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Authors: Jorge Molist

El anillo (28 page)

BOOK: El anillo
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Volamos por encima de las llamas, yo caí un poquito más atrás que él, en las brasas, pero no me detuve allí ni medio segundo, tanto por el impulso de la carrerilla como por el tirón que él me dio.

Me quedé con las ganas de preguntarle qué había pedido y de besarle tal como algunos hacían después del brinco. Pero él se dio la vuelta para hablar con alguien.

Continuaban aún los saltos sobre la hoguera cuando una chica se aproximó al fuego y tiró un fajo de papeles, luego un muchacho arrojó lo que parecía una caja de madera. Después la odalisca que inició el baile se quitó la camiseta, para echarla a la lumbre, dejando al descubierto unos pechos bien ubicados, abundantes. No sé si aquello era costumbre de la tribu o invención del momento, el caso es que el gesto triunfó y más mujeres siguieron su ejemplo quedándose desnudas de cintura para arriba aunque sin ofrecer resultados tan espectaculares.

Algunos muchachos también quemaron sus camisetas y vi cómo Oriol hacía lo mismo con unos papeles. Naturalmente me sentí intrigada.

Cuando la quema de lo que se suponía negativo cesó, otra vez los bongos aceleraron el ritmo y todos los que se pretendían músicos se concentraron en organizar la mayor barahúnda posible en el intento de lograr la misma cadencia. El baile se animó y la muchacha destacada en la primera parte volvió a hacerlo, esta vez balanceando los senos. Tenía un gran tatuaje que le cubría un hombro y parte de la espalda. Oriol, sentado en la arena a distancia del jolgorio, contemplaba las llamas y los perfiles de los bailarines a contraluz. Me senté a su lado sobre la arena.

—¿Qué fue lo que quemaste?

Me miró como sorprendido, como si se hubiera olvidado de mi presencia, como si ignorara la suya propia en aquel lugar. En el brillo de sus ojos, con luz de llamas en su interior, pude ver agua de lágrimas.

—No se puede decir —me sonrió tímido.

—Sí se puede decir —cogí una de sus grandes manos entre las mías—. Antes de saltar no se podía, ahora sí. Una pena compartida pesa menos. ¿Te acuerdas de que nos lo contábamos todo de niños?

—Era una carta —confesó al final de un silencio.

—¿Qué carta? —sospechaba la respuesta.

—La carta de mi padre, la de la herencia.

—¿Pero cómo la has podido quemar? —pregunté preocupada—. ¡La última carta de tu padre! Te arrepentirás.

—Ya me arrepiento.

—¿Pero por qué?

—Porque quisiera olvidar. O al menos no recordarle con tanta frecuencia, con tanto dolor. Él fue la tragedia de mi infancia. Siento que me abandonó.

Me vino la imagen de cuando éramos pequeños y su padre llegaba al pueblo. Oriol salía a la carrera para besarle, luego le cogía de la mano y tirando de ella, en señal de propiedad, le llevaba de un lado a otro. Miraba hacia arriba con esa sonrisa de gozo: «Éste es mi papá», parecía decir. Le admiraba.

—Él tendría sus razones —le consolé—. Sabías que a nadie quería tanto como a ti. No te quiso abandonar.

Oriol no respondió y se puso un cigarrillo de marihuana en los labios. Yo me quedé a su lado, callada, y se lo quité para dar una calada.

—¿Sabes? —le pregunté al rato. Él no dijo nada.

—¿Recuerdas las cartas? —insistí poco después.

—¿Qué cartas? —respondió al fin despistado.

—¡Las nuestras! —me irrité ligeramente. ¿Cómo qué cartas? ¿Qué cartas podía haber en el mundo que importaran más que ésas?—. Las que yo te escribía y tú me escribiste.

—¿Sí?

—Ya sé por qué jamás las recibimos.

Él volvió al silencio. Pero yo no. Le conté el amor de mi madre por su padre y que mi madre temía recordar aquel tiempo, que su experiencia se repitiera en mí y que por eso quiso evitar que nosotros nos quisiéramos, por eso interceptó el correo, por eso se lo quedó, por eso jamás lo recibimos. No mencioné la creencia de María del Mar en su propia homosexualidad.

—Fue una lástima —dijo al fin Oriol—. Puse mucho sentimiento en lo que te escribí, en especial cuando mi padre murió. Lo recuerdo bien. Estaba muy solo e insistía en mis cartas, de forma desesperada, a pesar de no tener respuesta tuya. Me hacía la ilusión de que al menos tú las leías, necesitaba comunicarme contigo. ¡Me hubiera gustado tanto poder charlar! Pero ¡ni siquiera tenía tu teléfono!

Yo me acerqué más a él y le dije:

—Quizá todo aquello que escribimos y se perdió nos lo podamos contar de nuevo otra vez...

Fue entonces cuando la bailarina del cuerpo estupendo, ahora brillante de sudor, se acercó, sentándose al otro lado de Oriol. Tomó una calada del mismo cigarrillo del que ya sólo quedaba la colilla y le empezó a cuchichear al oído. Parecía que le mordisqueaba la oreja. Ella soltaba risitas y él las coreaba de cuando en cuando. Al fin se levantó tomando a Oriol de la mano. Me estremecí. Aquella tipa quería que él la acompañara al bosque. Estuvieron forcejeando y bromeando y al fin, sin soltarlo, ella se lo llevó.

No os podéis imaginar mi disgusto. Momentos antes me desesperaba pensando que él era homosexual y ahora lo hacía porque se iba con esa moza escultural. «Debiera alegrarme», pensé, «no es gay». «Pero ¿y a mí qué más me da? No me debe importar en absoluto. Yo estoy comprometida y me voy a casar tan pronto vuelva a los Estados Unidos con Mike, un tipo estupendo que supera con creces a cualquiera de los de aquí.»

Pero cuando le vi regresar minutos después, sin tiempo para que ocurriera nada, portando una guitarra, el corazón me dio un vuelco de felicidad. ¡Cuánto me alegraba que esa tía no se hubiera salido con la suya! Me dije que seguro que aquella lagarta encontraría allí, en el pinar oscuro, algún culebro que satisficiera su furor uterino. A veces soy malvada.

Oriol se sentó en la arena a un metro de donde yo estaba y empezó a tañer unas notas por lo bajo. De repente me vino esa pregunta: «¿Será homosexual? Claro, debe de serlo, sólo así se explica que un hombre se pueda resistir a una fulana como ésa». Y después me interrogué: «¿Seré idiota?».

Aún sonaban algunos timbales del otro lado de la hoguera pero ya nadie bailaba y desde la quema de objetos el entusiasmo había ido decayendo paulatinamente. La percusión era suave, reflexiva, íntima. Entonces Oriol empezó a puntear su guitarra, después tocó una pieza clásica que no reconocí y continuó con un melancólico
Cant dels ucells
lleno de sentimiento. Luego empezó a cantar, como para nosotros dos solos, acompañándose de acordes.

«Cuan surts per fer el viatge cap a Itaca...» Pude ver lágrimas en sus ojos y supe que aquélla no era una canción cualquiera. ¿No era ésa una de las que Enric oyó antes de morir? Escuché atentamente.

Cantaba suave, cantaba bajo, íntimo y solitario, pero unos y otros se acercaron formando un corro a su alrededor. Había respeto en los oyentes y noté que alguno era cómplice de un secreto que yo desconocía.

Cuando terminó le aplaudieron y querían más, pero él se negó a seguir cantando; me dio la impresión de que sentía que el público había interrumpido su intimidad e insistió en pasarle la guitarra a otro. Fue a parar a la muchacha que se me había enfrentado al inicio de la noche. Ella, faltándole manos para atender ambos negocios, pasó su baboso cigarrillo de marihuana a otro y entonó una canción, mucho más desenfadada, sobre la casa de una tal Inés que pedía que le hicieran lo que quisieran o algo así. Un muchacho la acompañaba con los bongos. Identifiqué a la intérprete con la protagonista de la canción. Igual calaña.

Aproveché que Oriol había dejado de ser el centro de la fiesta para susurrarle al oído:

—Pensabas en Enric, al cantar.

—Mi padre adoraba esa canción. La escuchó antes de morir.

—¿Cómo lo sabes?

—Estaba en su tocadiscos cuando le encontraron. Seguro que la oyó. ¿Comprendiste la letra?

—Sí, claro, se refiere a Ulises y a su viaje de regreso de Troya. Navegó años para regresar a su isla, Ítaca.

—Cierto, la letra está basada en el poema del griego Constantin Kavafis —y lentamente, como recordando, empezó a recitar:

«Cuando salgas hacia Ítaca, pide que el camino sea largo, no apresures tu viaje, que dure muchos años, y cuando atraques en la isla, ya viejo, y docto por lo aprendido en el camino, no esperes que Ítaca te enriquezca. Ítaca te ha dado el viaje y aunque la encuentres pobre, no te ha engañado y así, ya sabio, sabrás lo que significan las Ítacas».

No me miraba, tenía su vista en el rojo brillante de las brasas y tomó su tiempo de reflexión antes de continuar hablando.

—Pasamos la vida deseando alcanzar algo, persiguiendo sueños, creyendo que cuando tengamos eso tendremos la felicidad. Pero no es así. La existencia está en el camino, no al final. No importa cuán bello, importante, espiritual sea lo que pretendemos. La última parada es siempre la muerte. Si no sabemos ser felices, ser mejores, ser quienes queremos ser en el trayecto, tampoco encontraremos eso al final. Ésa es la razón por la que debemos disfrutar del momento. La vida está llena de tesoros que la gente persigue, son cosas que creen que les proporcionarán la dicha, pero acostumbran a ser espejismos y a veces, alcanzando su anhelado deseo, uno sólo encuentra el vacío entre sus manos.

—¿Insinúas que tu padre nos está engañando con el tesoro? ¿Que nos hace jugar el mismo juego que jugábamos de niños sólo que de mayores?

—No lo sé —dijo con un suspiro—. Pero sé que en su filosofía el verdadero tesoro era el camino, la emoción de la búsqueda, la tensión del deseo en lugar del relajo de la saciedad. Creía en disfrutar del momento, en el
carpe diem
latino. Recuerdo que cuando jugábamos a los tesoros, al final sólo hallábamos unas pocas golosinas. Lo importante era la emoción, los instantes vividos en la búsqueda.

Me pesaban los párpados, mi hablar se hacía lento y mi pensamiento embotado; estaba durmiéndome. Había sido una noche de emociones extraordinarias y ahora de repente me daba un bajón. Mi clandestina entrada en la iglesia de Santa Anna, mi captura por Arnau d'Estopinyá, mi presentación a los templarios, el baile troglodita, el salto de la hoguera y mi inquietud de con quién se iba Oriol al pinar. Demasiado para una sola velada. ¿Era eso
carpe diem
? Quizá fuera carpe noche.

Oriol había dejado de conversar y atendía a la cantante. Y yo, sentada en la arena y cubierta con una de las toallas de playa que él había bajado del coche, intentaba resguardarme del relente y evitar el sueño. No veía las manecillas del reloj, pero serían cerca de las seis. Alguien señaló al horizonte sobre el mar. Una línea azul gris se dibujaba entre el negro y azul marino. Varios timbaleros se animaron y volvieron a machacar sus parches intentando obtener un ritmo coherente. Para cuando el cielo rompía en tonos claros y en los instantes interminables en que la luz parecía no aumentar, sino incluso disminuir en su intensidad, como si el mar se la tragara para aclarar sus propios colores, todo el que tenía algo que sonara al golpear lo estaba batiendo en una impresionante algarabía de entusiasmo exaltado. Luego un punto de oro brilló en la línea de un mar dormido y un cielo sin nubes. El zafarrancho aumentó incluso por un momento y todos se pusieron a gritar saludando al astro. Yo también lo hice. Eran trogloditas adorando a su dios, y yo una más entre ellos. Poco a poco, creando una línea de luz dorada sobre el horizonte, viniendo hacia nosotros, multiplicándose sobre las olas mansas, el sol, que hería ya incluso los ojos entornados, fue subiendo hasta despegarse del océano. Fue entonces cuando un muchacho y una chica, desnudos, entraron entre saltos y gritos al agua. Y otros les siguieron y luego más. Vi que Oriol se quitaba la ropa y, ya completamente despejada de mi modorra de minutos antes, pensé que mi amigo no estaba nada mal dotado.

—¿Vienes? —dijo.

Nunca me había expuesto antes desnuda en público, y pocas veces en top less, pero no esperé una segunda invitación. Tiré la toalla a un lado, puse sin demasiado cuidado mi ropa encima de ella, y con dos anillos como únicas prendas corrí al mar de la mano de Oriol.

El agua, en contraste con la temperatura de la noche, estaba tibia y se podía andar metros y metros sin que, fuera de algún bache inesperado, cubriera. Todo el mundo se sumergió en cueros, chapoteando y riendo.

Terminado el baño, muchos se quedaban a dormir en la playa, aunque nosotros decidimos volver a Barcelona. Pero al vestirme no encontré mis zapatos. Estaba en su búsqueda cuando oí a mi espalda:

—Y tú, rubita, ¿qué has quemado en la hoguera?

Me volví comprobando que era esa Inés de las incrustaciones metálicas. Se estaba secando con una toalla y un simple vistazo confirmó mis sospechas del inicio de la noche. Llevaba pendientes en pezones, ombligo y seguro que mantenía otros más ocultos.

«Ésa la ha tomado conmigo», me dije decidiendo si contestarle o no. Estaba cansada de la noche y no de muy buen humor. Quise ser amable y respondí:

—Nada.

—Te equivocas —repuso sonriendo—. Has quemado unos zapatos de lujo.

—¿Qué? —pensé que me estaba gastando una broma.

—Que la lección de esta noche es que se puede andar por el mundo sin unos zapatos de doscientos euros —la muy cabrona se mostraba triunfante—. Los eché al fuego cuando te metiste en el agua.

—Me estás tomando el pelo.

—No, rubita. Ya verás cómo descalza se anda mejor.

Estaba segura de que bromeaba. Pero me acerqué a la hoguera, que aún ardía en algún punto, y por el lado donde había dejado mi ropa, allí estaban mis zapatos, entre brasas, uno chamuscado y el otro hecho carbón, oliendo a cuerno quemado. Incluso viéndolo me costaba creerlo.

La tipa esa se reía, supongo que comentando su hazaña con los de su pandilla. Debo reconocer que ella estaba en lo cierto. Sin zapatos se puede andar. Y también correr. No recuerdo los detalles, sólo que mi cabreo me quitó cualquier limitación, convención social, cansancio, prudencia. Ella no se esperaba eso de la «rubita», estaba de espaldas hablando con sus colegas, aún por vestir, y del tirón que pegué a sus trenzas la tumbé en el suelo. Agarrándola bien del pelo y llamándola hija puta, la arrastré con todas mis fuerzas por la arena mientras la otra intentaba reaccionar. No sé qué hubiera ocurrido después si Oriol no me sujeta a mí y varios a ella. Me apetecía echarla al fuego, junto a mis zapatos, o al menos arrancarle de un tirón los pendientes de los pezones, pero pasado el primer arrebato dejé que Oriol me apartara de la trifulca. La metálica se había recuperado y gritaba improperios, mirándome con ganas locas de partirme la cara pero, afortunadamente, de momento, la tenían controlada.

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