Grieg dio un respingo.
Sentada junto a ella, vestida con una indumentaria que, sin ser un hábito, la hacía parecer una monja, estaba sentada una mujer de una edad similar a la de doña Urraca.
«Esto no me gusta nada», pensó Grieg cuando vio de perfil al taxista, que, a pesar de estar de espaldas, mostró su inconfundible mancha roja en la mejilla. Conversaba con la mujer que estaba sentada a su izquierda, a la que Grieg no conseguía, por más que lo intentara, verle el rostro, aunque era, eso sí, mucho más joven que las anteriores y le pareció que rubia.
El taxista, en la misiva que encontró en la celosía de la puerta de la calle Segovia, había dejado escrito que acudiría a la catedral acompañado de su esposa. Si una de las dos mujeres que aparentaban tener unos sesenta años tenía aspecto de ser una monja, resultaba fácilmente deducible qué relación mantenía el taxista con doña Urraca, que parecía ser la misma persona a la que el taxista se refirió en el cementerio de Montjuic mientras conducía a toda velocidad… «… Hace muchos años, debido a un extraño suceso, mi esposa se desquició…»
Grieg permaneció inmóvil en espera de que la joven girase mínimamente la cabeza para verle el rostro: un rostro oculto tras una media melena rubia, que, sin duda, le inducía a pensar en alguien.
Pero no tenía la completa seguridad.
La mujer joven, mientras escuchaba las palabras del taxista, de la «monja» y de doña Urraca, permaneció en completo silencio y sin ladear ni una sola vez la cabeza.
Tres larguísimos minutos transcurrieron y la joven continuó sin moverse lo más mínimo.
«No puedo permanecer mucho tiempo en este lugar; si entra un guardián, todo puede irse al garete», pensó sin poder ver el rostro de la rubia.
A pesar de estar completamente pendiente de los movimientos de la joven, no pudo evitar que un sentimiento de peligro se activase en su cerebro.
Oía lejanamente una música que provocó en él una profunda sensación de peligro. Pero «¿por qué?», se preguntó.
Hasta sus oídos llegaba una maravillosa música, pero durante unos segundos no pudo llegar a saber por qué le causaba tal inquietud aquella melodía armoniosa que se colaba por la gran apertura del claustro y que sonaba de una manera mágica, tras ser amplificada por la reverberación que producía la capilla y que entraba en la sala capitular, que la acogía con sus techos artesonados, como si fuese un gigantesco instrumento musical de madera.
Antes de que transcurriera un segundo más lo comprendió.
«¡Está sonando la música del coro de
Nabucco!»
Con las voces del coro al completo, igual que si estuviese en un palco de la ópera en el Gran Teatro del Liceo.
Grieg no se dejó engañar por lo insólito del hecho.
Inmediatamente, se acordó de su comentario ácido, cuando le espetó al mendigo pelirrojo: «Si ves algún movimiento extraño en la puerta de la Pietat, sílbame el coro de los esclavos de N
abucco…».
¡El mendigo le estaba avisando de que alguien estaba a punto de entrar!
Rápidamente, se dirigió hacia la puerta de la sala capitular que daba acceso al claustro; allí, vio una escena que le impresionó y le estremeció a partes iguales.
De pronto, el gran portalón de la Pietat se había abierto de par en par.
Tras abrirse la puerta de la Pietat se escucharon unos gritos lastimeros y la música del coro de los esclavos de
Nabucco
se detuvo bruscamente. Grieg vio que dos tipos perfectamente trajeados arrastraban al mendigo pelirrojo hacia la calle Paradís.
Un hombre de aspecto sobrecogedor había entrado en el claustro de la catedral.
Era un cardenal.
Grieg lo distinguió perfectamente por los reflejos dorados del gran crucifijo que portaba en el pecho, y porque tanto la banda alrededor de la cintura, los botones que abrochaban su sotana y el solideo sobre su cabeza eran de color rojo. Su larga y delgada figura apareció iluminada, recortada a contraluz, entre la luz de un farol de la calle Pietat y la oscuridad del claustro.
Inmediatamente, el vigilante que le había facilitado, desde el interior, la entrada a la catedral abriendo con llave el portón, volvió a introducirse en la catedral y varios integrantes de la escolta penetraron en el claustro y permanecieron en la entrada junto al templete de la fuente.
El cardenal recorrió con paso decidido el claustro en dirección a la sala capitular, hacia la misma puerta donde Grieg se encontraba.
Un guardaespaldas activó una linterna.
«Ahora comprendo el motivo por el que el claustro está a oscuras. Va a tener lugar, ahora mismo, una importante reunión secreta. ¡Debo esconderme, sin perder un segundo!»
Gabriel Grieg dio una serie de largos y silenciosos pasos y se detuvo ante una puerta que tenía pintado, en color blanco, un vocablo en latín que el transcurrir del tiempo y el humo de los cirios había ennegrecido, pero que aún resultaba legible.
Thesaurus
En breves segundos llegaría hasta allí el cardenal.
Grieg se introdujo apresuradamente en aquella antecámara de la sala capitular sin saber qué podría encontrar dentro, receloso del significado de aquella voz latina que significa tesoro. No le importó qué clase de «tesoro» pudiese albergar en su interior; lo que era vital es que hubiese un hueco para esconderse.
Por el resquicio de la puerta entornada, le dio tiempo a divisar que el cardenal entraba de una manera ceremoniosa en la sala capitular y se dirigía hacia la mesa donde estaban esperándole las cuatro personas que Grieg había visto con anterioridad.
Inmediatamente, todos se pusieron en pie.
Encendieron una luz auxiliar y el cubículo donde se encontraba Grieg se iluminó parcialmente.
De inmediato, pudo reconocer el contenido de la antecámara en la que él se encontraba y que enigmáticamente tenía escrito en su puerta la palabra latina: «Thesaurus».
Grieg sintió un profundo sobrecogimiento y a punto estuvo de darle un pasmo.
Tenía delante de él la cara del mismísimo diablo: gigantesca, con las fauces abiertas y con unos enormes ojos que parecían haber salido de las profundidades del Infierno. Tenía un largo cuello y la cara de un macho cabrío.
De su cabeza sobresalían dos amenazadores cuernos.
Mostraba dos incisivos afilados y largos como dos navajas. No tenía pelo, su piel estaba cuarteada con profundos surcos, y de sus estrechos hombros asomaban dos pezuñas de cabra.
Petrificado y sin hacer el menor ruido, volvió la mirada hacia la izquierda; entonces vio la cara de un Belcebú con las cuencas de los ojos vacías y con las garras a punto para lanzarse sobre él, presto a descuartizarle allí mismo. «Pero ¿qué es esto?», pensó, sin osar mover ni un músculo para no hacer ruido.
Inmóvil, movió los ojos en círculo y comprobó que estaba completamente rodeado de cariátides monstruosas,
demoniums
y
diabolus.
Una enorme esfinge alada y barbuda parecía haber aparecido allí, justo en aquel momento, viajando desde los tiempos de la Babilonia de Nabucodonosor, para retarle, escoltada por tres leones y un toro alado de cabeza humana y terrible expresión, idéntico, a los
lamasu
que vigilaban los basamentos del mundo en Mesopotamia.
Y gárgolas.
Docenas de gárgolas de piedra.
«¿Gárgolas de piedra? ¿Aquí? No puede ser, salvo que me haya vuelto completamente loco.»
Grieg puso la mano sobre el enorme diablo de cuernos caprinos que tenía delante de él y que era muy similar, en forma y tamaño, a la más descollante de las gárgolas de Nôtre Dame; lo tocó para comprobar su peso y su textura.
Algo terrible sucedió.
La gárgola se tambaleó y a continuación se desplomó sobre Grieg, que, comprendiendo en décimas de segundo lo que sucedía, puso las dos manos sobre aquel diablo, sujetándolo firmemente, entre las fauces y los cuernos.
Trató por todos los medios de inmovilizarlo.
Grieg comprendió la gravedad de la situación. Si no actuaba con extrema prudencia, lo descubrirían de inmediato.
Estaba rodeado de docenas de
demoniums,
de
diabolus,
de cariátides monstruosas, de esfinges, de toros alados y de,… gárgolas.
Gárgolas que no eran de piedra.
Eran de porexpán.
Livianas.
Sin peso.
Amontonadas unas sobre las otras y en un muy precario equilibrio, apuntaladas por sus propios brazos. Al menor movimiento inapropiado que hiciese, todas las gárgolas se derrumbarían y causarían un estruendo terrible.
A sus espaldas, el cardenal continuaba conversando. Aunque ininteligible, podía oír el susurro de su voz grave y pausada.
Era de vital importancia para Grieg conocer la esencia de aquella conversación y, además, averiguar la identidad de las cinco personas que participaban en ella. Pero, situado como estaba, de espaldas, únicamente podía limitarse a impedir que las gárgolas no se derrumbaran y cayesen todas sobre él.
No podía saber quién era la mujer joven y rubia.
Grieg intentó comprender qué hadan allí aquellas gárgolas y
demoniums
que simulaban ser de piedra, pero que en realidad eran de porexpán. Recordó que cuando se reparó la terraza de la catedral, para que el público pudiera visitarla, el día de la inauguración, se llevó a cabo una representación teatral. Todas aquellas gárgolas que le rodeaban eran las que se utilizaron como atrezo; las habían guardado en un…
Entonces lo comprendió.
Habían guardado las gárgolas en el Thesaurus.
En aquel momento y mientras continuaba sosteniendo aquel demonio, comprendió su error. «Thesaurus» no hacía referencia a «tesoro», sino a «almacén».
«Almacén. ¡Maldita sea! ¡Almacén!», maldijo Grieg. Se encontraba en un almacén y en una posición muy comprometida. Podía llegar a conocer la identidad de aquella misteriosa mujer que estaba situada en aquellos momentos junto al cardenal, el taxista, la «monja» y «doña Urraca». Sin embargo, para ello tendría que dejar caer todas las gárgolas y ser descubierto irremisiblemente.
Grieg optó por permanecer inmóvil.
Al cabo de un minuto, le pareció oír el característico ruido que producen las sillas al arrastrarse levemente por el suelo cuando alguien se levanta de ellas; a continuación, supo que tres personas de las cinco habían pasado cerca de la puerta del almacén donde él se encontraba.
Pero no supo cuáles de ellas habían sido.
Extendiendo todo lo que pudo el brazo izquierdo consiguió entreabrir la puerta, logrando que penetrase un poco más de luz.
Continuaba teniendo delante de él la monstruosa cara del Cornudo.
Rebuscó por el suelo y vio una pequeña banqueta que estaba junto a él. La atrajo con el pie hacia sí y se subió en ella. Con sumo cuidado elevó el liviano diablo y retiró muy lentamente las manos.
Las gárgolas continuaron en su lugar.
«Debo aprovechar la ocasión mientras sostengan, aunque sea precariamente, el equilibrio», pensó, y abrió la puerta del almacén. Vio al taxista, que había cambiado de posición en la mesa; se había sentado junto a doña Urraca, su más que probable esposa, a la que parecía reconfortar con ternura mientras ella lloraba desconsoladamente.
Grieg se dirigió hacia la entrada de la sala capitular.
La puerta de la Pietat se había vuelto a cerrar y el claustro quedó sumido de nuevo en la oscuridad.
«¡Debo salir de aquí urgentemente! Aunque no me resultará fácil: el guardián está vigilando la puerta de acceso a la catedral.»
Grieg se parapetó en el templete de la fuente.
Inesperadamente, el claustro volvió a iluminarse por completo.
En aquel momento se le ocurrió el modo de burlar al vigilante. Tomó un pedazo de pan del suelo y, tras empaparlo en el agua que manaba de un surtidor, lo colocó sobre el enrejado.
Las ocas, inquietas, estaban todas fuera de la caseta y se agitaban nerviosas. Una de ellas, tras observar fijamente el trozo de pan que Grieg le ofrecía, se lanzó a toda velocidad graznando con fuerza.
Al instante, las doce ocas restantes hicieron lo mismo.
En el silencio de la noche, la algarabía que formaron fue ensordecedora. La puerta que daba acceso al transepto de la catedral se abrió; de ella salió un guardián, que alarmado se preguntaba a qué se debía aquel estrépito.
Grieg se ocultó detrás de la fuente, protegido de la mirada del guardián por el soporte de piedra coronado por la figura de bronce de Sant Jordi.
Cuando el vigilante llegó a la altura de la caseta de las ocas, para comprobar si aquel alboroto en realidad delataba la presencia de algún intruso, Grieg aprovechó para entrar en la catedral.
Tras recorrer el transepto, el vigilante con el que antes había hablado le abrió el portón que daba a la diminuta Plaça de Sant Iu.
Gabriel Grieg miró el reloj y comprobó que disponía del tiempo justo para acudir a la trascendental cita de la Gran Via con la enigmática y «rubia» Catherine.
Eran las 23.44.
Grieg había conseguido llegar puntual al encuentro con Catherine. Se encontraba en el desconcertante enclave de la ciudad en el que ella le había emplazado la última vez que se separaron, pero seguía sin comprender por qué precisamente allí.
En la confluencia de la Gran Via con la calle Bailen.
Trató de observar con detenimiento los edificios que le rodeaban, buscando percibir alguna construcción que justificase que el lugar elegido para la cita fuese aquél. Se encontraba frente al número 665 de la Gran Via.
Era la hora acordada y Catherine no había acudido.
Recordó las últimas palabras que ella le había dicho: «Si no estoy a las doce menos cuarto…, es muy probable que ya no volvamos a vernos nunca más». Grieg sopesó con preocupación si mentía con aquella frase lapidaria; pero no llegó a otra conclusión que no fuese la confirmación de su propia inquietud.
De pronto, comprendió que aquel lugar estaba íntimamente ligado con su actuación en todo el asunto Chartham. A muy escasos metros de allí, entre las calles Bailen y Girona, fue donde Antoni Gaudí i Cornet, poco después de haber cumplido los setenta y cuatro años de edad, fue atropellado por un tranvía de la línea 30, también llamada la de la Cruz Roja, un día 7 de junio de 1926, a las cinco de la tarde.
Grieg pensó en el terrible suceso; en cómo confundieron al genial arquitecto con un mendigo, dejándolo abandonado en la acera, quizás exactamente en el mismo lugar donde él se encontraba en esos momentos.