Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
—¡Mamarracho...!
—¡Lo que haría con esa morena sobre estas maromas...!
Otra vez Twiss intentó arrojarse hacia el hombre desnudo, y ahora hubo de ser sujeto por Jovellanos y por Gutiérrez. Le alejaron unos pasos. Una vez sosegados los ánimos en apariencia, Jovellanos se encaró de nuevo con el conde.
—Mire usted... Tal y como están las cosas en Sevilla, su pellejo no vale nada. Su hermano acaba de dar una excusa a todos los asesinos para que le apuñalen en cuanto pise sus calles. Y en
La Jamerdana
no se crea que anda muy seguro... Ahora mismo tomo una barca y me vuelvo a la ciudad, y no me importaría que este hombre se quedase para hacerle tragar medio río. Hágase el favor de retenerme unos minutos más.
—¡Darío...! —gritó el conde buscando con la vista al patrón de la goleta—. ¡Tráeme algo de beber!
—¡Alto! —detuvo Jovellanos con un gesto a un solícito Darío—, No nos vale borracho.
Muy a su pesar, Twiss dijo a Jovellanos que cediese; Gutiérrez apoyó ese parecer. Jovellanos comprendió, habría que aceptar esa servidumbre, que podría convertirse en una ventaja. De modo que debió consentir que Darío acercase una pequeña barrica de ron. Jovellanos se sentó en la misma delante del conde, de tal forma que por medio de un corcho que taponaba un agujero podía ir suministrándole raciones de licor en un plato de peltre. Después de dos platos, el del Colchado se decidió a hablar sobre lo que se le pedía.
—¿Qué estupidez es esa de que José es el asesino de los curas? Es un bastardo bien raro, pero no le creo capaz de esas barbaridades.
—¿Tan bien le conoce?
—Señor alcalde..., ¿sabe cuándo le vi por primera vez? Hace tan solo seis o siete años. Se presentó en mi casa diciendo que teníamos la misma sangre paterna. Por supuesto que me escandalicé de su desfachatez, aunque no me pilló de sorpresa. Yo ya había oído hablar algo al respecto, y algún viejo criado me confirmó esa circunstancia. José me contó que acababa de regresar de Perú, hacia donde había partido cuando apenas contaba con diez años. Yo todavía era un mocoso. ¿Se imagina cómo llegó a las Indias? No se lo va a creer. De grumete en la expedición de Jorge Juan.
Jovellanos hizo un rápido cálculo.
En efecto, en 1735 el teniente de navío Jorge Juan, junto a Antonio de Ulloa, había zarpado de Cádiz rumbo a Perú como parte de la famosa expedición del explorador y científico francés La Condamine a fin de comprobar el achatamiento de los polos terrestres sobre la línea del ecuador. Fue una empresa muy dificultosa y llena de contrariedades, cuajada de envidias y luchas en medio de la guerra contra el capitán inglés Anson, que no concluiría hasta nueve años más tarde. Resultaba asombroso que un niño más pequeño aún que Fermín hubiese salido con bien de aquella azarosa aventura.
—El muy desgraciado no tenía donde caerse muerto —prosiguió el conde—. Me dijo que no había sacado nada de provecho de algunas empresas acometidas en Perú. Apelaba, pues, a nuestro supuesto parentesco para que le ayudase. ¿Qué podía hacer yo por un bastardo cuya madre probablemente había sido tomada en virtud de sus prerrogativas por el conde del Corchado, mi padre? No tenía derecho a reclamarme nada. En un primer momento tuve la idea de arrojarle a la calle como a una rata. Sin embargo, luego pensé que un hombre como él podría serme útil. Parecía tan sensato y virtuoso, tan responsable... Sería un buen esposo para Isabel de Velasco, la hija coqueta de un panadero que había montado un escándalo porque aseguraba que yo la había deshonrado. Si esa sabandija quería chuparme la sangre, ahí le echaba una poca igual a la mía. Dispuse todo para que se casasen. Les di dinero y casa, e incluso presenté a José al asistente Olavide, también como natural de Perú, para que le proporcionase un empleo a su lado. Ya lo creo que supo aprovechar esa oportunidad. Nunca la Intendencia del reino de Sevilla había marchado tan bien como con José. Desde entonces no le he vuelto a ver. Ni siquiera acudí al entierro de su mujer meses más tarde.
Twiss se despegó de uno de los palos y se le acercó.
—¿Dónde está dicha casa? —preguntó.
El conde del Corchado se atragantó mientras bebía por enésima vez de su plato. Tosió al mismo tiempo que reía. Luego señaló a sus dos interlocutores con una mano temblorosa.
—¿No hablarán en serio? ¿No se les habrá pasado por la cabeza ir hasta la calle del Arrayán como están las cosas?
La Jamerdana
se encuentra lejos de ese gallinero de Sevilla, pero también aquí llegan las noticias. Tampoco el pellejo de ustedes vale mucho por las calles de la ciudad. Además, José salió hace mucho de esa casa, nada más enviudar. Pobrecillo, nunca le dije que esa vivienda había sido mi picadero, y que difícilmente una mujer podía concebir allí sin tener problemas... —Rió de una forma tan nauseabunda que Twiss tuvo que hacer un gran esfuerzo para no darle una patada en la boca—. El muy cretino devolvió las escrituras a mi administrador. Luego vendí la casa a otras gentes, gentes también formales. Todo el mundo sabe que la hacienda de este
libertino
anda algo menguada...
—¿No sabe de otro lugar donde pudiera estar?
—Señor alcalde... Le repito que desde que se casó no le he vuelto a ver... —El conde se calló de repente, y miró de reojo a estribor y a babor, tratando de situarse—. Esperen... Creo que anoche estuvo conmigo, pero estaba tan bebido que me parece que fue un sueño. Vestía una extraña indumentaria negra...
De la sorpresa que se llevó Jovellanos se levantó tan bruscamente que hizo rodar la barrica por la cubierta. Algunas de las chicas de la popa gritaron, y Darío hubo de ordenarles silencio chistando exageradamente. El conde se abalanzó gateando hacia la barrica a fin de que no se derramase su precioso contenido. La alcanzó bajo el cabillero del palo mayor y la agarró ansioso. Ofrecía una imagen tan bochornosa que era difícil superarla. Por las miradas de desprecio de Jovellanos y Twiss, con seguridad que pensaban lo mismo: si el
interfector
no le había matado, que tenía
motivos
para ello, era porque le proporcionaba más daño dejándole vivir, dejando que se hundiese en una lenta e implacable consunción moral.
—Ese bastardo me habló de temas absurdos —continuó el del Colchado una vez que se había hecho con la barrica, que acomodó entre sus piernas—. Luego me dejó una carta, una carta que no era para mí, me advirtió. Y se largó tan hábilmente por un portillo del casco como había entrado. Sí, debió de ser la pesadilla de un mal trago.
Había una carta, una carta que iba dirigida a ellos sin lugar a dudas. El conde no la podía tener encima, así que buscaron sus ropas. Al poco el alcahuete Darío acudió con ellas, manchadas de vómitos secos. De un bolsillo de la casaca Gutiérrez extrajo un papel hecho dobleces y lacrado, con un sello de la Audiencia, semejante al que usara Caetano Nunes en la Cárcel Real. Jovellanos y Twiss se miraron aturdidos, pero no tenían tiempo para analizar si el
interfector
habría robado aquel sello de la cómoda del portugués o de la Audiencia. Ansioso, el primero abrió y desplegó el folio. No había nada escrito.
—No hay duda de que José de Herradura es un gran bastardo —sonrió Twiss—. Lo que haya escrito lo ha hecho con tinta simpática para que solo nuestros ojos pudiesen leerlo.
—¿Y usted cómo lo sabe? —le preguntó Jovellanos.
Twiss carraspeó, con la expresión algo apurada.
—He viajado mucho... He visto como algunos comerciantes utilizan métodos parecidos para salvaguardar la confidencialidad de sus operaciones. Seguramente Herradura ha supuesto que yo estaría al tanto de algo así.
A continuación, por medio del calor de una llama, Twiss reveló la escritura oculta del papel. Las letras de estilo latino eran iguales a aquellas que componían los vaticinios dejados en el escritorio de Aurelio Maraver. Jovellanos leyó el mensaje del asesino.
Señor alcalde, le felicito por haber sabido seguirme hasta aquí. También a ese inglés, que tanta ayuda le ha prestado y que le ha servido para hacer visibles estas letras. Como supondrá, si le hago llegar el presente escrito se debe a que de ahora en adelante no volveremos a tratar en persona; usted como Jovellanos, y yo como José de Herradura. Y mire que le he dejado rastros con los que dar conmigo en otras ocasiones. A partir de ahora ya seré solo el
interfector,
como me llaman. Me gusta esa denominación, tan clásica y latina. Por supuesto que yo a usted no le perderé de vista, hasta que no tenga más remedio que manifestarme de nuevo ante sus ojos, pues estoy seguro de que su tozudez y su inteligencia me obligarán a ello. ¿Le gustó el susto que les di en la universidad? Por desgracia el sargento Bustamante hubo de perecer, ya que no me gustaban sus consejos tan clarividentes. Mi disfrute se vio colmado cuando encima aquel individuo siniestro del embozo me prestó su ayuda sin él saberlo. Lástima que tenga que padecer tanto, Jovellanos. Usted es un buen hombre, pero, según su teoría, también es un malvado, por estar en el error, igual que me atribuye a mí. Se equivoca si cree que tiene mejores principios que yo. Y se lo voy a demostrar de una forma que usted ni siquiera se imagina, en el lugar más caro a usted. En cuanto al oro, no piense que es para mí. Yo no lo necesito. No albergue la esperanza de encontrarlo, puesto que hace muchos días que salió de la universidad, y no anteanoche. Ha salido incluso de Sevilla, a manos de gente seria, y no de ilusos como, por ejemplo, el estudiante Sabas Juaranz. Ahora va camino de algún lugar donde prestará un servicio inestimable a la Humanidad. Me fastidia no tenerles a mi lado, Jovellanos, Twiss; ustedes no son como ese desdichado a quien engendró el mismo padre que a mí. Pero tampoco pertenecen a los tiempos que se avecinan, que serán demasiado vastos y complejos hasta para sus brillantes inteligencias. Creo que incluso lo son para mí, y que no los veré. No obstante, soy como el Bautista, los anuncio, por lo que mi deber es propiciarlos.
Tal y como había predicho días antes José de Herradura en la reunión del cuarto de banderas, los amotinados iban dejando transcurrir la Semana Santa sin preocuparse demasiado por el reducto de los ilustrados del Alcázar. Sabían dónde los tenían, rodeados, y eso les satisfacía. Continuaban con sus numerosas procesiones, con sus misas al aire libre y sus prédicas callejeras. Asimismo, trataban de cambiar algunos hábitos y prácticas que consideraban perniciosos. Grupos de diáconos y colegiales vigilaban por las calles para procurar que nadie saliese a ellas vestido a la francesa, y quien lo hacía se arriesgaba a ser desnudado o apaleado. Estaban muy atentos a fin de que todos aquellos que pasasen por delante de las imágenes de vírgenes y santos que adornaban muchas esquinas a modo de pequeños altares como mínimo se persignasen. Ni que decir tiene delante de las iglesias y los conventos, so pena de ser obligado a arrodillarse delante y rezar en voz alta durante un buen rato. Por supuesto que cerraron todas las tabernas y figones que pudieron, que se vigiló estrictamente el precio y el peso del pan, y que se prohibió la venta de café y chocolate.
Fray Diego José de Cádiz parecía haberse hecho el amo de las calles. Por donde iba le seguía una turba de fieles, ya fuese para amonestar a algún noble díscolo, ya fuese para asaltar algún pequeño arsenal de una de las torres de la muralla. El Viernes Santo por la mañana había irrumpido en el teatro El Coliseo al frente de sus exaltados seguidores. Se arrasó todo lo que en el interior era susceptible de romper o de rasgar. En los aposentos y palcos, que se vieron como nidos de lascivia y ludibrio donde los parásitos ilustrados desataban sus bajas pasiones. En los almacenes y cuartos, que a sus ojos era donde se pergeñaba el gran engaño del mundo. Y en el escenario, donde arrojaron todos los libretos que encontraron a tres cabras para que los devorasen. Se intentó quemar todo el teatro, pero se dieron cuenta a tiempo de que corrían el riesgo de que las llamas se extendiesen por todo el barrio de El Arenal. Posiblemente se merecían el fuego sus fulanas y sus alcahuetes, mas también podría arder la cercana iglesia de la Magdalena, e incluso la propia catedral. Se contentaron con hacer una hoguera en medio de la cazuela con toda la guardarropía y los decorados. Luego, una vez que solo quedaron cenizas, el mismo Diego José, atizando con su báculo de raíz de olivo, introdujo en el recinto una gran piara de cerdos para que se revolcasen en los restos.
Mientras tanto, el conde del Águila prácticamente había trasladado la actividad del Cabildo a su palacio de la calle de los Trapos. Desde allí derogaba las últimas leyes que quedaban en pie de las reformas de Olavide, en especial aquellas referentes a la tenencia de las tierras comunales por los colonos, y a la manera de dirimir los conflictos con los señores. Como seguía sin llover, el conde se preocupaba para que no cesasen las rogativas por las calles, porque no quería verse el próximo verano en la disyuntiva de repartir el trigo de los pósitos reales a un precio razonable, o especular con el grano en las provincias limítrofes.
Por su parte, Gregorio Ruiz, sus inquisidores y muchos de sus familiares se habían instalado en la Audiencia Real. Se sabía que las celdas vaciadas días antes las habían vuelto a llenar con gentes detenidas arbitrariamente en sus casas. Y que cuatro de sus dominicos estaban dedicados de día y de noche a espulgar en los archivos que no hubiesen sido pasto de las llamas durante el motín. Le interesaba hurgar en viejos pleitos para reverdecer enemistades y así valerse de unos querellantes contra otros.
Naturalmente, todas estas noticias producían gran consternación en el Alcázar. Conforme se iba enterando Bruna de ellas no cabía en sí de la cólera. Ya era Domingo Santo, muy temprano, y sobre la mesa de su gabinete se extendían varios de los informes que acababa de leer acerca de lo que sucedía en el exterior del perímetro. Uno en especial estaba arrugado, como muestra del genio con el que había sido recibido. Se lo pasó a Jovellanos, que lo estiró y se puso a leerlo en voz alta. A su lado escucharon con preocupación Sagrario y Artola.
El informe hablaba de que determinados señores habían licenciado a sus vasallos de Alcalá de Guadaira, de Dos Hermanas e incluso de Utrera, y los habían movilizado hacia Sevilla. Los estaban agrupando por el sur de la ciudad, en los bosques que rodeaban el convento de San Diego y la iglesia de San Bernardo. Allí aguardaban una señal mezclados con partidas de presos de la Cárcel Real.