El alcalde del crimen (38 page)

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Authors: Francisco Balbuena

BOOK: El alcalde del crimen
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La carroza salió de Sevilla por la puerta de Jerez, rodeó la ciudad a la vera de sus murallas y, ya por el norte, tomó la dirección de La Algaba. Un pésimo camino de herradura paralelo al río los condujo al cabo de una legua y media a dicho pueblo, que se extendía a lo largo del margen opuesto del Guadalquivir en el seno cóncavo de un meandro. Era una población de casas bajas y de calles estrechas, levantada alrededor de su iglesia y de una hermosa torre romana. Más allá de las riberas pantanosas se extendían campos feraces salpicados de cortijos y casas solariegas.

Justo enfrente del pueblo, por el lado convexo del meandro, se alzaba un viejo palacio, con porte de fortaleza fluvial más bien. Se asomaba a través de una espesa vegetación que, por distintos puntos, se tragaba sus desgastadas y derruidas piedras. Desde antiguo este señorío había pertenecido a diversas ramas de los Guzmanes. El señor del palacio, don Cristóbal, marqués de La Algaba, era tío de Mariana y, como huérfana que era desde los doce años, su preceptor y albacea.

En realidad la tutela era teórica, puesto que ella siempre había hecho su propio deseo, y él, el misántropo de quien había hablado, aparentemente no se preocupaba de otra cosa que de mascullar su soledad por los campos.

Un matrimonio de viejos sirvientes recibió a Mariana y a su acompañante con gran júbilo. Ellos prácticamente la habían criado, de forma que ahora, siempre que ella les visitaba, la acogían como si fuera su propia hija. Les alegraba su gris existencia por un tiempo, pues no había más criados en la casa, y el señor se comportaba como si no viviera allí. No preguntaron más de la cuenta ni se inmiscuyeron en la razón de que el Alcalde del Crimen de Sevilla acompañase a su querida jovencita, simplemente se preocuparon por la salud de ella y la comodidad de él. Dispusieron sus alojamientos para hacerles su estancia lo más agradable posible.

Los recién llegados tardaron dos días en ver al marqués. Fue cerca de la caballeriza, donde don Cristóbal había dejado su montura. Era un hombre que rondaba los cincuenta años, fuerte, de pelo largo y abundante, ensortijado y blanco hasta los hombros, de modo que parecía llevar peluca antigua. Les miró desde la lejanía, sin apenas pararse a observarles. Hizo un gesto adusto a su sobrina y acompañante, y, sin mediar palabra, desapareció por una puerta trasera del caserón, de su uso exclusivo. Ellos se encaminaron hacia el lado de la hacienda que daba al río.

—No piense mal de él —dijo Mariana a Jovellanos a modo de disculpa—. Ya vendrá a hablarnos.

—Yo no juzgo a la gente sin conocerla. —Jovellanos se detuvo y buscó la mirada celeste de Mariana—. Aunque solo en un caso he sabido lo que sentía por una persona antes incluso de hablar con ella. Confieso que me deslumbró cuando la vi aparecer por primera vez en la tertulia.

—Yo le admiré antes, don Gaspar —repuso ella con una sonrisa—. Me acuerdo de cuando usted estaba recién llegado a Sevilla y visitaba nuestra casa para estudiar leyes con mi padre. Yo era entonces una mocosa, pero no le perdía de vista. Me escondía detrás de unas cortinas o bajo unas escaleras y me pasaba las horas observando a un joven tan apuesto. Cuánto suspiré porque juntos cabalgásemos por fuera de la ciudad, hasta llegar aquí a La Algaba. Nunca se me olvidará cuando me besó en la frente el día que falleció mi padre. ¿Usted no se fijó en mí?

—Desde luego. Me conmovió su tristeza.

—No sea tonto... Ya sabe a lo que me refiero...

Mariana golpeó delicadamente un brazo de Jovellanos con su parasol recogido. Este estiró el cuello, sintiéndose incómodo y a la vez en un estado muy grato.

—¡Oh...! Pues claro, doña Mariana. Me pareció una chiquilla muy bonita, traviesa pero de unos ojos asombrosos. De una mirada como nunca había visto yo antes. Lástima que su padre falleciese y aquello durase tan poco.

Una repentina ventolera agitó las plumas del sombrero de Mariana y el amplio vuelo de su falda pareció envolver las piernas del caballero.

—Esos ojos solo le veían a usted con el amor que le profeso ahora.

—Pero si únicamente era una niña... —Jovellanos parpadeó varias veces seguidas, como para que no le entrase el sudor en torno a sus ojos, pero sobre todo para escarbar mejor en el fondo de sus sentimientos, porque en aquel momento debía hacerlo—. También es verdad que ahora que hablamos de ello he de confesar que creo que sentía algo por usted, algo que entonces se me antojó como una perversidad. A veces cuando la veía aparecer por un pasaje o por el patio con aquellos rizos amarillos me temblaban las piernas. Notaba una incomodidad que no sabía muy bien de dónde provenía. No podía creer que me estremeciese por una niña de doce años. ¡Oh, Señor, debía ser un sátiro sin saberlo!

—No, Gaspar. Solo era un alma demediada, como yo.

—Sí, eso debe ser.

—¡Ea...!, vayamos de una vez a visitar el pueblo...

Mariana abrió su parasol y él la condujo de una mano enguantada de encaje hasta alcanzar el embarcadero. Desde la lejanía, desde una de las ventanas del caserón, don Cristóbal observó cómo ganaban el bote y cómo el barquero les alejaba de aquella margen remando cadenciosamente.

El señor de La Algaba era un hombre singular. En sus dominios se le tenía por un loco. Era frecuente verle por la llanura escarbando en cualquier montículo, solo, al borde de un trigal o en medio de olivos, a pocos pasos de su caballo, o entre viejas ruinas a las que ni siquiera los pastores se acercaban. Buscaba restos romanos, y los conseguía en abundancia: vasijas, estatuas, armas y a menudo monedas. Entonces los metía en un saco, cruzaba el río en barca y guardaba sus hallazgos en la torre del centro del pueblo. Se creía que era la extravagancia propia de un hombre de su linaje.

No solo el Guadalquivir separaba a don Cristóbal de los pobladores de su feudo. Se sabía que una corriente más ancha y procelosa que aquel río en un momento de su juventud le había alejado definitivamente de la vida sensible. Mariana explicó a Jovellanos que una extraña enfermedad se había llevado a su queridísima esposa y a sus dos hijos varones, y que desde entonces algo, como un rencor hacia Dios, había hecho una terrible mella en su espíritu. Y puesto que contra la divinidad no podía hacer nada, había decidido apartarse de los hombres. En su momento inútilmente trató don Cristóbal de rescatar los cuerpos de los suyos de debajo de la tierra sagrada. Insistió ante las autoridades eclesiásticas, hasta que Solís le permitió llevarse los ataúdes del cementerio de la iglesia a condición de que los inhumase en un mausoleo consagrado cerca de la fortaleza. Y así lo hizo.

—Muchos patanes creen que a raíz de aquello le viene su obsesión por los objetos antiguos enterrados, como si fuese un demente sepulturero a la inversa —concluyó Mariana su explicación con un mohín, cuando ya alcanzaban la otra orilla—. Pero yo creo que solo busca rescatar para la posteridad la belleza clásica, como si ella fuese su forma de pedirnos perdón a los demás por su alejamiento. ¿Usted qué piensa?

—Pienso que la posteridad lo reconocerá así, Mariana —opinó Jovellanos.

De ese modo transcurría la existencia apartada de don Cristóbal. Desaparecía para excavar y no se le volvía a ver durante días, hasta que aparecía de nuevo cargando su saco. Luego, a través de la portezuela trasera del caserón, llegaba a sus aposentos y allí permanecía encerrado jornadas enteras. El viejo criado decía que llorando y a la vez recomponiendo las piezas encontradas. Nadie lo sabía con seguridad.

Mariana y Jovellanos se instalaron al otro extremo de la galería en sendas alcobas contiguas. Prácticamente todo el palacio era para ellos y, sin embargo, sin necesidad siquiera de insinuárselo, habían decidido mantener la tensión de la distancia física del otro, como si necesitasen ir limando poco a poco sus mundos particulares. De forma que los dos días siguientes a su llegada los pasaron recorriendo los alrededores, en especial las propiedades del marqués, a veces acompañados de Céspedes, su administrador, o husmeando por la casa en las reliquias de la familia.

Por la tarde de aquel segundo día les pareció bien cruzar el río en la barca dispuesta para ese menester con la intención de contemplar el interior y los objetos de la torre. Un alguacil del Ayuntamiento les abrió su puerta y les dejó solos al pie de la escalera. La intensa luz meridional penetraba en forma de rayos feroces por angostas aspilleras, produciendo un extraño brillo en los mármoles y arcillas en custodia. Parecía un templo pagano desordenado, con sus estatuas de dioses desaparecidos, de emperadores asesinados, de cónsules olvidados. Era la vida petrificada que don Cristóbal iba reconstruyendo.

Subieron las cuatro plantas de la torre, hasta que la penumbra del aire adquirió un barniz lechoso. En la última estaban las piezas más hermosas. Dioses y efebos, pebeteros, cornucopias de oro. Ambos se pusieron a explorar por lados distintos. Pero en un momento dado, mientras Mariana y Jovellanos palpaban las sinuosidades de una Minerva, sus manos fueron a encontrarse. Y no sobre una voluptuosa Venus, ya que sus sentimientos estaban bajo la advocación de la reflexiva Minerva, al ser su amor más elevado, más reconcentrado y más trascendente que aquel que domina al común de los seres mortales.

Atrapados en el vértigo de sus miradas, enturbiadas de desconsuelo por pertenecer a dos cuerpos en un solo ser, entonces fue cuando cayeron definitivamente las barreras que desde la noche de los tiempos les habían mantenido cautivos. Se besaron y, sin aliento, siguieron besándose por toda la piel al descubierto. Sus manos ansiosas buscaron la forma de liberarlos de tanta ropa como los separaba. Pegados y desapegándose, restregando sus manos y sus labios, no les importó que algún busto cayera al suelo, que alguna tela se rasgase o que alguno de sus gemidos saliese por las aspilleras y les oyeran en todo el pueblo. Que supiese todo el mundo que en lo alto de la torre habían recobrado la vida un fauno y una ninfa. Y de ese modo, transformados en mitos arcaicos, se dejaron flotar sobre el suelo ambarino, de manera que los dioses mayores fueron pródigos con ellos aquella tarde.

A la mañana siguiente, la vieja criada fue a llevar el desayuno a la alcoba del Alcalde del Crimen de la Audiencia Real de Sevilla. Se encontró el aposento vacío. Se dio media vuelta y salió. Sonrió mirando la puerta cerrada de la alcoba contigua y desapareció discretamente.

Llegó el sábado de la semana y el señor del feudo, después de tres días de encierro, decidió comer con su sobrina y su invitado. Le acompañaba también a la mesa el bachiller Céspedes.

Don Cristóbal estaba sentado en un extremo de la larga mesa y los otros tres comensales, agrupados en el opuesto. Comía despacio, como sin ganas, en silencio, casi sin mirar a nadie. La situación hubiese adquirido una tensión insoportable de no ser porque Céspedes se reveló como un hombre muy locuaz en cuanto dio cuenta de la primera copa de vino. El viejo criado repuso su contenido enseguida con movimientos cansados y lentos, que Jovellanos quiso interpretar que se debían más a la desgana de servir a alguien así que a su edad. Como era de esperar, Céspedes se interesó vivamente por los horrendos crímenes que habían acontecido en Sevilla. Poseía una sorprendente habilidad para sonsacar respuestas traspasando toda delicadeza. Viéndole hablar, a Jovellanos le pareció una soez imitación de Twiss.

—Dígame, señor alcalde, en caso de que detenga al culpable, ¿llevará a cabo esa bárbara costumbre de ejecutar a los asesinos? —preguntó Céspedes con su astuta insolencia.

—Haré cumplir la ley.

—Pero usted es un hombre ilustrado. ¿No piensa que sería mejor aplicar penas más clementes?

Ambos hombres, de similar edad, estaban frente a frente, y entre medias comía Mariana, observando cómo se cruzaban esas palabras. Jovellanos contestó incómodo.

—Lo pienso. Pero mientras no haya leyes más justas, hemos de respetar las existentes. De lo contrario, el mundo entero se convertiría en una selva.

—¡Ah, la jungla...! ¡Los nobles salvajes! —exclamó el bachiller indicando al criado que llenase de nuevo su copa—. ¿No opina doña Mariana que esos crímenes no se podrían dar en el Nuevo Mundo? Fray Bartolomé de las Casas habla de seres inocentes, libres de todo pecado...

Jovellanos pensó que sin duda entre ambos habían hablado antes sobre esos temas. Teniendo en cuenta que Céspedes era un cínico, juzgó que a su lado su amada se había dejado llevar por el entusiasmo propio de la juventud. Mariana se dio cuenta de que el administrador quería llevar la discordia entre ella y Jovellanos, no en vano sospechaba de él que desde hacía tiempo le animaba un oscuro interés por su persona.

—Señor
bachiller
—respondió ella con énfasis para ponerle en su sitio—. No es lo mismo cometer crímenes salvajes y esperar indulgencia que ser un salvaje y recibir severidad.

Jovellanos sonrió y bebió. Por fin él y Mariana estaban del mismo lado en esas cuestiones. Céspedes, azarado por tan ingeniosa réplica, no tuvo más remedio que echarse a reír como lo hubiese hecho el conejo que se estaba comiendo.

—¡Qué finura, señora marquesa...! —contraatacó nervioso—. A cada cual según su grado de bestialidad. ¿Qué tipo de muerte le espera en el cadalso al asesino de Sevilla, señor alcalde? Si es un villano iletrado, tal vez el garrote vil, o acaso el honroso si es hidalgo. Pero si es un zafio labriego, con seguridad la lenta horca con guita fina. Y si es un noble, la eficaz y rápida hacha. De todas maneras, el reo siempre podría jugarse a la baraja la forma de su muerte con otros condenados. La ley lo permite para demostrar que es magnánima, y porque así hay beneficio para los distintos verdugos. Aunque el noble carecería de ese
privilegio.
Pero no, no pensemos eso... Un gran señor no sería capaz de tales monstruosidades. No veo a un caballero de altos ideales cortando pescuezos de iglesia en iglesia...

Ahora Céspedes rió en silencio, saboreando su dentellada. Jovellanos y Mariana se apercibieron de su intención: encarar a ambos, a cada uno según su posición privilegiada en la sociedad, ante la arbitrariedad de las leyes vigentes.

En esto que don Cristóbal dejó su cuchillo sobre la mesa y miró al extremo donde se encontraban los demás. Mariana y Jovellanos le devolvieron la mirada, y Céspedes se tragó sin masticar lo que contenía su boca, pues su amo le imponía más que respeto. El marqués de La Algaba habló con su voz grave y a la vez metálica, imponente, como si sus mejillas hundidas varonilmente abarcasen la matriz de los truenos.

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