El alcalde del crimen (57 page)

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Authors: Francisco Balbuena

BOOK: El alcalde del crimen
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—Sabe bien que en cierto modo los conocemos a todos —repuso Twiss—. Son descontentos que han atendido a alguien que les ha mostrado un proyecto supremo. Al igual que Caetano, quieren oro para arrasar reinos y fundar otros nuevos. Ayer estuve leyendo en la biblioteca del Alcázar un informe sobre Francia. Voltaire afirma que existen doscientos mil mendigos vagando por el reino, que es el más rico de Europa. Se sorprendería usted de la cantidad de revueltas y motines que por hambre o por otras causas ha habido allí en los primeros cincuenta años de este siglo.

Jovellanos no se sorprendía, porque de repente le vino a la cabeza la
Guerre des farines
de hacía dos años, siendo ministro Turgot. Pero también en España el motín contra las quintas de Barcelona de cuatro años antes; o el motín de los machinos de Guipúzcoa del año 66, del que estos únicamente habían conseguido que se impusiera la pena de castración a los clérigos que yacieran más de tres veces con una mujer; o el motín de Granada del año 48, donde los alborotadores se enfrentaron a las autoridades en nombre de María, golpeando y desnudando al Visitador general. Todos parecían ser síntomas de un malestar muy profundo —meditó—, pero que no sabían encontrar su verdadera expresión.

—Conozco ese informe —respondió por fin Jovellanos—. ¿Cree usted que este siglo acabará bien?

—No sé, Gaspar... He viajado mucho, y por todas partes he encontrado a tipos con esa tormenta y ese impulso que cantan los poetas alemanes. Parece una tormenta de nubes muy cargadas, que poco a poco va oscureciendo este siglo que se creía tan luminoso. —Twiss estiró sus largas piernas debajo de la capa— ¡Agh...! Esta maldita posición me está volviendo un condenado filósofo meridional... ¿Qué hora será ya?

Jovellanos se movió con incomodidad por debajo de su capa negra para hacerse con su reloj. En eso que un electrizado Twiss le agarró con fuerza por uno de los hombros.

—Levántese... —le susurró el inglés con la cara tan tensa que parecía cuero de tambor.

Jovellanos le imitó, como él lo hacía, despacio, con sigilo, procurando que su cuerpo se quedase pegado a la pared, allí donde la luz de la luna llena no alcanzaba. Habían aparecido cinco hombres frente a la puerta de la casa de Jacinto Horcajo. De entre ellos, enseguida Twiss reconoció la encorvada silueta de Silva, embozado como siempre, sin duda que mandando en el grupo.

Los cinco individuos se pararon y estuvieron olisqueando por la puerta y la ventana baja, y observaron con detenimiento las dos ventanas altas, sin rejas. Uno de ellos sacó un puñal y se puso a hurgar en la cerradura de la puerta. Entonces se oyeron los estruendosos ladridos del perro de Horcajo desde el interior de la vivienda. De inmediato los sujetos se retiraron de la fachada, cuchichearon entre sí y decidieron largarse. Pasaron a no más de tres varas de la pareja escondida, pero sin oír el latido desbocado de sus corazones. En ese momento fue cuando Twiss vio cómo sobresalía del embozo de uno de los sujetos la parte superior de la cicatriz en forma de serpiente. Era el esbirro de Caetano Nunes. Era la prueba meridiana de lo que ya se temían: la alianza entre el falsificador portugués y el dominico Gregorio Ruiz.

Una vez que desaparecieron los cinco sujetos, Jovellanos y Twiss volvieron a tomar aire con desahogo. Aunque ya se les habían ido las ganas de agacharse de nuevo para echar una cabezada por turnos.

—¿Piensa lo que pienso yo, Jovellanos? —preguntó Twiss mientras guardaba sus dos pistolas.

—Lo pienso. Pienso que nuestros adversarios de investigación, siguiendo sus propios métodos de hacer pesquisas y sacar conclusiones, no andan muy desencaminados, por muy complicado que parezca este asunto.

—Ya sé que es una estupidez lo que le voy a decir. Pero ¿no se podría intentar otro acuerdo con Ruiz? Podríamos brindarle la oportunidad de detener a Thiulen él solo, que él se quede con los méritos. Al fin y al cabo, ¿a nosotros qué más nos da?

—Señor Twiss... A ver si sale el sol de una vez y comienza a llegar sangre a su cerebro. Ahora a Ruiz solo le interesa deshacerse de Thiulen para que no tenga que dar cuentas a la justicia civil. Sin asesino verdadero, únicamente quedarán los sospechosos en los que cree el pueblo: nosotros. Ese inquisidor solo busca nuestra destrucción a través de nuestro fracaso. Ni siquiera persigue el oro. Yo que Caetano, me andaría cuidadoso con él.

—Bien... Ya sea por los inquisidores y el hampa o por nosotros, parece que todas las cuerdas del clavicordio están prestas a tocar la música final. Aunque queda saber qué nota dará la cuerda más importante, la de Thiulen. ¿Confía en que finalmente la tecla del estudiante Sabas toque como esperamos?

—¡Huy, huy...! ¿Qué le ha pasado en ese convento, Twiss? Parece desvariar con retórica bizantina.

—Usted lo ha adivinado. Se me ha quedado la cabeza allí...

Jovellanos se aproximó a él desde la boca del callejón. Su expresión manifestaba un profundo aprecio, pero también algo de indisimulable preocupación. Mientras hablaban le infundió ánimos por medio de continuados apretones en un brazo.

—Richard, confíe en el corazón de Juana, y lo que sea será. Y confiemos todos en que Fermín sepa hacer lo que se le ha encomendado.

Twiss agarró el brazo de Jovellanos, agradecido por su comprensión.

—No se preocupe por el muchacho —dijo con un tono de ironía—. Se las sabe arreglar mejor que nosotros.

El trabajo encomendado a Fermín solo lo podía hacer un pihuelo de las calles como él había sido, y como todavía lo aparentaba. La idea había surgido de su propia iniciativa. De escuchar a escondidas estaba atento a los pormenores de la investigación; y de la misma un asunto se presentaba harto complicado: tener controlado a Sabas. Fermín se acercó a Jovellanos y Twiss, que charlaban sobre el tema en el patio de la Audiencia, y se ofreció para seguir de día y de noche a ese estudiante. Sabas parecía ser, de los que se conocían de la banda, el más espabilado y el que se movía con más sigilo. Jamás podría sospechar que un niño cualquiera, uno más de los miles que pululaban por las calles, andase tras él. Jovellanos se opuso terminantemente a esa temeridad. No obstante, al final hubo de claudicar ante la insistencia combinada de Twiss y el muchacho. Después de todo no contaban con una alternativa mejor.

—De acuerdo —advirtió Jovellanos señalando con un índice al muchacho—. Pero recuerda lo que te digo siempre: no te metas allá de donde no puedas salir.

Fermín dio un salto de entusiasmo, de forma que entrechocaron bajo su camisa las piedras que escondía.

En efecto, no resultaba nada fácil mantener vigilado a alguien como Sabas Juaranz. Era un mozo de unos diecisiete años, natural de Córdoba, que por su ánimo y su desparpajo aparentaba más edad. Era ágil, valiente y despierto, de una expresión poseída por una fuerza vehemente, con gran ascendencia entre sus condiscípulos. Se sabía de él que era uno de los cabecillas de una de las facciones estudiantiles en que por entonces se encontraba dividida la universidad. A uno de los bandos se lo denominaba el de los
manteístas
—al que Sabas pertenecía—, partidario de las reformas que Olavide y otros ilustrados del reino habían impulsado en la educación. Al otro se lo conocía por el de los
colegiales,
acérrimos seguidores de los estudios tradicionales y elitistas. Desde la derogación en Sevilla de las reformas del asistente Olavide por el Cabildo en febrero, la tensión soterrada de antiguo en la universidad había ido en aumento. El puesto que antaño ocuparan los jesuitas y que después cubrieran profesores seculares ahora lo tomaban con mano de hierro agustinos y dominicos. Por lo tanto, se hacían frecuentes las disputas en las aulas, eran habituales los altercados nocturnos en los dormitorios, y en las calles se había desencadenado una guerra entre estudiantes, con más puñales que libros bajo sus capas. De vez en cuando, en medio de un concurrido mercado o en un callejón apartado, estallaba una pelea de manteístas y colegiales, cuando no en los tugurios y las tabernas frecuentados por alguno de los bandos. A menudo una cuchillada traicionera mediaba trágicamente en una rencilla, de modo que el carro de la muerte de Chacho Pico se cobraba su tributo estudiantil muchas mañanas. En medio de estas reyertas no era raro ver a Sabas Juaranz, que se distinguía como nadie en el manejo de los puños o de la daga. Sin embargo, también tenía la habilidad de saber retirarse a tiempo, de escabullirse por los lugares más inverosímiles en momentos de apuro o cuando una patrulla acudía al lugar del altercado.

Se había averiguado de Sabas que no pernoctaba en el edificio de la universidad. Muchos estudiantes forasteros se hospedaban en casas de vecinos o en pensiones, porque les sobrasen recursos, por su espíritu rebelde o porque corriesen peligro al ser reputados miembros de una de las facciones. No por la primera pero sí por las dos últimas razones Sabas había encontrado cobijo en la Posada de la Reina, en pleno barrio de El Arenal, es decir, en el sitio más inaccesible para la Ley y para sus enemigos colegiales. Jovellanos habló en persona con el dueño de la posada para ver la forma de que Fermín se hiciese pasar por criado de la misma, a fin de vigilar lo más estrechamente posible los pasos de Sabas Juaranz. El posadero estuvo muy conforme, con la esperanza de que la justicia le librase pronto de un huésped tan incómodo, tanto que no dudaba en sacar la daga si no se le servía con prontitud, y que demoraba sus pagos adornando sus palabras con vagas y fabulosas promesas de lluvia de ducados para los pobres.

En tales circunstancias, pues, fue como Fermín entró en la Posada de la Reina haciéndose pasar por criado. Su nuevo
amo
le facilitó su tarea secreta encomendándole trabajos ligeros que le permitiesen gran movilidad. Fermín con frecuencia barría el patio interior del establecimiento, a donde iban a dar todas sus estancias, o limpiaba los mesones de su taberna, de forma que así se enteraba de quién entraba y salía, o vigilaba mejor a quienes bebían vino junto a Sabas. Pronto supo de las frecuentes visitas que recibía el estudiante en su cuarto: otros manteístas como él. A menudo Fermín se escurría hasta la primera planta y escuchaba a través de la puerta del cuarto; los jóvenes se pasaban las horas charlando, bebiendo o cantando himnos incomprensibles para su entendimiento.

Sabas recibió el domingo de Ramos la visita de alguien que no era estudiante, sino que tenía pinta de rudo trabajador del puerto. Así se lo comunicó a Jovellanos y Twiss en la Audiencia, a donde iba a informar en cuanto tenía la seguridad de que Sabas dormía la siesta o la mona.

—«Manos muy callosas y tatuajes...» —repitió Twiss—. El estibador de Triana, señor Jovellanos...

—Puede ser... Van apareciendo todos menos quien más nos interesa. Pero alguien tiene que estar en contacto con Thiulen, alguien tiene que recoger sus directrices. —Jovellanos puso una mano sobre la cabeza de su pupilo—. Ojo, Fermín. Es gente muy peligrosa.

—Descuide, amo. No me meteré donde no quepa.

Fermín pasaba las noches en un apestoso y reducido cobertizo donde se amontonaban los otros criados del establecimiento y los de algunos huéspedes. Para su suerte, consiguió un puesto en el sitio más fresco y ventilado, al lado mismo del portillo que hacía de entrada y ventana. Desde allí podía observar sin ser visto a quien quisiese cruzar el patio para salir de la posada. No había noche en que no hubiese de seguir a Sabas Juaranz. Por fortuna, cada jornada que pasaba era más espléndida la luna llena de Semana Santa, de modo que no lo perdía de vista a lo largo de las callejas. Los lugares a donde iba Sabas siempre eran del mismo jaez: sórdidos figones o casas de juego con chicas alegres. Y, al igual que hacía su amo durante aquellas horas, Fermín debía aguardar en cuclillas en algún rincón oscuro de la calle, dormitando o comiéndose un trozo de pan duro.

A veces el muchacho perdía el rastro del estudiante. Sucedía cuando Sabas se implicaba en alguna bronca callejera con colegiales, de forma que en el consiguiente tumulto desaparecía como por encanto. Una noche varios de sus enemigos, para darle su merecido, entraron en tropel en la taberna donde se suponía que estaba divirtiéndose. Sin embargo, se les escapó por los tejados de la vecindad, cruzando por los arquillos que comunicaban las manzanas y que tanto abundaban en Sevilla. Así fue como lo vio el muchacho, brillando su puñal entre las chimeneas a la luz de la luna. En otra ocasión, en pleno día, Sabas se dirigió a la Fonda de San Basilio, un lugar por el que se podía acceder al corral del Ladrillo. Este era uno de los sitios menos recomendables de la ciudad, a pesar de estar bastante alejado del barrio portuario. Ni siquiera los hombres de Caetano se aventuraban a entrar en él a riesgo de ser carne del carro de la muerte de Chacho Pico. También era el territorio de Carahigo y sus rapaces, los antiguos compañeros de correrías de Fermín. Puesto que ya habían intentado varias veces darle su merecido por haberles abandonado, el muchacho se mantuvo a distancia de aquella zona prohibida para él, pensando en qué sería lo que podría estar haciendo Sabas.

El Miércoles Santo por la mañana, Sabas acudió a la universidad, a pesar de que no había clases. Permaneció dentro durante un par de horas, luego salió y se dejó caer por el cercano mercado de la plaza de la Encarnación. Compró mucha comida —más de la que podía comer un solo hombre en tres días, a juicio de Fermín— y subió calle Regina arriba, calle Laurel, calle Amapola y calle Amargura hasta internarse de nuevo en la
zona prohibida
de la Fonda de San Basilio. Por la tarde, Fermín siguió a Sabas hasta la iglesia de Santa Catalina, de donde salió la procesión del Santo Cristo de la Exaltación. Esta discurría por toda la larga calle Real para después volver a su parroquia antes de alcanzar la catedral según lo convenido por todas las hermandades. La cofradía que acompañaba al paso era muy nutrida, y numerosos eran los fieles que, abarrotando la calle, seguían a la procesión. Teniendo que sortear a tanta gente, al muchacho le resultó difícil seguir el rastro de Sabas Juaranz. No obstante, no lo llegó a perder de vista definitivamente, hasta el punto de que, a la altura de San Luis de los Franceses, casi se topa con él y con el actor Antonio Barral. Observó que entre ambos se intercambiaban unas fugaces palabras, para a continuación separarse con disimulo. Al continuar tras Sabas, el muchacho se tropezó con uno de los hermanos Rubio, que a su vez seguía a Barral, y a los pocos pasos con el otro gemelo. Los tres hicieron como que no se conocían.

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