El águila de plata (59 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: El águila de plata
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En ese momento la principal preocupación de Brutus era la respuesta de Pompeyo a ese ataque. Al igual que César, probablemente había mantenido su tercera línea, lo cual significaba que el avance de sus cohortes sería rápidamente frenado por los refuerzos republicanos. «Razón de más para ganar velocidad», pensó Brutus, corriendo con todas sus fuerzas. Le suponía un esfuerzo agotador, pues llevaba encima un casco de bronce con el penacho transversal, una cota de malla y un pesado
scutum
. El sol azotaba la seca planicie desde el amanecer y ya casi había llegado a su cénit. El aire, en calma, era caliente, difícil de respirar. La mayoría de los hombres no había bebido desde hacía horas y tenía la garganta reseca. A pesar de todo, nadie se quedó atrás.

En momentos así era cuando se podía lograr una victoria.

Y César había depositado su confianza en ellos.

Al cabo de una hora, Brutus ya sabía que habían logrado la victoria. En un maravilloso golpe de suerte para César, Pompeyo había utilizado las tres líneas de su ejército contra las dos de su adversario. Esa decisión calculada, supuestamente con objeto de levantar la moral de sus tropas inexpertas, había dejado al líder republicano sin reservas para responder al ataque por sorpresa de Brutus. Además, su caballería estaba desperdigada a los cuatro vientos, y sus tropas de infantería masacradas. Brutus y sus seis cohortes habían atacado por sorpresa el flanco izquierdo del ejército de Pompeyo como zorros a ovejas indefensas. Habían atacado desde un lateral y observaban encantados cómo cundía el pánico.

Cuando la tercera línea de César chocó contra el frente republicano momentos después, el final estaba próximo. Brutus tuvo que reconocer el mérito de los legionarios enemigos: habían mantenido las filas, habían seguido luchando y se habían negado a huir. Sin embargo, la actuación de los aliados de Pompeyo fue muy distinta. Cuando al sino de su caballería siguieron esos otros reveses, dieron la vuelta y huyeron hacia el campamento. Con renovado coraje, las legiones de César continuaron atacando a las legiones republicanas. Avanzaron paso a paso, haciendo retroceder a sus enemigos cada vez más desmoralizados.

Brutus sonreía sin piedad. Siempre empezaba en la retaguardia, cuando los soldados que podían ver que los compañeros de delante estaban perdiendo miraban atrás, Armados con largos palos, los
optiones
y otros oficiales subalternos se situaban en ese punto para evitar una retirada desordenada. Como no eran muchos, resultaba imposible detener la huida de los soldados cuando el pánico se apoderaba de la masa. Eso fue lo que inevitablemente sucedió. Precedidas por su comandante, las legiones devastadas de Pompeyo se habían retirado del campo de batalla en desbandada. Cuando alcanzaron la supuesta seguridad del campamento fortificado poco después, se quedaron horrorizados al ver que los soldados de César los habían seguido y los sitiaban, Tras un corto y violento enfrentamiento, habían forzado las puertas y Pompeyo y sus soldados tuvieron que huir de nuevo.

Alentados ahora por el mismísimo César, los exhaustos legionarios perseguían de cerca a sus enemigos derrotados, a los que se les iba a negar descanso, agua y alimentos. «La victoria —pensó Brutus— no puede ser más que una victoria total.» Una vez más, César había arrebatado la victoria de las garras de la derrota, esta vez con una de las tácticas más ingeniosas de la historia bélica.

Brutus bebió el agua tibia que le quedaba en el odre y sonrió.

Sólo necesitaban capturar a Pompeyo para dar la guerra civil prácticamente por finalizada.

Pero, llegado el momento, esto no sucedió. Aunque veinticuatro mil soldados fueron hechos prisioneros, incluidos numerosos oficiales de alto rango y senadores, esa noche Pompeyo y muchos otros lograron escapar. Entre ellos Petreyo, Afranio y Labieno, el que fuera amigo de César y su aliado en la campaña de la Galia.

A primera hora de la mañana siguiente, Brutus observaba el campo de batalla desde una colina cercana. Fabiola estaba a su lado y guardaba silencio horrorizada. Aunque no había sido una batalla tan sangrienta como la de Alesia, el coste humano de Farsalia había sido elevado: más de seis mil legionarios republicanos yacían muertos en la planicie y César había perdido más de mil doscientos. Un número indeterminado de tropas aliadas republicanas había quedado esparcido por todas partes, tropas tan inútiles en la muerte como lo habían sido en vida. Nubes de buitres, águilas y otras aves de presa llenaban el cielo.

—¿Se pudrirán aquí? —preguntó Fabiola. La mera idea le resultaba repugnante.

—No. Mira —respondió Brutus señalando. Se veían pequeños grupos de hombres que amontonaban madera en pilas rectangulares por toda la planicie—. Piras funerarias —añadió.

Fabiola cerró los ojos y se imaginó el olor de la carne quemada.

—Entonces, ¿se ha terminado?

Brutus suspiró hondo:

—Me temo que no, mi amor.

—Pero, esto… —Fabiola señaló la carnicería que veían más abajo—. ¿No han muerto ya bastantes hombres?

—Las bajas son terribles —reconoció—. Pero los optimates no se dan por vencidos tan fácilmente. Se rumorea que tomarán un barco hacia África, donde la causa republicana tiene muchos seguidores.

Fabiola asintió con la cabeza. En la única zona donde César había sufrido hasta ahora un revés era en la provincia de África. El año anterior, Curio, su antiguo tribuno, había cometido el estúpido error de dejarse engañar para abandonar la costa y dirigirse al árido interior. Allí él y su ejército fueron aniquilados por la caballería del rey de Numidia, un aliado de la República.

—Eso requerirá otra campaña —añadió, deseando que el derramamiento de sangre ya hubiese acabado y así pudiera reactivar sus planes para vengarse de César—. ¿No es así?

—Sí —se limitó a responder Brutus—. Pero, cuando quieras, puedes regresar a Roma. Me aseguraré de que tengas suficiente protección.

Satisfecha con su respuesta, Fabiola lo besó en la mejilla.

—Me quedaré contigo, mi amor —añadió, todavía precavida por el peligro potencial que suponía Scaevola—. ¿Qué ha pasado con Pompeyo?

—Los exploradores dicen que, a diferencia de otros, se ha dirigido a la costa del Egeo. Yo creo que desde ahí zarpará hacia Partía o Egipto. —Advirtió su mirada inquisitiva—. No va a rendirse así como así. Necesita más apoyos para su causa.

—¡Esto no va a acabar nunca! Pompeyo todavía tiene dos hijos en Hispania. ¡Ellos tampoco deben de ser de fiar! —exclamó Fabiola con desesperación—. África, Egipto, Hispania. ¿Puede César luchar una guerra en tres frentes?

—Por supuesto. —Brutus sonrió—. Y además la ganará. No me cabe la menor duda.

Fabiola no respondió, pero la embargó la desesperación. Si realmente César era capaz de derrotar a tantos enemigos, demostraría ser el general más formidable que jamás había existido. ¿Cómo iba a vengarse de alguien tan poderoso? Brutus la quería, estaba segura de ello, pero no parecía muy posible que algún día traicionase a César de la forma que ella quería. Entonces, ¿qué posibilidad tenía de convencer a otra persona? Desconsolada, Fabiola contempló fijamente la planicie en busca de una pista. Durante largo rato no hubo nada. Al final lo vio: un cuervo solitario que volaba apartado de los demás pájaros, deslizándose sobre las corrientes de aire cálido que subían de la tierra abrasada por el sol. Embelesada, Fabiola lo observó un buen rato. Y entonces cayó en la cuenta. «Gracias, Mitra —pensó con aire triunfante—. Los peores enemigos son siempre los del círculo más allegado.» Así que la clave seguía estando en Brutus y sus compañeros.

—Si tiene éxito —dijo Fabiola midiendo sus palabras—, no podrás volver a confiar en él nunca más. Roma debe tener cuidado con César.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Brutus confundido y un poco enfadado.

—La arrogancia de un hombre con semejante talento no tiene límites —respondió Fabiola—. César se coronará rey.

—¿Rey? —El mero concepto era en ese momento un anatema para todo ciudadano. Hacía casi quinientos años que el pueblo de Roma había realizado la hazaña de la que más orgulloso se sentía: derrocar y expulsar al último monarca de la ciudad.

Fabiola conocía otro detalle de vital importancia.

Supuestamente, un antepasado de Brutus había sido el principal instigador.

Exultante, contempló como el rostro de Brutus palidecía.

—¡Eso nunca sucederá! —masculló.

Capítulo 26 El
bestiarius

Cerca de la costa etíope, verano-otoño de 48 a. C.

Romulus cayó de espaldas en el agua. En el último instante se acordó de aguantar la respiración. Desorientado, se asustó porque el peso de la cota de malla lo arrastraba a las profundidades. Enseguida pensó que los pulmones le iban a estallar y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no dejarse llevar. Romulus no tenía ninguna intención de morir con el pecho encharcado de agua salada y el deseo desesperado de ayudar a Tarquinius le dio más fuerza. Se enderezó, pateó con fuerza y se impulsó hacia arriba. Para su alivio, la salinidad del agua mejoraba la flotabilidad. Romulus salió de golpe a la superficie y respiró. El aire nunca le había sabido tan dulce. Se restregó los ojos porque le escocían y miró desesperado un lado del
dhow
en busca de su amigo.

Lo único que veía era a los piratas en la barandilla soltando improperios. Algunos levantaban el puño, pero otros preparaban los arcos o le apuntaban con las flechas.

—¡Deprisa! —gritó Ahmed—. ¡Imbéciles! ¡Disparad!

El peligro no había pasado.

Romulus maldijo. ¿Qué posibilidad tenía de subir a bordo? ¿De rescatar a Tarquinius antes de que el trirreme los atacase? Si lo intentaba, le esperaba una muerte segura por ambos lados. Pero no podía limitarse a alejarse nadando.

—¡Estoy aquí! —dijo una voz detrás de él.

Romulus a punto estuvo de morirse del susto.

Tarquinius apareció a unos pasos de él con una gran sonrisa en el rostro.

—¿Cómo…?

—No hay tiempo para explicaciones —repuso el arúspice—. Pongamos algo de distancia entre nosotros y el
dhow.

Justo en ese momento una flecha cayó en el agua entre los dos. Se hundió sin causar daños, pero le siguió otra y a continuación arrojaron también una lanza.

Romulus no tenía ningún deseo de entretenerse. Echó un vistazo rápido alrededor para determinar dónde se encontraba la costa y avanzó en el mar cálido dando fuertes brazadas.

—¡Malditos perros! —A través de las olas llegaba la voz de Ahmed—. ¡Malditos cabrones, así os pudráis en el infierno!

Más flechas mal apuntadas salpicaron cerca, pero ningún miembro de la tripulación tenía la habilidad de Romulus con el arco. Y el iracundo nubio no podía permitirse perder tiempo persiguiendo a la pareja. Había sido el momento perfecto para huir.

Las armaduras no evitaron que alcanzasen la costa. Poco después, llegaron a una playa abandonada cubierta de piedras y guijarros. Los dos se dieron la vuelta al unísono para ver qué había pasado con el
dhow.

Tenían una visión panorámica de la dramática situación que estaba en pleno desarrollo y a punto de alcanzar su momento álgido.

Al final, el barco pirata había conseguido dar la vuelta y cogía velocidad en dirección a Arabia, con las velas hinchadas por el viento. Pero era demasiado tarde. La poca facilidad del
dhow
para maniobrar había sido su ruina. Antes de que los corsarios pudiesen avanzar hacia el este, el trirreme había alcanzado la velocidad de ataque. Y no parecía tener intención de disminuirla. Del tambor brotaba un ritmo sordo más rápido que los latidos de un hombre que obligaba a los remeros a remar a una velocidad agotadora.

—No ha habido señal de virar —dijo Romulus.

—Es igual, los van a atacar.

—¡Pobres desgraciados!

Veían la cabeza de bronce del espolón que se elevaba ligeramente en el agua debido a la velocidad del trirreme. Los dos se quedaron clavados. Ocupaba más de quince pasos de anchura en la proa del barco y constituía una de las formas de ataque más devastadoras de la armada romana. Pero Ahmed y su tripulación no lo sabían. Lo único que veían era que el trirreme se les venía encima en ángulo agudo para intentar un choque frontal.

Los gritos de alarma mezclados con los chillidos de las mujeres prisioneras les llegaron a través del agua.

Con un choque increíble, el espolón golpeó el
dhow
cerca de la proa. A pesar de estar a cierta distancia, oyeron el crujir de la madera. El sobrecogedor ímpetu del navío romano apartó al barco más pequeño. La increíble fuerza del impacto hizo que varios piratas cayeran por la borda. Agitaban los brazos y las piernas en el agua y miraban impotentes a sus camaradas, casi todos ya en el agua. Se oyeron gritos de pánico y de confusión.

El
dhow
había recibido un golpe mortal.

Para terminar con él, el
trierarca
, el capitán romano, bramó una sola orden. Todos a una, los arqueros del trirreme acribillaron al otro navío con sus flechas. La descarga, que caía sobre los sorprendidos corsarios como una lluvia mortal, fue devastadora. Indisciplinados y aterrorizados, los piratas aún con vida murieron donde se encontraban, de pie o agachados. Las desgraciadas mujeres no corrieron mejor suerte. Sin embargo, y por increíble que parezca, Ahmed seguía sano y salvo. Valiente hasta el final, gritaba en vano órdenes a su tripulación.

El
trierarca
bramó otra orden y las catapultas vibraron al unísono. Bolas de piedra volaron por el aire para aplastar los tórax de los hombres; una inmensa flecha clavó al mástil a Zebulon. Tan sólo un puñado de piratas seguía ileso. Ya no era necesario arriesgar la vida de los marineros. Era un magnífico y brutal ejemplo de la eficiencia militar romana.

Romulus sintió una punzada de tristeza mientras contemplaba la escena. Los piratas iban a morir de forma miserable, incapaces incluso de acercarse al enemigo y luchar cuerpo a cuerpo. Aunque eran unos sanguinarios renegados, habían vivido y luchado juntos durante casi cuatro años. En cierta forma, Romulus se sentía vinculado a ellos. Y también estaban las mujeres inocentes. Apartó la vista, incapaz de seguir mirando. Pero, instantes después, se vio obligado a mirar de nuevo.

Con unos largos palos, los marinos alejaban el trirreme del
dhow
y dejaban al descubierto el enorme agujero que habían abierto en el casco. Pero la función de esta maniobra no consistía en admirar su obra. Al separar del
dhow
el espolón con la cabeza de bronce, el agua podía entrar libremente y destruir el
olibanum
y las especias que los piratas habían robado. Y hundir el barco pirata.

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