El ángel de la oscuridad (19 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El ángel de la oscuridad
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Tras ella entró una joven con un aspecto, una ropa y unos modales tan parecidos a los de la señorita Howard que podría haber sido su hermana mayor. Cecilia Beaux tenía rasgos atractivos más que hermosos, entre los que destacaban unos ojos claros definitivamente cautivadores. Vestía una anodina blusa abotonada con un lazo blanco alrededor del cuello, una chaqueta ligera de algodón y una sencilla falda a juego. Y al parecer tenía algo más que el aspecto en común con la señorita Howard, pues las dos parloteaban ya como si fueran viejas amigas. La señorita Howard hablaba de nuestra visita a la casa de Pinkie y la señorita Beaux comentaba otra visita similar. Además, más tarde averiguarían que tenían antecedentes similares: ambas procedían de familias acomodadas (la señorita Howard, como ya he dicho, de Hudson Valley, y la señorita Beaux, de Filadelfia) que no aprobaban en absoluto el poco convencional estilo de vida de las jóvenes.

Tras las presentaciones de rigor, yo me retiré al alféizar de la ventana y no dije una sola palabra. Cady Stanton paseaba la mirada entre los presentes, tratando en vano de hacerse una idea de la situación. Mientras la señorita Beaux sacaba sus utensilios de dibujo y acercaba una silla a la de la señora Linares, la señorita Howard le soltó la historia falsa— o incompleta, como habría preferido calificarla el doctor— de lo que estábamos haciendo y por qué necesitábamos los servicios de una retratista. Elizabeth Cady Stanton entornó los ojos con suspicacia, pero su voz sonó perfectamente afable cuando habló:

— ¿Dices que la atacó otra mujer, Sara? Es muy raro. ¿Y el móvil fue el dinero?

El señor Moore la interrumpió, decidido a suavizar la situación con un poco de sentido del humor:

— En Nueva York, señora, el móvil casi siempre es el dinero. Y me temo que en esta ciudad hay pocas cosas que puedan calificarse de «raras».

El semblante de Elizabeth Cady Stanton se crispó en el acto y la mujer miró al señor Moore con severidad:

— Desde luego, señor… Moore, ¿no? Mire, yo he vivido muchos años en Nueva York y no siempre en los mejores barrios. Sin embargo, creo que no me equivoco al asegurar que no es nada habitual que una mujer ataque a otra en Central Park a plena luz del día. Supongo que esos policías confirmarán mis palabras.

Movió la cabeza en dirección a los Isaacson, que aunque no sabían cómo manejar a la mujer, parecían claramente ofendidos por la forma en que se había referido a ellos.

— ¡Oh!— dijo Lucius sacando un pañuelo para enjugarse la frente—. Yo no podría… No es…

— No es común— concluyó Marcus con toda la convicción posible dadas las circunstancias—, pero tampoco inusitado, señora.

— ¿De veras?— Era obvio que la señora Cady Stanton no esperaba respuesta—. Me gustaría que me dieran algunos ejemplos.

Mientras se producía este pequeño intercambio, la señorita Howard se había retirado a un rincón con la señorita Beaux y la señora Linares, y esta última había comenzado a describir a su atacante. Consciente de que la discusión evitaría que Elizabeth Cady Stanton se entrometiera en esta importante tarea, el doctor decidió intervenir:

— Si tiene un par de días libres, señora Cady Stanton, estaré encantado de relatarle infinidad de ataques violentos cometidos por mujeres.

La anciana se volvió hacia él.

— ¿Por mujeres contra otras mujeres?— preguntó con incredulidad.

— Contra otras mujeres— respondió el doctor, que a pesar de su sonrisa hablaba muy en serio—. Hijas contra madres, hermanas contra hermanas, entre rivales por el afecto de un hombre y, naturalmente, madres contra hijas.— Sacó la pitillera—. ¿Le importa si fumo? ¿Quiere uno?

— No, gracias. Pero usted puede hacerlo.— Tras estudiar al doctor durante otro minuto, Elizabeth Cady Stanton alzó un dedo y lo señaló mientras él encendía el cigarrillo—. Lo conozco, doctor. He leído algunos de sus trabajos. Es especialista en psicología infantil y forense, ¿no es cierto?

— Así es— respondió el doctor.

— Pero no en psicología femenina— dijo ella—. Dígame, doctor, ¿por qué ningún estudioso de la mente parece interesarse por las mujeres?

— Es curioso que lo mencione— respondió el doctor—. Yo mismo me he hecho la misma pregunta últimamente.

— Bueno, permita que se la responda.— La señora Cady Stanton se acomodó en la silla para mirar de frente a su interlocutor y comenzó una perorata—: Los psicólogos no estudian la conducta femenina porque en la inmensa mayoría de los casos son hombres, y si se pusieran a investigar inevitablemente descubrirían que bajo una conducta como la que usted describe se oculta la brutal esclavitud y la violencia a que ha sido sometida la mujer en cuestión.— Volvió a entornar los ojos, aunque esta vez con una expresión más amistosa—. En los últimos tiempos usted ha pisado terreno poco firme, doctor. Y yo lo conozco. Intenta explicar las acciones de los criminales en su… ¿cómo lo llama usted?… ah, sí, en su «contexto individual». Pero la gente no quiere explicaciones. Creen que las explicaciones sólo sirven para proporcionar excusas a los delincuentes.

— ¿Y qué opina usted, señora Cady Stanton?— preguntó el doctor mientras fumaba.

— Creo que ninguna mujer viene al mundo con el deseo de hacer otra cosa aparte de aquella que la Naturaleza le ha asignado: crear y alimentar. Como madres de la raza, tenemos una introspección espiritual, un divino poder creativo que es privativo de las mujeres. Cuando este poder se corrompe, puede estar seguro de que hay un hombre involucrado.

— Sus palabras son convincentes— dijo el doctor—, pero las ideas subyacentes me resultan algo… complejas. ¿Quiere decir que las mujeres forman una especie aparte, inmune a las emociones que mueven a otros seres humanos?

— No, inmunes no, doctor. Al contrario. Se dejan conmover mucho más profundamente por esas emociones. Y por sus causas. Lo cual, según creo, va más allá de lo que sospecha incluso un hombre progresista y educado como usted.

— ¿De veras?

La señora Cady Stanton asintió y se tocó los rizos blancos como haría cualquier mujer, pero— curiosamente, para alguien de su edad e ideas— sin avergonzarse en absoluto por esta pequeña muestra de vanidad.

— Coincido con algunas de las opiniones de sus libros, doctor. De hecho, con la mayoría. Su único problema, a mi modo de ver, es que no lleva su idea del contexto lo bastante lejos.— Apoyó las dos manos en la empuñadura del bastón con autoridad—. ¿Qué piensa de la influencia del periodo prenatal en la formación del individuo?

— Ah, sí— dijo el doctor—. Uno de sus temas favoritos.

— ¿Así que se opone a esta idea?

— Señora Cady Stanton, no existen pruebas clínicas que sugieran que la madre ejerza efecto alguno en el feto que lleva en su vientre, más allá de una influencia puramente fisiológica.

— ¡Se equivoca! ¡No podría estar más equivocado! Durante los nueve meses de vida prenatal, la madre estampa cada uno de sus sentimientos y pensamientos en el dúctil ser que se encuentra en su interior.

El doctor puso la misma cara que debió de poner el general Custer cuando sus muchachos le informaron de que estaba rodeado por unos cuantos indios más de los previstos. La señora Cady Stanton lo enredó en una discusión que él había iniciado para distraerla, pero que pronto se había convertido en un debate a gran escala. Yo perdí el hilo después de unos diez minutos, sobre todo porque no estaba prestando atención. Quería ir a ver qué hacían las otras tres mujeres, así que cuando pensé que nadie lo notaría, me bajé del alféizar, di la vuelta a la habitación pegado a la pared y por fin llegué al rincón donde el boceto comenzaba a tomar forma. Al acercarme, oí que la señora Linares decía:

— No… no, la barbilla era menos… prominente. Y los labios más delgados. Sí, así.

— Ya veo— respondió la señorita Beaux con sus brillantes ojos fijos en el bloc de dibujo—. En términos generales, usted diría que sus rasgos eran más anglosajones que latinos. ¿Estoy en lo cierto?

La señora Linares reflexionó un instante y luego asintió.

— No había pensado en ello de esa manera, pero sí, tenía un aspecto muy americano, como algunas mujeres de las zonas más antiguas de este país… Nueva Inglaterra, quizá.

Me acerqué al codo de la señorita Howard y miré el boceto. Todavía era tan vago como uno de los cuadros de Pinkie, aunque en algunos puntos la señorita Beaux había sido capaz de trazar líneas más claras y definidas. Tal como había dicho la española, la cara era angulosa, como si hubiera sido esculpida a golpes de cincel, parecida a las que se veían en las zonas rurales de Massachusetts o Connecticut.

La señorita Howard se percató de mi presencia y sonrió.

— Hola, Stevie— murmuró. Luego echó una mirada perversa al centro de la estancia, donde el doctor y la señora Cady Stanton continuaban discutiendo—. Apuesto a que ahora mismo te gustaría fumarte un cigarrillo.

— Como siempre— respondí sin desviar la vista de las delicadas manos de la señorita Beaux, que se movían sobre el papel con rápida precisión. Trazaba una línea y luego la repasaba, la difuminaba para crear una sombra o la borraba por completo si la señora decía que no estaba bien. Me pilló mirándola y sonrió.

— Hola— dijo, también en un murmullo—. Tú eres Stevie, ¿no?

A decir verdad, no pude hacer otra cosa más que asentir con la cabeza; esa mujer me fascinaba.

— Parece que se lo están pasando en grande— prosiguió. Seguía dibujando, pero de vez en cuando me regalaba una delicada sonrisa iluminada por el brillo de sus asombrosos ojos—. ¿De qué demonios hablan?

— No lo sé— respondí—, pero le aseguro que la señora Cady Stanton ha conseguido sacar de quicio al doctor. Y en un tiempo récord.

La señorita Beaux cabeceó, divertida.

— Tenía tantas ganas de conocerlo… A menudo se comporta así con las personas que le intrigan. Está tan ansiosa por intercambiar ideas, que acaba enzarzándose en una discusión.

— Sí— dijo la señorita Howard—. Me temo que a mí me pasa lo mismo.

— ¡Y a mí!— respondió la señorita Beaux—. Luego paso varios días dándome de bofetadas. Sobre todo cuando discuto con hombres… La mayoría son tan condenadamente paternalistas, que cuando conoces alguno que te parece diferente, lo abrumas con tus opiniones.

— Y siendo tan fuertes como son— añadió la señorita Howard—, corren a esconderse bajo las faldas de las mujeres bonitas con la cabeza hueca.

— Ah, es tan exasperante.— La señorita Beaux volvió a mirarme—. ¿Y tú, Stevie?

— ¿Yo, señorita?

— Sí. ¿Cómo te gustan las jovencitas? ¿Prefieres que sean inteligentes o que amolden sus opiniones a las tuyas?

Mi mano subió a la cabeza y comenzó a enrollar un mechón de pelo con nerviosismo, pero cuando me di cuenta, me detuve en el acto, sintiéndome como un crío.

— No sé, señorita— respondí pensando en Kat—. No he tenido… Quiero decir que no conozco muchas…

— Stevie no soportaría a una tonta, Cecilia— dijo la señorita Howard tocándome un brazo para tranquilizarme—. Te lo aseguro… Es uno de los buenos.

— Nunca lo he dudado— repuso la señorita Beaux con cortesía. Luego se dirigió a la señora Linares—. Ahora los ojos. ¿Ha dicho que eran el rasgo más destacable?

— Sí— respondió la señora—. Y la única parte exótica de su cara. Como ya dije a la señorita Howard, parecían los de un gato. Casi como… ¿Ha visto las estatuas egipcias en el Metropolitan Museum, señorita Beaux?

— Desde luego.

— Guardaban cierto parecido con los ojos de esas estatuas. No creo que fueran demasiado grandes, pero las pestañas largas y oscuras hacían que parecieran enormes. Y también estaba el color… un ámbar brillante, diría yo, casi dorado…

Observé cómo las manos de la señorita Beaux se desplazaban hacia la parte superior del boceto y luego alcé la cabeza, sobresaltado, cuando oí que me llamaban desde el otro extremo de la habitación.

— ¡Stevie! ¿Qué haces ahí?— Era el doctor—. La señora Cady Stanton quiere hablar contigo.

— ¿Conmigo, doctor?— pregunté con la esperanza de que me respondiera que no.

— Sí, contigo— respondió él con una sonrisa—. Ven aquí ahora mismo.

Después de volverme hacia la señorita Howard y dirigirle una mirada parecida a la última de un condenado a muerte, me puse en pie y caminé arrastrando los pies hacia el sillón donde estaba sentada la señora Cady Stanton. Cuando llegué allí, ella apartó el bastón y tomó mis manos entre las suyas.

— Bien, jovencito-— dijo mirándome con interés—. Conque eres uno de los pupilos del doctor Kreizler, ¿eh?

— Sí, señora— respondí sin el menor entusiasmo.

— El doctor dice que has hecho muchas fechorías en tus pocos años de vida. Dime— se acercó tanto a mí hasta que distinguí unos pelillos blancos en sus mejillas marchitas—, ¿culpas de ello a tu madre?

— ¿Que si…?— Hice una pausa para sopesar la cuestión—. No sé si «culpar» es la palabra, señora. Pero ella me metió en el camino de la delincuencia, eso no hay quien lo niegue.

— Sin duda porque un hombre la aconsejaba— dijo la señora Cady Stanton—. O la obligaba a hacerlo.

— Mi madre no tenía uno, sino un montón de hombres— me apresuré a decir—, y si quiere que le diga la verdad, no creo que jamás ninguno de ellos la haya obligado a hacer nada. Me puso a trabajar en eso porque necesitaba cosas… Al principio, alcohol. Más tarde, drogas.

— Que le daban los hombres.

Me encogí de hombros.

— Si usted lo dice, señora.

La señora Cady Stanton me miró de arriba abajo.

— No la culpes demasiado, Stevie. Las mujeres ricas apenas tienen oportunidades en un mundo como éste. Las pobres no tienen prácticamente ninguna.

— Supongo— respondí—. Usted lo sabrá mejor que yo, pero como le he dicho, yo no la culpo, señora. La vida me resultó mucho más fácil cuando dejó de estar a mi lado, eso es todo.

La anciana me miró durante un minuto y luego asintió.

— Una conclusión muy sabia, hijo.— Se animó y me sacudió los brazos—. Apuesto a que te metiste en muchos líos antes de conocer al doctor. Todos los chicos son igual de picaros. Mis tres hijos mayores fueron varones, ¡y no dejaban de darme problemas! Hay pueblos enteros donde dejaron de dirigirme la palabra por las cosas que hacían.— Entonces me soltó las manos—. Pero eso no cambia mi punto de vista, doctor Kreizler…

Mientras la mujer continuaba, miré al doctor. Éste me sonrió otra vez y con un rápido movimiento de cabeza me dio permiso para volver a lo que estaba haciendo. La discusión con la señora Cady Stanton muy pronto se volvió tan virulenta como antes.

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