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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Policíaco

El ángel rojo (39 page)

BOOK: El ángel rojo
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–Esa actriz porno a la que se tiró, ¿no se quejó de las tendencias sadomasoquistas de su primo? ¿Se lo permitió? – pregunté, volviendo al tema.

–Es su día a día. Les gusta, a las muy guarras. Eso es lo que da pasta, lo raro, el sadomaso, el
bondage.
Hoy en día, el público espera algo más que la simple pornografía sin refinar.

–¿Cómo la violación filmada en directo?

–Sí. Es un buen filón. Pero supongo que no es idiota, ¿sabe que son ficticias?

–Yo sí. Pero ¿los enfermos que ven esas pelis lo saben realmente?

–No es asunto mío.

Me metí la corbata en el bolsillo y me dejé el cuello de la camisa abierta.

–Me parece que su padre no aprecia mucho lo que hace.

Tuve la sensación de que iban a salirle llamas por las aletas de la nariz.

–¡No mencione a mi padre! ¡Ya no está capacitado para dirigir la empresa! ¡Y lo único que hago es adaptarme a la demanda! ¡Ojo con lo que dice, comisario!

Escudriñé cada facción de su rostro.

–BDSM4Y, ¿le suena?

No se inmutó. Si quería ocultar sus intenciones, las ocultaba muy bien.

–Esa sigla no me suena de nada.

–¿Hasta dónde llegan las peticiones de sus clientes en materia de rarezas?

–¡Si supiese la imaginación que tienen! Pero no creo que sea necesario describirle ese tipo de cosas. Está empezando a irritarme seriamente con sus preguntas. ¡Vaya al grano u ordeno que le acompañen a la salida!

–¿Nunca le han pedido películas
snuff
?

–¿Cómo dice?

–Una película
snuff,
¿sabe lo que es?

Abrió la puerta del vestuario.

–¡Victor! ¡Victor! – gritó.

–¡Conteste!

Me agarró del cuello de la chaqueta y me aplastó contra la pared húmeda de vapor.

–¡No vuelvas a repetir nunca más esta palabra delante de mí, hijo de puta! ¡Ahora vas a escucharme bien, señor comisario! ¡Como te atrevas a volver a poner un pie aquí, eres hombre muerto! Es muy peligroso venir solo, uno nunca sabe lo que puede ocurrir. Así que si te atreves a acercarte, ¡procura venir bien acompañado!

Me liberé de su llave empujándolo con violencia, conteniéndome para no partirle la cara. Si le levantaba la mano, estaba apañado. De todas maneras, me atreví.

–¡El que va a escucharme serás tú! ¡No te voy a dejar escapar! Como descubra la menor jugarreta por tu parte, como cagues en otro sitio que no sea tus gayumbos, estaré ahí para pescarte. No sé qué escondes, ni por qué tú o uno de tus matones se ha cargado a Manchini, pero lo descubriré.

Cráneo de Ébano se interpuso en mi camino, brazos cruzados.

–¡Échalo fuera! – vociferó Torpinelli-. ¡Eres hombre muerto!

–¡Cómo me toques, te vuelo los sesos! – advertí a Cráneo de Ébano.

Me dejó pasar con una sonrisa de Tío Tom en los labios. A la salida del atrio, en lo alto de la escalera de mármol, el viejo Torpinelli tenía dificultades para moverse, encorvado sobre un bastón. Creí leer en sus labios EN-TIER-RO antes de que desapareciese en el pasillo, encorvado como un papa.

Cráneo de Ébano me pisó los talones hasta la salida, donde el Guaperas, el león destronado, me soltó una sonrisa socarrona.

–¿Qué esperabas, señor P-O-L-I-C-Í-A?

–¿Ya has pensado en presentarte a las elecciones en las listas del Frente Nacional? – repliqué-. Me recuerdas a alguien, pero no sé a quién.

Lanzó la Smith Wesson en el asiento del conductor de mi coche.

–¡Lárgate! ¡Lárgate lejos, muy lejos de aquí!

–Nunca estaré muy lejos, y cuando vuelva, serás el primero en saberlo.

–Entonces cúbrete bien las espaldas.

«Entierro.» El viejo Torpinelli acababa de concertar una cita conmigo.

No me veía apareciendo en mitad del funeral y acercándome al viejo para formularle una pregunta del tipo: «Bueno señor, ¡cuénteme qué ha hecho de malo su hijo!». Era evidente que valía más ser prudente. De una manera u otra, si lo deseaba realmente, el patriarca intentaría ponerse en contacto conmigo.

El entierro de Alfredo Manchini iba a tener lugar por la tarde en el cementerio de Le Touquet. Una lluvia espantosamente enfurecida, cargada del aire del norte, manaba del cielo negro desde última hora de la mañana. Di varias veces la vuelta al cementerio. Primero en coche, bordeando las empalizadas para percatarme, con pesar, de que no tenía ningún punto de vista sobre el interior. Luego a pie, para intentar encontrar un escondite a fin de observar la ceremonia sin riesgo. La fosa había sido cavada al final de la décima alameda, bajo un tejo, protegida por una lona azul. No me demoré en analizar mi situación. Si quería conseguir un lugar destacado en las alegres celebraciones, tenía que estar a toda costa en el corazón de la hoguera, dentro del cementerio.

A las tres en punto el cortejo fúnebre oscureció la calle mientras, a lo lejos, las campanas de la iglesia aún tañían. Largas berlinas negras, cristales tintados, miradas tras gafas adecuadas para la ocasión se seguían en un silencio apenas perturbado por el suspiro de la lluvia. Había aparcado mi coche en un parking residencial a casi un kilómetro del cementerio. Me cobijé en la entrada de un edificio, en un sitio bien seco, con mis gemelos Zweiss en mano.

Sólo había unas veinte personas. Suponía que los Torpinelli habían preferido un entierro sin revuelo mediático. Lo que pasa rápido, se olvida rápido. El viejo salió el último, acompañado por dos paragüeros que se le pegaban como su sombra.

La lluvia me venía bien, no hubiese podido ser más propicia. Tras abrir un amplio paraguas, unos diez minutos después del comienzo de la ceremonia penetré discretamente en el cementerio y me dirigí al extremo opuesto del lugar donde se amontonaban chaquetas y corbatas negras. Llevaba un ramo de crisantemos, para alejar cualquier sospecha. El viejo estaba en segundo plano, sentado en una silla plegable, y sus piernas parecían ahora incapaces de sostener el peso de su cuerpo. De vez en cuando, escudriñaba el conjunto de tumbas a sus espaldas. Me desplacé dos alamedas y me las arreglé para situarme en su campo de visión. Cuando volvió la mirada en mi dirección, levanté el paraguas para que distinguiese mi rostro, pero lo bajé de inmediato cuando el Guaperas me echó un vistazo penetrante. Fingí limpiar una tumba. El león destronado hundió la mano en la chaqueta y avanzó en mi dirección, pero el viejo lo llamó al orden y le susurró algo al oído. Acababa de evitar lo que, tanto en un sentido como en otro, habría conducido a un incidente inevitable.

Un cuervo se posó a mi lado y, con las alas desplegadas como dos capas y el cuello tenso, se deslizó entre dos sepulturas para picotear lombrices. La lluvia recia me machacaba los hombros y el frío me penetraba bajo el efecto de las violentas borrascas. El paraguas estuvo a punto de darse pero resistió. El Guaperas no me perdía de vista: me había reconocido. De vez en cuando, apoyaba la mano en la parte delantera del impermeable e imitaba, dos dedos tendidos y el pulgar doblado sobre el índice, la forma de un revólver. Sólo esperaba una cosa: que yo diese un paso adelante.

Sin embargo, me aseguré de permanecer aparte y tener paciencia. Ya estaba pensando en cómo huir del cementerio sin pasar por la entrada principal y, sobre todo, sin acabar con el cuerpo acribillado a balazos.

La inhumación duró apenas un cuarto de hora y me preguntaba, cuando se marcharon los primeros asistentes, cómo iba a proceder el viejo para ponerse en contacto conmigo. Lo vi insistir ante su hijo para recogerse aún un instante. Se levantó de la silla, con las manos a la espalda. Llevaba en una de ellas una carpeta de plástico doblada. Se persignó delante de la tumba, luego arregló una corona mortuoria y me pareció que depositaba, casi con total seguridad, el sobre plastificado debajo de una de las macetas de flores, al borde de la losa de mármol.

El asunto se complicó de verdad al cabo de cinco minutos. Cuando ya creía que había oído los últimos ronquidos de motores, dos sombras absolutamente achaparradas se recortaron a la entrada del cementerio, una con una larga cabellera rubia chorreando de lluvia. El Guaperas. Escogió una alameda mediana y su acólito extrañamente negro dio un rodeo hacia el extremo sur, donde me encontraba yo. Habían cambiado los paraguas por sendas Beretta y, en vista de su aire de determinación, me di cuenta de que no estaban allí para charlar.

El cuervo ensombreció el cuadro con un largo graznido que habría asustado a un muerto. Tiré el paraguas, desenfundé mi vieja Smith Wesson y me deslicé a través de las alamedas saltando por encima de las tumbas, agachado para desaparecer tras los mármoles. Los cuellos de mis perseguidores se tensaron como los de los hurones y luego aceleraron el paso, aún siendo prudentes. Me precipité, espalda encorvada, hacia la tumba de Manchini, levanté la maceta de flores, cogí la carpeta plastificada y me la metí en el bolsillo.

En ese momento, una bala estuvo a punto de despegarme la oreja izquierda. Un florero de mármol se hizo añicos. El cuervo alzó el vuelo pero, derribado en pleno vuelo, vino a estrellarse a unos diez metros de mí. Me agaché detrás de una estela, las rodillas en el barro, y encajé una bala en el tronco de árbol tras el cual se ocultaba el Guaperas. Con el rabillo del ojo vigilaba a Cráneo de Ébano, cuya sombra negra se deslizaba entre las columnas funerarias, cuatro divisiones más lejos. El disparo debió de enfriarlos un rato, ya que no se movieron de sus escondites. Aproveché para subir la alameda y, con la espalda rota, me acerqué a la entrada aneja que había visto antes en la parte trasera del cementerio. Las balas volvieron a aparecer. Un trozo de estela salió volando y otro proyectil rebotó sobre la superficie de mármol de un panteón antes de penetrar en algún sitio no muy lejos. Me pegué al suelo y vacié al tuntún la mitad del cargador antes de volver a levantarme, para a continuación desplazarme a lo largo de una empalizada donde quedaba realmente al descubierto.

En el momento en que iba a situarme fuera de su alcance, sentí una punzada en el hombro derecho, como si me hubiesen clavado un puñal. La sangre cayó sobre el impermeable y se mezcló con la lluvia en un rojo sucio. A pesar del dolor me lancé a la carretera, recorrí unos cien metros y detuve un coche poniéndome en medio de la calzada, con el arma apuntando hacia delante.

Los neumáticos chirriaron y la mirada del conductor se veló de espanto cuando me tiré sobre el asiento trasero gritando:

–Soy de la policía, ¡arranque!

¡No tuve que repetirlo dos veces! El conductor pisó el acelerador hasta el fondo, el coche derrapó y salió disparado a toda velocidad a través de los campos. Mis dos perseguidores, jadeando como ollas calientes, aparecieron justo en el momento en que girábamos.

–Lléveme a urgencias -dije al conductor en un tono que quería ser suave-. Y gracias por el favor.

–No he tenido otra alternativa -replicó con razón.

La bala había rozado el deltoides y dejó una pequeña estela sanguinolenta en la parte superior del hombro. Pese a todo, salí adelante con cinco puntos y un vendaje apretado. Mi armazón de poli estaba curado de espantos.

Una vez en el hotel, encerrado en mi habitación, cogí la carpeta plastificada y saqué una hoja doblada, dentro de la cual se ocultaba otra hoja. A pesar de la protección, una parte del papel se había empapado de agua y la tinta se había desteñido y corrido como lágrimas en un rostro. Pero el conjunto se podía leer. Reconocí una escritura indecisa y frágil, la de un moribundo. La primera carta decía:

No sé quién es usted, pero he visto su matrícula, que me indica que es un representante de la ley. Su presencia en el día de hoy es una señal. Dígame lo que oculta mi hijo. Con regularidad se efectúan importantes transferencias bancarias de cuentas de clientes hacia una de sus cuentas. Sumas astronómicas. He encontrado un nombre en su libreta de direcciones: Georges Dulac, que vive en la otra punta de la ciudad. Sea discreto o le matará. Y aunque no me quede mucho tiempo, quiero saber la verdad. Estoy vigilado, así que sobre todo no intente ponerse en contacto conmigo. No se lo permitiría. Déjeme un mensaje debajo de la maceta de flores mañana. Pasaré por el cementerio a las tres de la tarde.

Piensen lo que piensen, soy un hombre honrado, señor. Si mi hijo pisotea la ley y ese imperio que tanto me ha costado erigir, tendrá que pagar por ello.

La segunda hoja representaba la impresión de un documento electrónico en el que aparecía el nombre de Dulac, con fechas de transferencias bancarias. Un documento que no tenía nada de oficial. Sólo cifras plasmadas en una tabla. El 15 de abril, 30.000 euros. El 30 de abril, 50.000 euros… y así sucesivamente, cada quince días, desde abril, con sumas de 200.000 euros a principios del mes de septiembre. Un cálculo rápido dio como resultado una cantidad de alrededor de cinco millones de euros en apenas seis meses. Creí adivinar lo que representaban esas transacciones y rogué a Dios para que fuese otra cosa.

Me conecté a internet a través de mi portátil y la conexión telefónica de la habitación del hotel, e hice una búsqueda con el nombre de Georges Dulac. Los resultados que obtuve confirmaron mis sospechas. Gestionaba carteras importantes de clientes de Bolsa, comprando y vendiendo bonos de suscripción, acciones, capitales riesgo u opciones. Tenía tal peso en el ámbito de las finanzas que era capaz de hacer bajar el diez por ciento del valor de una acción mediante el simple juego de la especulación. Uno de esos tiburones para quienes el pobre es una cucaracha que hay que aplastar con el tacón.

Me encaminé hacia su domicilio, muy decidido a descubrir la naturaleza real de sus gastos. Georges Dulac estaba de viaje de negocios en Londres y me atendió su mujer. Un perro salchicha plateado vino a explorar la parte superior de mis zapatos, ladrando.

–¡Deja al señor tranquilo,
Major!
¡Venga, vete! – ordenó la mujer con un tono de vieja arpía; pero el perro no obedeció-. ¿Puedo ayudarle en algo, señor? Mi marido volverá por la tarde.

De entrada, aquella sexagenaria me había parecido fría, rígida en su traje de Yves-Saint-Laurent. Pero me recibió con cortesía y me invitó a entrar sin esperar mi respuesta. La soledad de las largas jornadas debía de acabar con ella.

–Para serle franco, me viene bien que su marido no esté en casa. Tengo que hacerle algunas preguntas sobre sus actividades financieras.

–¿Es del fisco?

Le dirigí una sonrisa franca.

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