Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
—¡No, no...! —exclamó Jovellanos al tiempo que se giraba hacia la puerta—. Ya sé con seguridad adonde tengo que ir, e iré yo solo.
Twiss, viendo perdida toda su labor, reaccionó con prontitud y retuvo a Jovellanos por un hombro.
—No, señor alcalde. Le acompañaré yo. He llevado desde el principio junto a usted este asunto y no consentiré que ahora me prive de echar el guante a ese tipo.
Jovellanos giró su cabeza y le miró con ojos entornados y duros.
—Ahora no se trata de
echar el guante
a Herradura, sino de salvar la vida de doña Mariana. Ese tipo me espera a mí, y no pienso poner en mayor peligro lo que más me importa por causa de que se arredre y no dé la cara.
—No sea iluso, Gaspar —arguyó Twiss no menos decidido—. Herradura no se va a acobardar ni porque vaya conmigo ni porque se presente con un regimiento de granaderos. Ahí abajo está en su reino, se creerá imbatible. Por otra parte, ¿es que piensa que le va a dar el antídoto sin lucha?
Esteban del Sagrario se adelantó e intervino.
—Twiss lleva razón, Jovellanos. Al contrario que él, dudo que diese la cara si muchos hombres se le enfrentasen, pero contra dos sí. Y dos hombres son mayor garantía que uno solo para conseguir ese antídoto.
—¿Y yo qué? Yo también tengo que ir —prorrumpió Berardi guardándose los anteojos con brusquedad en su chupa parda de ante.
—Usted no tiene nada que ver en este asunto —le replicó Jovellanos.
—¿Que no? Doña Mariana me salvó la vida acogiéndome en su casa. Se la debo, le debo cualquier ayuda. Además, no se crea que es tan fácil llegar a ese templo. Está a unas cuatrocientas varas de la universidad, que, bajo tierra y en la oscuridad, se multiplicarán por diez. Y, por lo que me han contado sobre la arqueta de la universidad, esa corriente que fluye por ella me parece demasiado floja para ser una principal, para provenir directamente de la gran canalización que pasa por San Nicolás. Se pueden perder por conducciones y cloacas secundarias. Y no querrán perderse, ¿eh? Por lo que he aprendido hoy entre tantos papeles, me he hecho una idea bastante ajustada de esa red de alcantarillas. Yo podría servirles de guía.
—Háganos un plano en cinco minutos y nosotros lo seguiremos.
—No, señor Jovellanos. Lo dibujaré y seré yo quien lo vaya leyendo.
Bruna, que durante esos días de trato con Berardi había vencido los escrúpulos que mantuviera contra los masones, se pronunció a su favor.
—Lléveselo, Gaspar. Después de lo que ha sucedido en esta ciudad, le puedo asegurar que pocos hombres tendrían el suficiente valor como para internarse por el antro donde se sabe que acecha el peor de los monstruos. Si Berardi es uno de tales valientes, es que merece ir.
La respiración de Jovellanos se hizo más intensa. El tiempo corría velozmente y no podía perderlo en pensar. Se sentía con las suficientes fuerzas para conseguir solo el éxito en esa empresa. Aunque, por otro lado, quizá sería más prudente no pecar de suficiencia y reconocer las limitaciones que tenía un hombre como él, brillante en el pensamiento, pero ni mucho menos un titán. Dirigió sus ojos hacia Fernández y este le devolvió una mirada de respeto y comprensión.
—Toda ayuda es poca, señor alcalde —le dijo.
Esa frase le decidió, y aceptó a Twiss y a Berardi.
A continuación, en alas de una actividad frenética, los tres se equiparon para la aventura de la forma más apropiada. Debían tener en cuenta cinco factores fundamentales. Uno era la oscuridad, por lo que cada cual había de ir bien provisto de un farolillo de aceite y de velas. El segundo era la orientación, de modo que se proveyeron de pequeñas brújulas. El otro se trataba de la humedad, de posiblemente tan abundante agua que tuviesen que nadar, así que se equiparon con ropa ligera, oscura, y polainas militares, que se ajustaban a toda la pantorrilla y que eran más seguras que los zapatos para el firme resbaladizo. El siguiente factor lo constituía los posibles obstáculos imprevistos que hubiesen que salvar o apartar, y para ello se hicieron con dos sogas delgadas que Berardi y Twiss se cruzaron por el pecho y con un pequeño pico que llevaría Jovellanos. El último, aunque no menos importante, era la seguridad personal. Puesto que Herradura vería mejor que ellos, tenían que evitar ofrecer un blanco fácil a sus dardos, por lo que se ennegrecieron la piel con corcho quemado y se protegieron bien el cuello con sus pañoletas. Asimismo, cada uno de los tres se hizo con un buen espadín. Por supuesto que Twiss se echó encima su par de pistolas, aunque temía que la humedad del ambiente le jugara una mala pasada a la hora de dispararlas.
Cuando la carroza que les trasladaba a la universidad salió por la puerta del León y cruzaba la plaza del Triunfo, el médico Domingo Morico surgió corriendo de detrás de la Casa Lonja, de la dirección del hospital, y alcanzó al carruaje. Insistió con voces y golpes hasta que se detuvo. El extravagante hombrecillo comenzó a hablar atolondradamente de un comerciante hamburgués de hacía un siglo, llamado Henning Brand, que había intentado obtener oro a partir de la destilación de la orina. Sin embargo, no había conseguido oro, sino un polvo que en la oscuridad emitía un brillo blanquecino, y al que denominó «fósforo».
—¿Y qué, Morico? ¿No ve la urgencia que llevamos? —preguntó Jovellanos agriamente.
—Señor Alcalde del Crimen, he pensado que acaso esas lámparas que portan fallen en el subsuelo, así que quizá necesiten una fuente adicional de luz, fácil de llevar y sin llama. Les voy a dar fósforo de mi reserva, producto de toda la orina del hospital desde hace un año.
Dicho eso, extrajo de su casaca tres botecitos de cristal con tapón de corcho. En su interior había un dedo de un polvo finísimo, entre blanco y verdegay, que parecía emitir destellos. Se los entregó. Jove— llanos recibió el suyo con desgana, Berardi con cierta aprensión, y Twiss se encogió de hombros con un gesto de burla resignada.
—Poseo otra clase de polvo que también brilla, pero ese quema incluso sin tocarlo, no creo que sirva para nada —continuó Morico cuando ya la carroza se ponía en marcha de nuevo—, ¡Si Herradura es un fenómeno de la ciencia, nosotros no vamos a ser menos...!
Jovellanos asomó la cabeza por la ventanilla de la portezuela y gritó a un Morico que ya se quedaba atrás.
—¡No se separe de ella...!
Los gemelos Rubio y media docena de soldados vigilaban la arqueta del patio de la universidad. Interrumpieron su conversación alrededor del agujero cuando vieron llegar al grupo de Jovellanos y al capitán Gutiérrez con nuevos refuerzos. Se impartieron las órdenes acerca de cómo debían proceder de ahí en adelante y, a continuación, los componentes del trío fueron descendiendo a la galería. Sin pensárselo mucho tomaron la dirección sureste, con la débil corriente de un agua limpísima dándoles en las polainas a la altura de los tobillos. Primero avanzaba Jovellanos con su lámpara alzada abriendo paso en la oscuridad; en medio iba Berardi, alumbrando con la suya la hoja del plano que había realizado apresuradamente, y por último caminaba Twiss, con su navaja, no el espadín, en la mano libre. Al cabo de un trecho, el inglés chistó a sus acompañantes para llamar su atención. Habían acordado hablar lo imprescindible y bajo para no delatar su presencia dentro de lo que cabía. Jovellanos y Berardi regresaron un par de pasos y sus luces se unieron a la de Twiss, quien, agachado, señalaba con la vista al fondo de piedra de la galería. Allí mismo había más restos de partículas de oro. Los dientes de Twiss se iluminaron en las tinieblas, indicando con su sonrisa que iban por buen camino.
Al cabo de un buen rato de lento avance, las brújulas todavía marcaban decididas la dirección sureste. A los tres les parecía que había transcurrido una eternidad desde que dejaran atrás la arqueta y, posteriormente, otro túnel más que bajaba con seguridad de la calle de la Imagen. La estrechez de la galería, su techo bajo y arqueado, de tal forma que, en especial a Twiss, les obligaba a ir con la cabeza gacha, la densa humedad y la temperatura algo alta, los sonidos huecos de sus propias pisadas, todo contribuía a hacer de la andadura algo penoso y agobiante. Jovellanos se asombraba de la pureza del agua. Nada de aguas sucias o restos fecales. Lo que venía a demostrar que todos aquellos conductos habían perdido el uso originario que les dieran los romanos y árabes hacía muchos siglos, y que habían quedado como meros canales de paso del caudal que iba desechando el flujo de los acueductos.
Un sordo rumor llamó su atención. Provenía de la parte superior de una de las paredes, donde la piedra dejaba al descubierto un tubo hecho con segmentos de cerámica basta. Su superficie rezumaba agua, y a ella aplicaron oídos y manos. Seguramente era uno de los conductos por donde se distribuía la corriente principal que proveía a fuentes y albercas. Berardi miró a Jovellanos y luego a Twiss. No se dijeron nada, pero los tres pensaron en lo mismo: la facilidad con que cualquier sonido se propagaba y engrandecía por aquel laberinto de lóbregas galerías, por débil que fuera. Sus pisadas debían de ir anunciándoles como tambores batidos en un callejón. Decidieron, pues, caminar de forma más lenta aún, incidiendo y saliendo del agua con suavidad. Jovellanos se desesperaba. ¡Cuán deprisa corría el tiempo! Y, no obstante, parecía haberse detenido allí abajo.
Ahora sí, mientras avanzaban, el silencio fue prácticamente absoluto. Pero no duró mucho, puesto que poco a poco comenzaron a llegarles los ecos de lo que parecía ser una caída de agua. La luz de Jovellanos les abrió paso hasta alcanzar un espacio más ancho del que habían recorrido hasta entonces, donde la cloaca se bifurcaba y el sonido se hacía más intenso. Un ramal de la alcantarilla bajaba del noreste, y de allí surgía el sonido. Berardi golpeó el hombro derecho de Jovellanos y, con un gesto, le señaló el hueco por donde ese mismo ramal continuaba, hacia el suroeste, cortando y dando fin a la cloaca. Se adentraron en él un par de pasos. Por su parte, aprovechando la amplitud de la intersección para sobrepasarlos, Twiss se internó por el túnel opuesto del noreste, que llegaba inclinado.
—No es posible que aquí acabe nuestra galería —se lamentó Jovellanos con un murmullo, aunque, debido al chapotear de la cercana cascada, ya no hiciera falta tanta precaución—. Si queremos continuar tendremos que adentrarnos por ese o por ese otro sentido, muy desviados al que nos interesa. ¡Oh, Señor...!
—Nadie podía asegurarnos que nuestro camino iba a ser derecho, Jovellanos —comentó Berardi arrimando su farolillo a su brújula y al plano, escrutando entre líneas, puntos y flechas.
—¿Y por dónde seguimos? —preguntó Jovellanos—. Usted sabe que cualquier desviación, por mínima que sea, paulatinamente se va agrandando.
—Tranquilo, señor alcalde. —Berardi volvió sus ojos al papel—. Según mis cálculos, esa boca de la izquierda debe transcurrir bajo la calle de los Odreros, y continúa por esta otra hacia la plaza de la Pescadería. ¿Cuál tomar, me pregunta? En mi opinión esta última. Fíjese que el piso está levemente en cuesta en dirección sur, y recuerde que San Nicolás se encuentra a un nivel más bajo que la iglesia de San Pedro, que es la zona de donde seguramente viene esta corriente. El sentido común no nos deja muchas alternativas...
—No, y yo tengo que decidir.
En ese momento un silbido de Twiss llamó la atención de ambos. Acudieron por el túnel del noreste hasta donde Twiss, con su farolillo alzado a la altura de la bóveda, iluminaba la caída de agua que ahogaba todos los demás sonidos desde hacía un buen rato.
—Observen, caballeros, esta cascada debe de venir de la superficie a través de algún agujero abierto en la tierra. No de una arqueta, ni de una grieta en un pilón, sino de un agujero abierto al aire libre.
Alarmados, Jovellanos y Berardi comprobaron con sendas manos que esa agua estaba fresca, casi fría. Solo podía significar una cosa: que por fin estaba lloviendo sobre la ciudad, y además con fuerza. Miraron a sus pies. La corriente había subido sin que se dieran cuenta hasta la mitad de sus pantorrillas. En ese instante debía de haber miles de intersticios ignotos por donde la lluvia se estuviese colando en la red de cloacas y la estaba inundando de manera harto peligrosa.
—Ya me apercibí de esta posibilidad antes. En fin, nuestra misión se va a tornar un poco más húmeda —bromeó Twiss sin que ni siquiera se hiciera gracia a sí mismo, porque lo que se calló fue que aquella circunstancia le producía un intenso y desagradable estremecimiento.
Se acordó de lo que Hogg le había dicho en las almenas del Alcázar acerca de que la tormenta que se avecinaba serviría para que él tuviese que enfrentarse a su propio destino. Hasta entonces había creído que se refería a una tormenta metafísica, la que se desencadenaría por la lucha entre los ilustrados y los amotinados. Pero no, era una tormenta real, o por lo menos también real, que se estaba abatiendo sobre Sevilla, y que a él, junto a sus acompañantes, le había atrapado en el peor sitio posible.
—Podríamos ahogarnos...
—Podría, pero no va a suceder, Berardi —replicó Jovellanos con rabia contenida—. Porque ahora mismo, con redaños, vamos a seguir para adelante sin pensar adonde nos llegue el agua. Quien quiera, que se vuelva para atrás.
Y, sin decir nada más, Jovellanos se precipitó hacia el sur, hacia la boca que había recomendado Berardi. Este y Twiss no lo dudaron y, chapoteando, fueron tras sus pasos.
El agua golpeaba con cierta fuerza en la parte posterior de sus polainas. Tanto más cuando, ya de lleno internados en la nueva galería, esta se iba inclinando más y más a ojos vistas. El avance de los tres hombres iba tomando un cariz angustioso por segundos, empujados por la fuerza de la corriente. La galería no parecía tragar con la suficiente holgura el agua vertiginosa, de modo que, elevando su nivel con suma rapidez, se dieron cuenta de que se habían metido en una trampa. No tardaron en descubrir la causa. El farolillo de Jovellanos, y luego los otros dos, iluminaron lo que, en palabras de Berardi, había sido un colector. Se apreciaba circular, de gran altura, a donde iban a dar varias alcantarillas pequeñas y desde donde continuaba aquella principal que ellos habían recorrido. Pero el colector se encontraba medio derrumbado, quizá por el paso de tantos siglos como por un desastre natural, posiblemente por el fuerte terremoto de hacía veintiún años. Las piedras y el escombro caído taponaban en gran medida las salidas naturales del agua, de forma que se iba estancando allí.