El ángel de la oscuridad (34 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El ángel de la oscuridad
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Encaramado en lo alto de la jaula, Hickie sujetaba a una rata muerta por el rabo. El bicho tenía marcas de uñas y dientes por todas partes y un gran tajo en la garganta.

— ¿Qué te había dicho?— exclamó Hickie rebosante de alegría—. ¡Ha atrapado a la muy asquerosa a través del alambre! ¡Nadie caza ratas como el bueno de
Mike
!

Con una alegría indescriptible, Hickie arrojó la rata al suelo, abrió la jaula y sacó al hurón gris y blanco de sesenta centímetros de longitud. El animal posó sus pequeños ojos negros en la cara de Hickie con una expresión de reconocimiento, se puso de espaldas en el regazo de su amo y luego trepó a sus hombros con un movimiento ágil y veloz, como si fuera un chorro salido de una botella. Hickie soltó una carcajada y el hurón volvió a saltar a su regazo, donde se rascó las orejas redondas y el hocico puntiagudo con sus cortas patas delanteras. El bicho me miró y vi las pequeñas dagas de sus dientes delanteros asomando por encima del pelo de su mandíbula inferior.

— Hazme cozquillaz, ¿quierez,
Mike
?— gritó Hickie mientras acariciaba la barriga del hurón con cariño y entusiasmo—. Luego te devolveré el favor. — Pero el hurón se limitó a disfrutar de las caricias y unos segundos después estaba lo bastante tranquilo para que Hickie lo levantara—. ¡Ven, Ztevie! ¡Zube y te prezentaré a
Mike
!— Miró al hurón a los ojos—. Bien,
Mike,
ézte ez Ztevie Taggert, a quien ya habíaz vizto antez, pero nunca te había prezentado como Dioz manda. Ztevie…
Mike.
— Y antes de que alcanzara a darme cuenta, me había puesto el animal contra el pecho, obligándome a sostenerlo con fuerza—. ¿Qué tal te cae,
Mike
?

El hurón me miró durante un instante y luego trepó por mi brazo, sus afiladas uñas se me clavaban en la camisa y me arañaban la piel. Al principio fue una sensación inquietante, no verdaderamente dolorosa sino extraña, pero segundos después los rápidos movimientos del hurón alrededor de mi cuello y mis hombros se suavizaron hasta el punto de convertirse, en efecto, en un cosquilleo.

— ¿Qué… qué hace, Hickie?— dije, incapaz de contener la risa.

— Eztá intimando contigo, Ztevie.
Mike
ez un juez eztricto del carácter de la gente, y pronto dezidirá qué tal le caez.

Mike
bajó por mi otro brazo, saltó a una de las cajas y de inmediato volvió a mi regazo. Después de oler mi camisa con el hocico permanentemente arrugado, metió la cabeza entre dos botones y desapareció en el interior. Contuve el aliento al sentir sus frías uñas en mi piel desnuda—. ¡Hickie!— exclamé entre divertido y alarmado.

— Vaya, ezto zí que ez raro— dijo Hickie—. Ez zu zeñal de profundo afecto. Creo que haz encontrado un zozio, colega.

Hickie aplaudió y luego se restregó las manos en los pantalones, obviamente satisfecho de que
Mike
hiciera tan buenas migas conmigo. Cuando el hurón salió del interior de mi camisa, le acaricié el lomo y reparé en la rapidez con que latía su corazón; como una pequeña máquina de vapor, tan acelerada que parecía a punto de estallar. Luego
Mike
se tendió boca arriba, permitiéndome que rascara su barriga tal como había hecho Hickie.


Mike, Mike, Mike
— dijo Hickie con fingida reprobación—. No deberíaz dejarte engatuzar tan fázilmente… ¡recuerda tu dignidad, jovenzito!— Hickie se rió de sí mismo y me miró—. ¿Trabajaz con caballoz, eh, Ztevie?

— Sí— respondí—. Tenemos dos, una yegua y un macho castrado. ¿Por qué? ¿Acaso los hueles?

— No— dijo Hickie negando con la cabeza. Señaló a
Mike
—, pero él zí. Le encanta el olor de loz caballoz, y no cabe duda de que le haz caído bien. Bueno, Ztevie, ¿qué trabajo ez eze que menzionazte?

No sabía cuánta información debía darle a Hickie, pero al menos tenía que contarle los detalles básicos porque necesitaba que me enseñara a adiestrar a
Mike
para la tarea que íbamos a asignarle. Así que le expliqué que mi amo buscaba a una persona que, según creía él, estaba retenida contra su voluntad en una casa, dentro de una habitación cerrada con llave. Le pregunté si
Mike
podría detectar si dicha persona estaba en efecto en la casa y si encontraría la habitación. Hickie respondió que sí, que sería pan comido en comparación con otros trabajitos que había encomendado a
Mike
en el pasado. Lo interrogué sobre el adiestramiento y me sorprendió descubrir lo sencillo que sería: sólo tenía que darle una prenda de la persona que buscaba, cuanto más íntima mejor, porque así olería más a su dueño.
Mike
estaba tan bien entrenado que en cuanto relacionaba un objeto o un olor con su comida, comprendía que debía buscar algo que tuviera el mismo aspecto y olor. Estaría listo en un par de días. Hickie añadió que era conveniente que lo tuviera en mi casa durante ese tiempo para que terminara de acostumbrarse a mí. Le respondí que no había problema y pregunté qué debía darle de comer.

— Ez car-ní-vo-ro— dijo Hickie dándoselas de entendido—. Pero no lo malcríez. Nada de biztec o chuletaz de cordero. Dale unoz cuantoz ratonez o una liebre. Trez o cuatro vezes al día durante el adieztramiento, para que pille lo que quierez que haga.

— ¿Lo llevo en la jaula?

— Claro, claro— dijo Hickie bajando el trasto de las cajas—. Buzcaremos un trapo para taparla, porque no le guzta ver el tráfico.

Hickie comenzó a rebuscar entre el montón de basura que había en el sótano.

— ¿Y qué hay del dinero, Hickie? Ya te he dicho que sería una buena suma.

Mi amigo encontró un trozo de lona, pero tuvo que disputárselo a uno de sus perros, un mastín de tamaño mediano.

— ¿El dinero? Hummm… déjame penzar. ¡Venga,
Beauregard,
zuelta de una vez!— Por fin consiguió hacerse con la lona y mientras se aproximaba a nosotros yo bajé con
Mike.
Hickie lo agarró y lo levantó para mirarlo a los ojos—. Haz un buen trabajo y cuídate mucho, ¿me oyez?— Lo besó en la cabeza, lo metió en la jaula y le cubrió con el trapo—. Veamoz…
Mike
significa mucho para mí.

Era evidente que Hickie esperaba que le hiciera una oferta y yo le solté la primera cifra que me vino a la cabeza.

— ¿Qué te parece cincuenta pavos por toda la semana?

Hickie puso la misma cara que ponen los tipos que regatean cuando les ofrecen más de lo que esperaban y, en consecuencia, piensan que pueden sacar una tajada aún mayor.

— Que zean zetenta, Ztevie, zólo para quedarme tranquilo. Zé que te comportaráz como el caballero por el que ziempre te he tenido.

Asentí con la cabeza y cerramos el trato con un apretón de manos.

— Pero tendrás que venir conmigo. No llevo esa cantidad encima.

— Nunca permitiría que te llevaraz a Mike sin ver adonde lo llevaz— respondió Hickie—. Enzéñame el camino, colega.

Salimos del sótano y cruzamos el miserable barrio en dirección a Park Row, donde era más sencillo encontrar un coche hacia el norte. Fue un viaje divertido: Hickie me contó un montón de anécdotas sobre amigos comunes,
Mike,
el hurón, olió los caballos y se volvió loco dentro de su jaula cubierta mientras el cochero debía de preguntarse qué demonios tramaban dos personajes como nosotros y qué llevaríamos en la extraña caja que Hickie tenía en su regazo.

Cuando llegamos a la casa de la calle Diecisiete, el doctor, Cyrus y la señorita Howard ya habían regresado, aunque la señora Leshko aún no había dado señales de vida y el doctor comenzaba a pensar en llamar a la policía. (No lo hizo, y a eso de las cinco y media la mujer entró tambaleándose, diciendo un montón de incoherencias sobre los cosacos, el zar de Rusia y su marido. El doctor le dijo que se marchara a casa y volviera por la mañana.) Hickie se quedó de una pieza al ver dónde había acabado yo después de tantos años de robos y estafas, y juraría que por unos momentos la visión de la casa del doctor le hizo preguntarse si no valía la pena llevar una vida decente. El también impresionó a los demás, en particular al doctor, que demostró un enorme interés por sus métodos caseros para adiestrar a los animales.

— Es notable— dijo el doctor después de que Hickie se despidiera de
Mike
en mi habitación y se marchara—. ¿Sabes, Stevie?, en mi viaje a San Petersburgo conocí a un brillante fisiólogo y psicólogo ruso llamado Pavlov. Emplea métodos parecidos a los de este tal Hickie para estudiar las causas de la conducta animal. Creo que sacaría mucho provecho de una conversación con tu amigo.

— No lo creo— respondí yo—. A Hickie no le gusta salir de su barrio, ni siquiera cuando tiene que hacer un trabajo. Y dudo que sepa leer o escribir.

El doctor rió y me puso un brazo en el hombro.

— Hablaba hipotéticamente, Stevie— dijo.

La presencia de
Mike
en mi cuarto me puso en una situación totalmente nueva para mí. De buenas a primeras tenía una mascota, un compañero de cuarto, y durante los días siguientes me vi obligado a supeditar otras actividades a la necesidad de adiestrar y alimentar al animal. La idea de tener a un ser vivo bajo mi responsabilidad nunca me había atraído demasiado, y sin embargo una vez que me acostumbré descubrí que no me molestaba en absoluto. De hecho, Mike acaparó toda mi atención y dada su actitud vital y afectuosa, también se convirtió en motivo de diversión y alegría. La señorita Howard tardó más de un día en ponerse en contacto con la señora Linares y tuvimos que esperar otro día más para que nos entregara un camisón de Ana. Yo pasé todo ese tiempo buscando ratones en el sótano, jugando con
Mike
en mi cuarto o charlando con él como si esperara respuestas.

Había visto a otras personas comportarse de ese modo con sus animales domésticos, pero como yo nunca había tenido uno, no acababa de entender esa conducta que súbitamente me parecía muy comprensible, y poco tiempo después me sorprendí procurando apartar de mi mente la idea de que tarde o temprano
Mike
tendría que marcharse.

Claro que no faltaron acontecimientos para distraerme de esa perspectiva. El sargento detective Marcus y el señor Moore localizaron a la viuda de Henry Bates, el maestro de obras, y las noticias que trajeron de Brooklyn eran inquietantes: la esposa dijo que Bates no había estado enfermo en su vida y que tenía un corazón tan fuerte como el de un buey. Además, no había muerto un par de días después de terminar las reformas en casa de la enfermera Hunter, sino precisamente ese día, unos seis meses antes, y allí mismo, en el número 39 de Bethune Street. Se había desplomado después de tomar una taza de té con un chorro de whisky que le había ofrecido la señora de la casa. La propia enfermera Hunter había informado de esto al forense, añadiendo que Bates había sufrido el ataque después de levantar un pesado saco de herramientas cuando salía de la casa. El forense le había dicho a la señora Bates que estas cosas pasaban y que su marido podría haber padecido una dolencia cardíaca que no se manifestó hasta el último momento. Le había preguntado si deseaba que le hiciera una autopsia para comprobarlo, pero ella era una mujer supersticiosa, una fanática religiosa, y tenía unas ideas muy curiosas de lo que podía pasarle al alma de su marido si separaban el corazón de su cuerpo.

Esta actitud irracional hizo que el señor Moore y Marcus pusieran en tela de juicio la siguiente hipótesis de la señora Bates— según la cual, la enfermera Hunter había seducido a su marido— por mucho que hubieran deseado creerla. Sin embargo, la declaración de que la enfermera había obligado al señor Bates a despedir periódicamente a sus ayudantes parecía tener sentido. Era obvio que no quería que nadie se enterara de los detalles de la obra. El único hombre que lo sabía todo al respecto era Bates, y el señor Moore y Marcus estaban convencidos de que si registrábamos el edificio a conciencia encontraríamos alguna planta seca de dedalera. Hasta era posible que la enfermera la hubiera plantado en su propio jardín, pero independientemente de dónde la hubiera obtenido, podría haber añadido la flor— fuente del poderoso fármaco digitalina, capaz de parar el corazón del más fuerte de los individuos— al té y enmascarado su olor desagradable con el whisky.

Todo esto podría calificarse de lo que el doctor llamaba «pensamiento hipotético», y en realidad lo era, pero nadie que hubiera visto la fría expresión de los ojos dorados de Elspeth Hunter habría dudado ni por un instante de que era una mujer capaz de una acción semejante. Sin embargo, la idea de que nos enfrentábamos con una persona que había matado al menos a un adulto, además de a un grupo de niños, resultaba muy inquietante. Prácticamente a diario hacíamos un nuevo descubrimiento que demostraba que esa mujer era más peligrosa de lo que habíamos previsto, lo cual no facilitaba en nada nuestros preparativos para entrar en su casa. Pero aparte de llevar más y mejores armas, no había mucho que pudiéramos hacer para mejorar el plan, y el jueves por la mañana, cuando la señorita Howard se presentó con un pequeño camisón de Ana Linares, mi papel en dicho plan se volvió más apremiante: tendría que aplicarme a fondo para asegurarme de que
Mike
estuviera bien entrenado, ya que el éxito de nuestra misión dependía en gran parte de su olfato.

Además del camisón, la señorita Howard nos trajo la confirmación de las sospechas que habían asaltado al doctor después de su visita al Museo de Historia Natural: el señor Linares tenía un aborigen filipino a su servicio. Era un hombrecillo misterioso que ponía la carne de gallina a la señora y al que ella no permitía dormir en la casa, obligándolo a pasar la noche en el jardín. El pigmeo, a quien llamaban «el Niño», llevaba muchos años al servicio de la familia, sin embargo, la señora Linares no sabía a ciencia cierta cuáles eran sus funciones; aunque cuando la señorita Howard le habló de nuestros encuentros con el aborigen, la española se hizo una idea más clara de su cometido. Esta información añadía un nuevo lastre al matrimonio Linares, que al parecer estaba a punto de irse a pique: la española le explicó a la señorita Howard que de no ser porque era católica ya habría abandonado a su marido.

Entretanto el
Times
dedicaba casi a diario sus titulares al «misterio del cuerpo decapitado», siguiendo un caso que, ante la mirada impotente del Departamento de Policía y tal como había anticipado el sargento detective Lucius, comenzaba a vislumbrarse como un vulgar asesinato doméstico. El martes la teoría de que la víctima era uno de los locos fugados de Long Island ya había perdido credibilidad y la policía sugirió que el autor del crimen era el mismo carnicero demente que unos años antes había matado y descuartizado a una jovencita llamada Susie Martin. Esta teoría, ofrecida como un regalo de Navidad a la policía por el patólogo que había investigado el célebre caso Martin, tardó unos dos minutos en desmoronarse: varios familiares de personas desaparecidas se presentaron en el depósito de cadáveres para ver los miembros del cuerpo, y el miércoles nada más y nada menos que nueve de esos visitantes identificaron los restos como pertenecientes a William Guldensuppe, un masajista de los Baños Turcos Murray Hill.

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