Vivenna parpadeó para ahuyentar una lágrima, luego apretó los dientes, furiosa consigo misma y con el mundo. Se suponía que su padre era un buen hombre. El rey perfecto. Sabio y culto, siempre seguro de sí mismo y siempre acertado.
El hombre que veía en aquellas cartas era mucho más humano. ¿Por qué la sorprendía tanto descubrirlo?
«No importa —se dijo—. Nada de esto importa.» Las facciones del gobierno de Hallandren preparaban a la nación para la guerra. Al leer las sinceras palabras de su padre, finalmente lo creyó por completo. Las tropas de Hallandren marcharían contra su patria mucho antes de que terminara, el año. Y entonces los hallandrenses, tan coloridos y tan engañosos, tomarían a Siri como rehén y amenazarían con matarla a menos que Dedelin se rindiera.
Su padre no entregaría su reino. Siri sería ejecutada.
«Pero eso es lo que he venido a impedir.» Sus manos apretaron el borde de la mesa, la mandíbula firme. Apartó la lágrima traicionera. Había sido entrenada para ser fuerte cuando estuviera en una ciudad desconocida. Tenía una misión que cumplir.
Se levantó, dejando las cartas sobre la mesa con la bolsa de monedas y el diario de Lemex. Bajó las escaleras, evitando los peldaños rotos, y se acercó a los mercenarios, que enseñaban a Parlin a jugar una partida con cartas de madera. Los tres hombres levantaron la cabeza al verla. Vivenna se sentó en el suelo, en una postura relajada.
Los miró a los ojos mientras hablaba.
—Sé de dónde procedía parte del dinero de Lemex —dijo—. Idris y Hallandren pronto irán a la guerra. A causa de esta amenaza, mi padre le dio a Lemex recursos mucho mayores de lo que yo creía. Envió dinero suficiente para que comprara cincuenta alientos que le permitieran entrar en la corte e informar de lo que allí sucede. Obviamente, mi padre no sabía que Lemex tenía ya una cantidad apreciable de aliento.
Los tres hombres guardaron silencio. Tonk Fah miró a Denth, quien se arrellanó en su silla rota.
—Creo que Lemex seguía siendo leal a Idris —continuó Vivenna—. Sus escritos personales lo dejan relativamente claro. No era un traidor: era simplemente avaricioso. Quería tanto aliento como fuera posible porque había oído que ampliaba la vida. Lemex y mi padre habían planeado retrasar los preparativos de guerra desde dentro de Hallandren. Lemex prometió que encontraría un modo de sabotear los ejércitos sinvida, dañar los suministros de la ciudad, y socavar en general su capacidad para la guerra. Para que lo consiguiera, mi padre le envió una gran suma de dinero.
—¿Unos cinco mil marcos? —preguntó Denth, frotándose la barbilla.
—Menos. Pero igualmente una gran cantidad. Creo que tienes razón respecto a Lemex, Denth: llevaba algún tiempo robándole a la Corona.
Parlin parecía confuso. Eso no era extraño. Los mercenarios, sin embargo, no parecían sorprendidos.
—No sé si Lemex pretendía hacer lo que pidió mi padre —dijo Vivenna, la voz firme—. Por la forma en que escondió el dinero y ciertas cosas que escribió… bueno, tal vez estaba planeando traicionarlo y huir. Ahora no podemos saberlo, pero sí tenemos una vaga lista de las cosas que pretendía hacer. Esos planes fueron lo bastante convincentes para persuadir a mi padre, y la urgencia de sus cartas me ha convencido. Vamos a continuar la labor de Lemex y minar la capacidad bélica de Hallandren.
Hubo un silencio.
—¿Y… tu hermana? —preguntó por fin Parlin.
—La sacaremos de aquí —respondió con firmeza—. Su rescate y seguridad es nuestra primera prioridad.
—Es más fácil decirlo que hacerlo, princesa —observó Denth.
—Lo sé.
Los mercenarios cruzaron una mirada.
—Bien —dijo Denth finalmente, incorporándose—. Será mejor volver al trabajo.
Le hizo un gesto con la cabeza a Tonk Fah, quien suspiró y se puso en pie.
—Esperad —dijo Vivenna, frunciendo el ceño—. ¿Qué haréis?
—Supuse que cuando vieras esos papeles querrías continuar —dijo Denth, desperezándose—. Ahora que he visto lo que planeaba Lemex, comprendo por qué nos hizo hacer ciertas cosas. Una era contactar y apoyar a algunas facciones rebeldes de la ciudad, incluyendo una que fue eliminada hace unas semanas. El culto del desafecto centrado en un tipo llamado Vahr.
—Siempre me pregunté por qué Lemex lo apoyaba —dijo Tonk Fah.
—Esa facción está muerta, junto con el propio Vahr. Pero todavía tiene muchos seguidores esperando que haya problemas. Podemos contactar con ellos. Hay otras pistas que podemos examinar, cosas que Lemex no explicó del todo, pero que podríamos descubrir.
—Y… ¿podrás encargarte de algo así? —preguntó Vivenna—. Acabas de decir que no sería fácil.
Denth se encogió de hombros.
—No lo será. Por si no te has dado cuenta todavía, Lemex nos contrató para este tipo de cosas. Un equipo de tres caros mercenarios especializados no es exactamente el tipo de empresa que contratas para que te sirva el té.
—A menos que quieras que te metan el té por algún sitio incómodo —observó Tonk Fah.
«¿Tres mercenarios? —pensó Vivenna—. Es verdad. Hay otro. Una mujer.»
—¿Dónde está el otro miembro de vuestro equipo?
—¿Joyas? —preguntó Denth—. Pronto la conocerás.
—Por desgracia —masculló Tonk Fah entre dientes.
Denth le dio un codazo.
—Por ahora, vayamos a ver cómo van las cosas en nuestros proyectos. Recoge lo que quieras de esta casa. Nos mudaremos mañana.
—¿Mudarnos? —dijo Vivenna.
—A menos que quieras dormir en un colchón que Tonk Fah hizo pedazos —repuso Denth—. Tiene algo contra los colchones.
—Y las sillas —dijo el grandullón alegremente—, y las mesas, y las puertas, y las paredes. Oh, y la gente.
—Sea como sea, princesa, la gente que trabajaba con Lemex conocía bien este edificio. Como has descubierto, no era exactamente el tipo más honrado del mundo. Dudo que quieras cargar con su incómoda herencia.
—Será mejor mudarnos a otra casa —coincidió Tonk Fah.
—Intentaremos no destrozar tanto la próxima.
—Pero no podemos prometerlo —dijo Tonk Fah con un guiño.
Y los dos se marcharon.
Siri esperaba nerviosa ante la puerta del dormitorio de su esposo. Como de costumbre, Dedos Azules la acompañaba; no había nadie más en el pasillo. Escribía en su libreta, sin dar ninguna muestra de cómo sabía siempre cuándo era el momento de que ella entrara.
Por una vez, a Siri no le importó el retraso, nerviosa como estaba. Eso le daba más tiempo para pensar en lo que iba a hacer. Los acontecimientos del día todavía zumbaban en su cabeza: Treledees, diciéndole que tenía que proporcionar un heredero; Sondeluz el Audaz, hablando en circunloquios y luego dejándola con lo que parecía una tibia despedida; su rey y marido, sentado en lo alto de su torre, dispersando la luz a su alrededor; los sacerdotes abajo, discutiendo si invadir o no su patria.
Diversas personas querían empujarla en direcciones distintas, pero ninguna de ellas estaba realmente dispuesta a decirle cómo hacer lo que querían… y algunas ni siquiera se molestaban en decirle qué querían. Lo único que estaban consiguiendo era molestarla. Ella no era ninguna seductora. No tenía ni idea de cómo hacer que el rey-dios la deseara, sobre todo porque le aterrorizaba que lo hiciera.
El sumo sacerdote Treledees le había dado una orden. Por tanto, pretendía mostrarle cómo respondía a las órdenes, en especial cuando iban acompañadas de amenazas. Esta noche entraría en el dormitorio del rey, se sentaría en el suelo y se negaría a desnudarse. Se enfrentaría al rey-dios. Él no la deseaba. Bien, ya estaba cansada de que la mirara todas las noches.
Pretendía explicarle todo eso en términos muy claros. Si quería volver a verla desnuda, tendría que ordenar que las criadas la desnudaran. Dudaba que lo hiciera. Nunca había intentado ningún acercamiento, y cuando había presidido los debates del anfiteatro, se había limitado a sentarse y mirar. Siri empezaba a tener otra impresión de este rey-dios. Era un hombre con tanto poder que se había vuelto perezoso; un hombre que lo tenía todo, y por eso no se molestaba con nada; un hombre que esperaba que los demás lo hicieran todo por él. La gente como él la molestaba. Recordó a un capitán de la guardia de Idris que ordenaba que sus hombres trabajaran duro, mientras se pasaba las tardes jugando a las cartas.
Era hora de que el rey-dios fuera desafiado. Más que eso, era hora de que sus sacerdotes aprendieran que no podían acosarla. Estaba cansada de ser manipulada. Esta noche reaccionaría. Ésa era su decisión. Y la ponía más nerviosa que todos los Colores.
Miró a Dedos Azules. Al cabo de un momento, él se dio cuenta.
—¿Me vigilan de verdad cada noche? —susurró ella, inclinándose.
Él vaciló y miró a ambos lados, luego sacudió la cabeza.
Ella frunció el ceño. «Pero Treledees sabía que no me he acostado con el rey-dios.»
Dedos Azules alzó un dedo, se señaló los ojos, y luego negó con la cabeza. Entonces señaló sus orejas y asintió. Señaló luego a una puerta al fondo del pasillo.
«Escuchan», comprendió Siri.
Él se acercó más a ella.
—No se atreverían a espiar, Receptáculo —susurró—. Recuerda, el rey-dios es la más sagrada de sus divinidades. Verlo desnudo, verlo con su esposa… no, no se atreverían. Sin embargo, escuchan.
Ella asintió.
—Les preocupa mucho tener un heredero.
Dedos Azules miró nervioso alrededor.
—¿Corro peligro con ellos? —preguntó Siri.
Él la miró a los ojos y luego asintió bruscamente.
—Más peligro de lo que crees, Receptáculo.
Entonces se retiró, señalando la puerta.
«¡Tienes que ayudarme!», silabeó ella.
Dedos Azules negó con la cabeza, las manos juntas: «No puedo. Ahora no.» Y abrió la puerta, hizo una reverencia y se marchó, mirando nerviosamente por encima del hombro.
Siri lo miró. Se acercaba el momento en que tendría que acorralarlo y averiguar qué sabía realmente. Hasta entonces, tenía otra gente a quien molestar. Se dio la vuelta y observó la habitación oscura. Su nerviosismo regresó.
«¿Es inteligente esta actitud?» Ser beligerante no la había molestado nunca antes. Sin embargo… su vida no era como había sido antes. El miedo de Dedos Azules la había puesto aún más nerviosa.
Desafío. Siempre había sido su forma de llamar la atención. No había sido obstinada por rencor. Simplemente, nunca había podido medirse con Vivenna, así que hacía lo contrario de lo que se esperaba de ella. Su desafío había funcionado bien en el pasado. ¿O no? Su padre estaba perpetuamente enfadado con ella, y Vivenna siempre la había tratado como a una niña. Los habitantes de la ciudad la amaban, pero también la soportaban.
«No —pensó de repente—. No, no puedo volver a eso. La gente de este palacio, esta corte, no son de la clase que puedes desafiar sólo porque estás molesta.» Si molestaba a los sacerdotes de palacio, no le reñirían como hacía su padre. Le mostrarían lo que significaba realmente estar en su poder.
Pero ¿qué hacer entonces? No podía seguir quitándose la ropa y arrojándose al suelo desnuda, ¿no?
Sintiéndose confusa, y un poco enfadada consigo misma, entró en la habitación oscura y cerró la puerta. El rey-dios esperaba en su rincón, como siempre en las sombras. Siri lo miró, contemplando aquel rostro demasiado calmado. Sabía que debería desnudarse y arrodillarse, pero no lo hizo.
No porque se sintiera desafiante, ni siquiera enfadada o petulante. Porque estaba cansada de dudar. ¿Quién era ese hombre que podía gobernar a dioses y dispersar la luz con la fuerza de su biocroma? ¿Era sólo un malcriado e indolente?
Él la miró. Como antes, no se irritó por su insolencia. Al verlo, Siri tiró de las cintas de su vestido, dejándolo caer al suelo. Fue a quitarse la ropa interior, pero vaciló.
«No —pensó—. Esto tampoco está bien.»
Miró la ropa interior: los bordes del atuendo se difuminaron, el blanco se mezclaba con el color. Miró el rostro impasible del rey-dios.
Entonces, tragándose su nerviosismo, Siri dio un paso adelante.
Él se tensó. Ella lo notó en las comisuras de sus ojos y labios. Dio otro paso adelante, el blanco de su atuendo diluyéndose aún más en un prisma de colores. El rey-dios no hizo nada. Sólo miró mientras ella seguía acercándose cada vez más.
Se detuvo delante de él. A continuación se volvió y se metió en la cama, sintiendo la profunda suavidad bajo ella mientras se colocaba en el centro del colchón. Se sentó sobre los talones, mirando la negra pared de mármol con su brillo de obsidiana. Los sacerdotes del rey-dios esperaban más allá, aguzando el oído para escuchar cosas que en realidad no eran asunto suyo.
«Esto va a ser sumamente embarazoso», pensó, inspirando hondo. Pero se había visto obligada a yacer postrada, desnuda, delante del rey-dios durante más de una semana. Ya no era momento para sentir pudor.
Empezó a dar saltitos en la cama, haciendo que los muelles chirriaran. Luego, con cierto resquemor, gimió con sensualidad.
Ojalá sonara convincente. En realidad, no sabía cómo tenía que sonar. ¿Y cuánto tiempo debía continuar? Trató de gemir cada vez más fuerte, de moverse con más brío, durante lo que consideró suficiente tiempo. Entonces se detuvo bruscamente, dejó escapar un último gemido y se desplomó en la cama.
Todo quedó en silencio. Ella alzó los ojos y miró al rey-dios. Parte de su máscara emocional se había suavizado, y mostraba una expresión muy humana de confusión. Ella casi se echó a reír al verlo tan perplejo. Lo miró a los ojos y sacudió la cabeza. Entonces, el corazón latiendo, la piel un poco sudorosa, se tumbó en la cama para descansar.
Cansada por los acontecimientos y las intrigas del día, no tardó en adormilarse. El rey-dios la dejó sola. De hecho, se había tensado cuando ella se acercó, casi como si estuviera preocupado. Incluso asustado de ella.
Eso no podía ser. Era dios y rey de Hallandren, y ella no era más que una niña tonta que se había aventurado en aguas demasiado profundas. No, no estaba asustado; menuda ridiculez. Se contuvo, manteniendo la ilusión para los sacerdotes que escuchaban, y descansó en la lujosa comodidad del lecho.
* * *
A la mañana siguiente, Sondeluz no se levantó de la cama.
Sus criados rondaban sus aposentos como una bandada de pájaros esperando la semilla. Hacia mediodía, empezaron a agitarse incómodos y mirarse unos a otros.