—Tenemos que sacarla de aquí —dijo—. Vasher, tenemos que rescatarla.
Él no dijo nada.
—Por favor. Es mi hermana. Creí que la protegería al impedir esta guerra, pero si tu corazonada es cierta, entonces el propio rey-dios es uno de los que quieren invadir Idris. Siri no estará a salvo con él.
—Muy bien. Haré lo que pueda.
Vivenna asintió, volviéndose hacia el ruedo. Los sacerdotes se retiraban.
—¿Adonde van?
—A ver a sus dioses. A buscar la Voluntad del Panteón en votación formal.
—¿Sobre la guerra? —preguntó ella, sintiendo un escalofrío.
Vasher asintió.
—Es el momento de ello.
* * *
Sondeluz esperaba bajo su dosel, con un par de sirvientes abanicándolo, una copa de zumo frío en la mano y apetitosos bocados repartidos a su vera.
«Encendedora me ha metido en este embrollo —pensó—. Y todo porque le preocupaba que tomaran Hallandren por sorpresa.»
Los sacerdotes consultaban con sus dioses. Veía a varios de ellos arrodillados ante sus Retornados, las cabezas inclinadas. Así funcionaba el gobierno de Hallandren. Los sacerdotes debatían sus opiniones y luego consultaban la voluntad de los dioses. Eso se convertía a su vez en la Voluntad del Panteón. Y en la Voluntad de la propia Hallandren. Sólo el rey-dios podía vetar una decisión del panteón en pleno.
Y había decidido no asistir a esta reunión.
«¿Tan pagado de sí mismo se siente por haber engendrado un hijo que no puede molestarse siquiera por el futuro de su pueblo? —pensó Sondeluz, enfadado—. Esperaba que fuera mejor persona.»
Llarimar se acercó. Aunque había estado abajo con los otros sacerdotes, no había ofrecido ningún argumento a la corte. Llarimar solía guardar sus pensamientos para sí.
El sumo sacerdote se arrodilló ante él.
—Por favor, favorecednos con vuestra voluntad, Sondeluz, mi dios.
Él no respondió. Alzó la mirada, contemplando al otro lado del anfiteatro el lugar donde se alzaba el dosel de Encendedora, verde a luz de la tarde.
—Oh, Dios —rogó Llarimar—. Por favor, dadme el conocimiento que busco. ¿Debemos ir a la guerra contra nuestros parientes, los idrianos? ¿Son rebeldes que deben ser aplastados?
Los sacerdotes regresaban ya de sus súplicas. Cada uno enarbolaba un estandarte que señalaba la voluntad de su dios o diosa. Verde para una respuesta favorable. Rojo para un rechazo a la petición. En este caso, el verde significaba la guerra. Hasta ahora, cinco de las siete banderas eran verdes.
—¿Divina gracia? —preguntó Llarimar, alzando la cabeza.
Sondeluz se levantó. «Votan, ¿pero de qué sirven sus votos? —pensó, saliendo de debajo del dosel—. No tienen ninguna autoridad. Sólo dos votos cuentan realmente.»
Más verde. Las banderas ondearon mientras los sacerdotes recorrían los pasillos. El anfiteatro rebosaba de gente. Podían ver lo inevitable. Sondeluz advirtió que Llarimar lo seguía. El pobre debía de sentirse frustrado. ¿Por qué no lo demostraba nunca?
Se acercó al pabellón de Encendedora. Casi todos los sacerdotes habían recibido sus respuestas, y la mayoría portaba banderas verdes. La suma sacerdotisa de Encendedora estaba todavía arrodillada ante ella. La diosa, naturalmente, esperaba el efecto dramático del momento.
Sondeluz se detuvo ante el dosel. Encendedora estaba reclinada dentro, observándolo con calma, aunque él percibió su ansiedad. La conocía demasiado bien.
—¿Vas a hacer pública tu voluntad? —preguntó ella.
Él se volvió a mirar el centro del coso.
—Si me resisto, esta declaración será para nada —dijo—. Los dioses pueden gritar «guerra» hasta que se vuelvan azules, pero yo controlo los ejércitos. Si no les cedo mis sinvidas, entonces Hallandren no ganará ninguna guerra.
—¿Desafiarías la Voluntad del Panteón?
—Es mi derecho. Cualquiera de ellos tiene el mismo derecho.
—Pero tú tienes a los sinvidas.
—Eso no significa que tenga que hacer lo que me han dicho.
Hubo un momento de silencio antes de que Encendedora despidiera a su sacerdotisa. La mujer se puso en pie, alzó una bandera verde y corrió a reunirse con los demás. Esto provocó un clamor. El pueblo debía de saber que los manejos políticos de Encendedora la habían dejado en un puesto de poder. No estaba mal, para ser una persona que había empezado sin mando alguno.
«Con su control de tantas tropas, será una parte integral de la planificación, la diplomacia y la ejecución de la guerra. Encendedora podría acabar siendo una de los Retornados más poderosos en la historia del reino. Igual que yo.»
Se quedó pensativo. No le había contado a Llarimar sus sueños de la última noche. Se los había guardado para sí. Aquellos sueños de túneles retorcidos y de una luna creciente, alzándose apenas sobre el horizonte. ¿Era posible que significaran algo?
No podía decidir sobre nada.
—Tengo que pensarlo un poco más —dijo por fin, dando media vuelta para marcharse.
—Pero bueno —refunfuñó Encendedora—. ¿Y la votación?
El dios negó con la cabeza.
—¡Sondeluz! —exclamó ella mientras él se marchaba—. ¡Sondeluz, no puedes dejarnos así colgados!
Él se encogió de hombros y se volvió a mirarla.
—La verdad es que sí puedo —sonrió—. Yo soy así de frustrante.
Y tras eso, salió del anfiteatro y volvió a su palacio sin emitir su voto.
«Me alegra que volvieras por mí —dijo Sangre Nocturna—. Me aburría en ese armario.»
Vasher no respondió mientras saltaba la muralla que rodeaba la Corte de los Dioses. Era tarde y todo estaba oscuro y silencioso, aunque aún brillaban varías luces encendidas. Una de ellas pertenecía a Sondeluz el Audaz.
«No me gusta la oscuridad», dijo la espada.
«¿Te refieres a oscuridad como la de ahora?»
«No. A la del armario.»
«Ni siquiera puedes ver.»
«Una persona sabe cuándo está a oscuras. Incluso cuando no puede ver.»
Vasher no supo qué responder. Se detuvo en lo alto de la muralla, contemplando el palacio de Sondeluz. Rojo y dorado. Colores audaces, en efecto.
«No deberías ignorarme —prosiguió Sangre Nocturna con sus quejas—. No me gusta.»
Vasher se arrodilló, estudiando el palacio. Nunca había conocido en persona al llamado Sondeluz, pero había oído rumores: el más procaz de los dioses, el más condescendiente y burlón. Y ésa era la persona que tenía en sus manos el destino de dos reinos.
Había un modo fácil de influir en ese destino.
«Vamos a matarlo, ¿verdad?», dijo Sangre Nocturna con voz ansiosa.
Vasher siguió mirando el palacio.
«Deberíamos matarlo —insistió la espada—. Vamos. Deberíamos hacerlo. De verdad, hagámoslo.»
«¿Por qué te importa? —susurró Vasher—. No lo conoces.»
«Es malo», sentenció Sangre Nocturna.
Vasher bufó.
«Ni siquiera sabes lo que es eso.»
Por una vez, la espada no respondió.
Ése era el quid de la cuestión, el tema que había dominado la mayor parte de la vida de Vasher. Mil alientos. Eso era lo que hacía falta para despertar a un objeto de acero y darle conciencia de sí mismo. Ni siquiera Shashara había comprendido completamente el proceso, aunque fue la primera que lo diseñó.
Era necesaria una persona que hubiera alcanzado la Novena Elevación para despertar piedra o acero. Incluso así, este proceso no debería haber funcionado. Tendría que haber creado un objeto despertado sin más mente que las borlas de su capa.
Sangre Nocturna no debería estar viva. Y, sin embargo, lo estaba. Shashara siempre había sido la más talentosa de todos ellos, mucho más capaz que el propio Vasher, que empleaba trucos, como incrustar huesos en acero o piedra, para hacer sus creaciones. Shashara había sido impulsada por el conocimiento recibido de Yesteel y el desarrollo del ícor-alcohol. Había estudiado, experimentado y practicado. Y lo había logrado. Había aprendido a forjar el aliento de mil personas en una pieza de acero, despertarla y darle una orden. Esa única orden adquiría un inmenso poder, proporcionando una base para la personalidad del objeto despertado.
Con Sangre Nocturna, Vasher y ella habían pasado mucho tiempo pensando, y luego habían elegido una orden simple pero elegante: «Destruye el mal.» Pareció una elección perfecta y lógica. Sólo había un problema, algo que ninguno de ellos había previsto.
¿Cómo se suponía que un objeto de acero, un objeto tan alejado de la vida que la experiencia de vivir le resultaría extraña y ajena, podía comprender lo que era el mal?
«Lo estoy entendiendo —dijo Sangre Nocturna—. He practicado un montón.»
La pobre espada no tenía la culpa. Era un arma terrible y destructora, y había sido creada para destruir. Seguía sin comprender la vida ni lo que ésta significaba. Sólo conocía su orden, y trataba de cumplirla a rajatabla.
«Ese hombre de ahí abajo —dijo—, el dios del palacio. Tiene el poder para iniciar esta guerra. Tú no quieres que la guerra tenga lugar. Por eso es malo.»
«¿Por qué eso lo convierte en malo?»
«Porque hará lo que tú no quieres que haga.»
«Eso no lo sabemos con seguridad. Además, ¿quién dice que mi juicio es el mejor?»
«Lo es. Vamos a matarlo. Me dijiste que la guerra es mala. Él empezará una guerra. Es malo. Vamos a matarlo. Vamos.»
La espada empezaba a excitarse. Vasher podía percibirlo: el peligro en su hoja, el retorcido poder de los alientos que habían sido extraídos de anfitriones vivos e introducidos en algo innatural. Podía imaginarlos surgir, negros y corrompidos, retorciéndose al viento. Empujándolo hacia Sondeluz. Impulsándolo a matar.
«No», dijo Vasher.
Sangre Nocturna suspiró. «Me encerraste en un armario —le recordó—. Deberías pedir disculpas.»
«No voy a pedir disculpas por no matar a alguien.»
«Lánzame ahí dentro —propuso la espada—. Si es malo, se matará él solo.»
Esto hizo dudar a Vasher. «Vaya», pensó. La espada parecía hacerse más sutil cada año, aunque Vasher sabía que sólo estaba imaginando cosas, proyectando. Los objetos despertados no cambiaban ni crecían, simplemente eran lo que eran.
Pero era una buena idea.
«Tal vez más tarde», dijo por fin, apartándose del edificio.
«Tienes miedo.»
«Tú no sabes lo que es el miedo.»
«Lo sé. No te gusta matar Retornados. Les tienes miedo.»
La espada se equivocaba, naturalmente. Pero, vista desde fuera, Vasher suponía que su vacilación parecía miedo. Había pasado mucho tiempo sin tratar con los Retornados. Demasiados recuerdos. Demasiado dolor.
Se dirigió al palacio del rey-dios. La estructura era antigua, mucho más que los palacios que la rodeaban. En tiempos, ese palacio asomaba a la bahía. No había ninguna ciudad. No había colores. Sólo aquella torre alta y negra. A Vasher le divertía que se hubiera convertido en el hogar del rey-dios de los Tonos Iridiscentes.
Se colgó a Sangre Nocturna a la espalda y saltó de la muralla hacia el palacio. Las borlas despertadas alrededor de sus piernas le dieron fuerza extra, permitiéndole saltar unos seis metros. Cayó contra el lado del edificio, los lisos bloques de ónice le rasguñaron la piel. Retorció los dedos, y las borlas de sus mangas se aferraron al saliente que tenía encima, aupándolo.
Exhaló aliento y el cinturón, que le tocaba la piel, como siempre, despertó. El color se borró del pañuelo atado a su pierna, bajo sus pantalones.
—Escala, luego agarra, luego ízame —ordenó. Tres órdenes en un despertar, una tarea difícil para algunos. Para él, sin embargo, se había vuelto tan sencilla como parpadear.
El cinturón se desató, revelando ser mucho más largo de lo que parecía. Los siete metros y medio de cuerda serpentearon por el lado del edificio, hasta enroscarse en una ventana. Segundos más tarde, la cuerda aupó a Vasher al aire. Si estaban bien creados, los objetos despertados podían tener más fuerza que los músculos normales. Vasher había visto una vez un grupo de cuerdas no mucho más gruesas que la suya levantar y lanzar piedras contra fortificaciones enemigas.
Soltó la presa de sus borlas y luego desenvainó a Sangre Nocturna, mientras la cuerda lo depositaba dentro del edificio. Se arrodilló en silencio, escrutando la oscuridad. La habitación estaba vacía. Con cuidado, recuperó su aliento, se envolvió la cuerda en el brazo y sostuvo un cabo suelto. Echó a andar.
«¿A quién vamos a matar?», preguntó Sangre Nocturna.
«No siempre es cosa de matar», respondió Vasher.
«Vivenna. ¿Está aquí?»
La espada intentaba interpretar de nuevo sus pensamientos. Tenía problemas con las cosas que no estaban plenamente formadas en la mente de Vasher. La mayoría de los pensamientos que pasan por la cabeza de un hombre son fugaces y momentáneos. Destellos de imagen, sonido u olor. Se hacen conexiones, luego se pierden, se vuelven a recuperar. A Sangre Nocturna le costaba interpretar ese tipo de cosas.
Vivenna. La fuente de un montón de problemas. El trabajo de Vasher en la ciudad era mucho más fácil cuando creía que ella trabajaba voluntariamente con Denth. Entonces, al menos, podía echarle la culpa.
«¿Dónde está? ¿Está aquí? No le gusto, pero ella me gusta a mí.»
Vasher vaciló en el oscuro pasillo.
«¿Te gusta?»
«Sí. Es agradable. Y bonita.»
Agradable y bonita… palabras que Sangre Nocturna en realidad no entendía. Simplemente, había aprendido a usarlas. Con todo, la espada tenía opciones, y rara vez mentía. Debía gustarle Vivenna, aunque no pudiera explicar por qué.
«Me recuerda a los Retornados.»
«Ah —pensó Vasher—. Claro. Tiene sentido.»
Continuó avanzando.
«¿Qué?», dijo Sangre Nocturna.
«Desciende de un retornado —pensó él—. Se nota en el pelo. Hay un poco de retornada en ella.»
Sangre Nocturna no respondió, pero Vasher pudo percibir cómo pensaba.
Se detuvo en una intersección. Estaba seguro de saber dónde estarían los aposentos del rey-dios. Sin embargo, gran parte del interior resultaba distinto de lo previsto. La fortaleza era austera, construida con extraños quiebros y giros para confundir al intruso. Además, los comedores abiertos o las salas de guarnición habían sido divididos en muchas habitaciones pequeñas, coloridamente decoradas al estilo de la clase alta de Hallandren.
¿Dónde estaría la esposa del rey-dios? Si estaba embarazada, se hallaría al cuidado de los sirvientes. En uno de los complejos de cámaras más grandes, supuso, en un piso superior. Se dirigió a unas escaleras. Por fortuna, era lo suficientemente tarde para que hubiera poca gente despierta.