Gabriel Grieg volvió a dirigirse hacia la viga de hormigón donde le aguardaba el dilema de si le convenía analizar el contenido de la Chartham, pero se detuvo.
Se había dado cuenta de un detalle muy importante.
Se dirigió de nuevo hacia el lugar donde estaba la gata. Tomó entre sus manos la mugrienta guedeja y la depositó sobre la viga de hormigón.
Rebuscó entre sus hilachos alquitranados un trozo de cinta de embalar de color rojo que había visto con anterioridad y que sin llamar expresamente su atención le transmitió un «mensaje subliminal». Vio tres letras azules en el interior de un triángulo blanco que formaba el logotipo de una empresa: CWX Nippon Electronics.
«¡Componentes informáticos!»
Tomó de nuevo la curvada pluma y detectó que, en la parte central, se vislumbraba un diminuto tornillo, justo en el ojo de la garza. Con la punta de su pequeña navaja lo destornilló. Estiró con fuerza, como si pretendiera realmente desenfundar una temible catana, y apareció una conexión USB. «Se trata de una memoria Jet Flash camuflada.» Pequeños lápices de memoria capaces de almacenar, en un diminuto espacio,
gigabytes
de información.
Grieg recordó que el director del hotel le había dicho que en la bolsa había un ordenador portátil.
Rápidamente lo activó.
Tras introducir el lápiz de memoria, pulsó en la unidad de lectura y al instante apareció un mensaje que le desconcertó.
TIEMPO TRANSCURRIDO DESDE LA ACTIVACIÓN DEL SISTEMA DE SEGURIDAD
47-34-37
EL CONTENIDO DE LA MEMORIA FLASH SERÁ DESACTIVADO EN
00.25.23
Grieg miró su reloj y comprobó que ese era el lapso de tiempo que faltaba para que fuesen las diez de la noche. El límite del que le previno Catheríne. Tras el indicador, había otro que advertía de que tan sólo se disponía de un único intento para introducir el
password.
En caso de ser incorrecto, el contenido del archivo sería destruido.
Grieg estudió detenidamente unos recuadros que destellaban intermitentemente.
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«Resulta evidente que Catherine, ex profeso, me ha facilitado la tarea para que, sin decírmelo explícitamente, pueda llegar a saber cuál es el
password.»
Grieg no albergó dudas al respecto.
Se trataba de una contraseña lo suficientemente difícil para que a cualquier otro le resultase prácticamente imposible descifrarla. Aunque para él, teniendo en cuenta el círculo negro que le había dejado Catherine, sería una empresa fácil.
De cualquier manera, Grieg quiso asegurarse antes de escribir la clave de acceso. Abrió el ajado ejemplar de
La isla del Tesoro
y buscó un párrafo que conocía muy bien.
Capítulo IV
El cofre del marino
No dudé que ésta era la carta negra (…) con letra buena y clara, encontré este mensaje: «Tienes tiempo hasta las diez de esta noche».
El número de cuadrículas y espacios libres coincidía perfectamente con «La Carta Negra», en castellano, y con
«Le tache Noire»,
en francés; resultaban totalmente descartables en inglés
«Black Spot»,
y en catalán
«La Mota Negra».
Grieg no albergaba dudas que el
password
era «La Carta Negra», ya que el texto que complementaba la cuenta atrás del programa informático estaba escrito en castellano.
Si Catherine había pretendido poner en conocimiento de Grieg un tipo de información secreta, el sistema que había elegido resultaba un efectivo modo «indirecto» de lograrlo. No violaba ningún posible voto de silencio, ya que no le advirtió que la pluma estilográfica contenía un archivo secreto ni le había facilitado la clave de acceso.
Grieg escribió en el teclado del ordenador: «la carta negra». A medida que lo hacía, los cuadrados intermitentes se fueron transformando en asteriscos.
** ***** *****
Una vez anotada la «clave de acceso», un extraño aviso apareció.
Se trataba de un antiguo símbolo de la Inquisición, con el cual se marcaban los «libros prohibidos», bajo pena de excomunión o de tormento para aquel que osase conocer su contenido o los sustrajese.
Aquel símbolo era un aviso de peligro de muerte: lo más parecido a la imagen estereotipada de un hombre abatido por un rayo bajo un poste de alta tensión.
Natsumi Oshiro se dirigió hacia uno de los grandes ventanales cuando Catherine atravesó, de nuevo, el umbral de la puerta de la lujosa sala del Palau de Pedralbes.
Aguardó en silencio a que tomara asiento en una de las sillas situadas alrededor de la gran mesa, ornamentada con una cerámica de Sévres con forma de cisne que parecía nadar plácidamente sobre la barnizada superficie, pero Catherine, lejos de hacer lo que Oshiro pensaba, se dirigió con el paso seguro hacia él y se colocó a su lado a contemplar el maravilloso aspecto de los jardines, iluminados de un modo exiguo.
—¿Sabe que en Kioto llueve tanto durante todo el año que sus maravillosos jardines húmedos no necesitan ser regados artificialmente? —indicó Oshiro sin apartar la vista de una gran alfombra de césped de forma romboide, situada junto al estanque rectangular procedente de la antigua recreación del jardín de las Hespérides.
Catherine conocía perfectamente la personalidad de Natsumi Oshiro. Sabía que era un hombre extraordinariamente pragmático cuando tenía que serlo, pero si la ocasión lo requería, le resultaba de gran utilidad refugiarse en un metalenguaje difícilmente comprensible para alguien que no dispusiese de las claves adecuadas para descifrarlo.
—Prefiero los jardines
kare sansui,
en concreto el del templo Ryoan —replicó Catherine, haciendo referencia al arquetipo de «jardín seco», que en Japón simboliza la simplicidad más absoluta.
Oshiro, que no esperaba aquella respuesta, se mostró sorprendido. Giró la cabeza y la miró. Se dio cuenta de que Catherine tenía una serenidad en sus facciones y una profundidad en la mirada que no había sido capaz de captar hasta aquel preciso momento.
—Deduzco —dijo Oshiro tras permanecer unos segundos en silencio— que entre los cuadernos, libros y juguetes del material excedente de las investigaciones de Henry Deuloffeu, y que usted me solicitó, encontró alguna pista que, sin duda, a él le pasó desapercibida.
—Usted quería información y yo realizaba investigaciones…
—Yo quería información. Sólo información… —Oshiro se colocó bien la gruesa montura de las gafas, que debido al incipiente sudor empezaba a resbalarle por la nariz—. Esta tarde he recibido una llamada del más alto rango, exigiéndome explicaciones acerca de tus investigaciones. Daban por supuesto que estabas siguiendo muy de cerca la Chartham de Perrenot desaparecida en Barcelona en el año 1926. Hasta me han preguntado directamente si habías dado con ella. ¿Qué tienes que decir al respecto?
—Desconozco quién ha propagado ese burdo rumor —respondió Catherine, que miró hacia dos cardenales que conversaban junto a la zona del jardín donde estaban plantados los cedros del Himalaya.
—En cierta ocasión, le regalé una pluma estilográfica de plata con forma de catana. En ella estaba representada una grulla que en Japón es símbolo de longevidad. Espero que aún siga de una pieza —declaró Oshiro a modo de velada amenaza—. Quiero que me diga si realmente existe la Chartham, y si es cierto, por increíble que parezca, que ha sido capaz de dar con ella.
En ese preciso instante, sonó el teléfono móvil de Oshiro, que atendió a la llamada de inmediato.
—Oshiro… Por supuesto… Sí… Si así lo desea, bajaré ahora mismo, eminencia… Naturalmente, todo sigue evolucionando según lo previsto y puedo lograr que… ¿Cómo? ¡Ah! Si es así, le estaré esperando…
Oshiro endureció las facciones al volver a dirigirse a Catherine:
—Exijo saber si es verdad que está tras la pista de la Chartham, y quiero saberlo porque he pagado generosamente para conseguir toda la información.
La frase lapidaria pronunciada por Oshiro no pareció impresionar a Catherine.
—Yo nunca he cobrado nada de usted. Es verdad que me ofreció mucho dinero, aunque no es menos cierto que yo siempre lo rechacé. Recuerde que solicitó mi colaboración a título de experta en el tema. He de aclararle que colaboré en su «proyecto» porque entraba de lleno en el área de competencia de mis investigaciones.
Natsumi guardó un estratégico silencio.
En ese momento, se abrió la puerta y penetró en la sala un hombre vestido impecablemente con un traje de estambre de color gris; tenía el aspecto de un galán de cine que hubiese envejecido treinta años «durante el rodaje de la película».
Se trataba del portavoz del Vaticano.
Iba acompañado de un cardenal septuagenario que no apartó la mirada de Catherine ni un solo instante.
Los dos hombres esperaron a que entrara en el salón un custodio que exhibía una alabarda de oro en el ojal de su americana a modo de insignia. El fornido vigilante depositó un estrecho maletín encima de la gran mesa ovalada y se retiró haciendo una leve inclinación de cabeza cuando volvió a pasar junto a ellos.
El maletín interfería frecuencias de radio.
—Eminencia…, señor Serbando… —dijo Natsumi Oshiro, que cambió el tono de voz empleado hasta entonces, haciéndolo más agudo—. Les presento a Catherine Raynal, una de mis más destacadas colaboradoras. —Tanto el cardenal como el seglar se limitaron a contemplarla en silencio y sin mostrar hacia ella la menor cortesía—. Precisamente en el momento que han entrado, estábamos hablando de la conveniencia de aunar esfuerzos…
—Señor Oshiro —le interrumpió el portavoz—, tenemos que mantener una conversación en privado.
El japonés extendió la mano de un modo displicente hacia Catherine para que se retirase momentáneamente de la sala, pero unas palabras pronunciadas por el portavoz del Vaticano helaron las suyas antes de que las pronunciase.
—Me temo que no ha comprendido. Quiero hablar en privado con la señorita Raynal, a la que ruego —manifestó el portavoz mirándola con el semblante muy serio— que tenga la amabilidad de esperarme en uno de los sillones situados junto a la ventana.
Natsumi Oshiro no comprendía, en absoluto, qué estaba sucediendo.
—Debe de haber un error. Tenía entendido que el único interlocutor válido…
—Señor Natsumi, todo continúa según los planes previstos. El cardenal le acompañará. Aún tiene que preparar la importantísima reunión de esta noche. No debe perder su concentración, ya que su concurso es vital.
Tras unos segundos de duda, en los que palpó el códex que tenía en un bolsillo de la americana, decidió acompañar al cardenal, que ya le indicaba con una mano que le siguiera.
Los dos hombres abandonaron la sala.
Cuando atravesaron la puerta, el vigilante que antes había depositado el maletín volvió a cerrarla.
El portavoz se dirigió hacia el ventanal, junto al que se encontraba Catherine y que permitía la visión de los parterres de cuidada hierba alrededor de la fuente octogonal, así como el señorial Passeig deis Tillers.
—¿Por qué quiere hablar conmigo a solas? —preguntó Catherine sin que su rostro denotase sorpresa.
—¿Sabe quién soy yo?
—Sí —contestó, pero sin dejar claro a su interlocutor si podía estar confundiéndole con otra persona.
—Soy el portavoz de la Santa Sede, Máximo Serbando —se aseguró con el propósito de que no hubiera lugar a dudas—. Me ha sido confiado un asunto muy delicado para que lo tramite desde mi condición de seglar…
—¿Qué clase de «referencias» tienen de mí para que yo pueda despertar tanto interés? —enunció Catherine sin inmutarse—. Únicamente soy una colaboradora más en un proyecto en el que, aunque llevado a cabo de un modo muy hermético, han participado otras personas y en el que ustedes también están implicados.
—Compruebo que no es partidaria, en absoluto, de la anfibología. Es usted una mujer de su tiempo y es evidente que no se anda con rodeos. Estamos obrando con material muy sensible, y supongo que no es necesario que se lo recuerde, ¿verdad, señora Raynal?
Se produjo un momentáneo silencio en el que tomó protagonismo el tictac del reloj de carillón que tenían junto a ellos.
—Quiero que me dé una prueba —requirió el portavoz— de que los «rumores» que han llegado hasta nosotros son ciertos.
Catherine continuó observando detenidamente la vista panorámica que se le ofrecía desde el amplio ventanal.
—Le ruego, señora Raynal, que no me obligue a hablar de temas prosaicamente económicos. Usted sabe perfectamente que el señor Natsumi Oshiro ha financiado generosamente todo este proyecto de investigación. Ahora bien… —el portavoz hizo una pausa valorativa mientras parecía tomar aire—, si tiene que ampliar la partida de gastos, por así decirlo, se puede estudiar…
—No creo recordar, en el corto espacio de tiempo que llevamos conversando, haber manifestado ningún tipo de interés económico.
—Señora Raynal, nos estamos moviendo…
—¿A quiénes se refiriere? —le interrumpió Catherine.
—Nos estamos moviendo… —prosiguió impertérrito el seglar— en un teatro de confusión, muy especialmente durante el transcurso de esta noche, y tenemos la obligación de aportar la luz necesaria a los que les ciega la sombra de la insensatez.
—En el caso de que su información fuese correcta y los rumores en torno a mi persona fuesen fundados —declaró Catherine—, estoy muy interesada en conocer quién ha sido la persona que los ha puesto en conocimiento de ustedes. En cualquier caso, de ser así, nunca lo sometería a su criterio.
Catherine le miró fijamente a los ojos.
—No estará insinuando que le parezco una persona de poco rango. Soy el portavoz de la Santa Sede y mantengo comunicación directa con Su Santidad.
—Siempre en el caso de que los rumores acerca de mi persona fuesen ciertos —dijo Catherine, que extendió ligeramente las manos—, dígame…: ¿para qué necesitaría yo un portavoz intermediario pudiendo hablar directamente con los interlocutores?
—Señorita Raynal —manifestó el portavoz, visiblemente contrariado—, el cardenal que acaba de salir de esta sala acompañando a Natsumi Oshiro es el secretario personal de Su Santidad, que ha delegado en mí la tarea de ponerme en contacto con usted.
Catherine pareció no prestar demasiada atención a las últimas palabras del portavoz.
—¿Quiénes son esos dos cardenales que conversan tan discretamente mientras pasean por el jardín?