos para que no pasara aquí otra como la de Francia, donde le cortaron la cabeza a los reyes con un instrumento que llaman la
tía Guillotina
. Así me lo contó esta mañana Pujitos, que sabe de toas estas cosas, y lo ha leído en un papel que tiene. Nosotros queremos al Rey, porque es el Rey, y esta mañana, cuando salió al balcón, gritamos mucho y le aclamamos. Él se llevaba la mano a los ojos para secarse las lágrimas; pero la condenada Reina estaba allí como un palo, y no nos saludó. Pujitos que lo sabe todo, dice que es porque está afligida con lo que hemos hecho en casa del Choricero, y asegura que ella lo tiene escondido en su camarín.
—Puede ser.
—Pues yo me he lucido —continuó Lopito alzando la voz para que lo oyera Mariminguilla—. Esta mañana cuando prendieron a D. Diego Godoy, hermano del ministro, íbamos toos gritando detrás, y yo le tiré una piedra, que si le llega a dar en metá la cara, lo deja en el sitio.
—¿Y qué había hecho ese señor?
—¿Te parece poco ser hermano de ese pillastrón? Era coronel de guardias, pero sus mismos soldados le quitaron las insignias y ahora me lo van a llevar a un castillo.
Aquella noche oí un nuevo discurso de Pujitos; pero haré a mis lectores el señalado favor de no copiarlo aquí. El poeta calagurritano que antes mencioné, jefe de la conspiración literaria fraguada contra
El sí de las niñas
, se arrimó a nosotros, acompañado de Cuarta y Media, y entre uno y otro nos descerrajaron la cabeza con media docena de sonetos y otros proyectiles fundidos en sus cerebros. Pero después que nos molieron a sonetazos, Lopito trabó cierta pendencia con el poeta, porque a este se le antojó requebrar a Mariminguilla, llamándola
ninfa
de no sé qué aguas o poéticos charcos. La navaja de Lopito salió a relucir, y si el poeta no hubiera sido el más cobarde de los cabalgantes del Pegaso, habría corrido mezclada en espantoso río la sangre de un futuro empleado de Hacienda, y la de un pretérito émulo del viejo Homero.
Nada más ocurrió en aquella noche, digno de ser transmitido a la posteridad; pero a la mañana siguiente se esparció con la rapidez del rayo por todo el pueblo la voz de que el Príncipe de la Paz había sido encontrado en su propia casa. La taberna del tío Malayerba se vació en dos minutos, y de todas partes cundió en gran masa la gente para verle salir.
Era cierto: Godoy se había refugiado en un desván donde le encerró uno de sus sirvientes, el cual, preso después, no pudo acudir a sacarle. A las treinta y seis horas de encierro, el Príncipe, prefiriendo sin duda la muerte a la angustia, hambre y sed que le devoraban, bajó de su escondite, presentándose a los guardias que custodiaban su morada. Estos, lejos de amparar al que un día antes era su jefe, alborotaron el vecindario, y la misma turbamulta de la noche del 17 acudió con heroico entusiasmo a apoderarse de él.
—¡Ya pareció, ya le cogimos, ya es nuestro! —exclamaban muchas voces.
Fuimos todos allá, y en la puerta del palacio el agolpado gentío formaba una muralla. Los feroces gritos, los aullidos de cólera componían espantoso y discorde concierto. Sorprendiome oír entre tanta algarabía las voces de algunas mujeres chillonas, que deshonraban a su sexo pidiendo venganza. Lopito no cabía en sí de satisfacción, y la navajilla fue blandida sobre nuestras cabezas, como si quisiera partir el firmamento en dos pedazos.
Empujábamos todos, pugnando cada cual por acercarse, y codazo por aquí, codazo por allí, Lopito y yo pudimos aproximarnos bastante a la puerta. El poeta y Cuarta y Media estaban en primera fila. El segundo de estos personajes se volvió a mí, y me dijo con gozo:
—Creo que no saldrá vivo de manos del pueblo.
—¿Y a Vd. qué le ha hecho ese caballero? —le pregunté.
—¡Oh! —me contestó—. Ese hombre es un infame, un pícaro que se ha hecho rico a costa del reino. Yo le aborrezco, le detesto: yo soy una víctima de sus picardías. Ha de saber Vd. que la tienda de calderería que tengo me la puso él, por ser yo hijo de la que le lavaba la ropa… Al año de tener la tienda me arruiné, y él me dio unos cuartos para seguir adelante; pero como le pidiese un destino donde con descanso y sin trabajar me ganase la vida, tuvo la poca vergüenza de contestarme que yo no debía ser empleado sino calderero, y añadió que yo era un animal. Vea Vd., ¡decir que yo soy un animal!
No quise oírle más, y me volví de otro lado. La turba chillaba: no he podido olvidar nunca aquellos gritos que relaciono siempre con la voz de los seres más innobles de la creación; y mientras aquel gatazo de mil voces mayaba, extendía determinadamente su garra con la decisión irrevocable y parecida al valor que resulta de la superioridad física, con la fuerte entereza que da el sentirse gato en presencia del ratón.
La tropa contenía al pueblo, anheloso de entrar, y algunos jinetes de la guardia se colocaron a derecha e izquierda de la puerta. No lejos de allí, Pujitos, que tenía, como hemos dicho, el instinto, el genio de la reglamentación del desorden, mandaba a la turba que se pusiese en fila, y decía alzando su garrote:
—Señores: a un laíto… de dos en dos. Formen en batallón, y no rempujen.
De pronto un clamor inmenso, compuesto de declamaciones groseras, de torpes dichos, de gritos rencorosos resonó en la calle. En la puerta había aparecido un hombre de mediana estatura, con el pelo en desorden, el rostro blanco como el mármol, los ojos hundidos y amoratados, los brazos caídos, en mangas de camisa y con un capote echado sobre los hombros. Era el ministro de ayer, el jefe de los ejércitos de mar y tierra, el árbitro del gobierno, el opulento Príncipe y prócer, señor de inmensos estados, el amigo íntimo de los Reyes, el dispensador de gracias, el dueño de España y de los españoles, pues de aquella y de estos disponía como de hacienda propia; el coloso de la fortuna, el que de nada se convirtió en todo, y de pobre en millonario, el guardia que a los veinticinco años subió desde las cuadras de su regimiento al trono de los Reyes, el conde de Eboramonte y duque de Sueca y duque de la Alcudia, y Príncipe de la Paz, y Alteza Serenísima que en un día, en un instante, en un soplo había caído desde la cumbre de su grandeza y poder al charco de la miseria y de la nulidad más espantosas.
Cuando apareció, mil puños cerrados se extendieron hacia él: los caballos tuvieron que recular, y los jinetes que hacer uso de sus sables, para que el cuerpo del Príncipe no desapareciera, arista devorada por aquel gran fuego del odio humano. El favorito dirigió al pueblo una mirada que imploraba conmiseración; pero el pueblo que en tales momentos es siempre una fiera, más se irritaba cuanto más le veía; sin duda el mayor placer de esa bestia que se llama vulgo, consiste en ver descender hasta su nivel a los que por mucho tiempo vio a mayor altura.
El piquete de guardias de a caballo trató de conducir al Príncipe al cuartel, para lo cual fue preciso que él se colocase entre dos caballos, apoyando sus brazos en los arzones, y siguiendo el paso de aquellos, que si al principio era lento, después fue muy acelerado con objeto de terminar pronto tan fatal viacrucis. Entre tanto la multitud pugnaba por apartar los caballos; por aquí se alargaba un brazo, por allí una pierna; los garrotes se blandían bajo la barriga de los corceles, y las piedras llovían por encima. Tanto menudeaban estas, que los jinetes empezaron a amoscarse y repartieron algunos linternazos.
Lopito, ebrio de gozo me dijo:
—He sido más listo que todos, porque me escurrí por entre las patas de los caballos, y le pinché con mi navaja. Mírala: entavía tiene sangre.
Cuarta y Media vociferaba diciendo:
—Es una iniquidad lo que hacen con nosotros. Esos guardias debían ser fusilados. ¿Por qué no nos dejan acercar?
Pujitos, que en su petulancia no carecía de generosidad, fue el único de los por mí conocidos, en quien advertí señales de compasión.
Hubo momentos angustiosos en que la turba se arremolinaba estrechándose, y parecía próxima a devorar al prisionero y a los jinetes que le custodiaban; pero estos sabían abrirse paso, y aclarándose el grupo volvía a aparecer la cara del mártir, asido con convulsas manos a los arzones, cerrados sus ojos, la frente herida y cubierta de sangre, las piernas flojas y trémulas, llevado casi en volandas y casi arrastrando, con la respiración jadeante, la boca espumosa, las ropas desgarradas. Parecíame mentira que fuese aquel el mismo hombre que dos días antes me recibió en su palacio, el mismo a quien vi asediado por los pretendientes, agitado y receloso sin duda, pero seguro aún de su poder, y muy ajeno a aquella tan repentina y traidora y alevosa mudanza del destino… ¡Y los chicos más desarrapados se aventuraban entre los pies de las cabalgaduras para golpearle, y las mujeres le arrojaban el fango de las calles, menos repugnante que las exclamaciones de los hombres… y estos no disparaban sus escopetas por temor de herir a los soldados! No creo que haya ocurrido jamás caída tan degradante. Sin duda está escrito que la caída sea tan ignominiosa como la elevación.