El anticristo (7 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: El anticristo
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Al llegar aquí no puedo contener un suspiro. Hay días en que anida en mí un sentimiento más negro que la más negra melancolía: el desprecio de los hombres. Y para que no quede duda sobre lo que yo desprecio y a quién desprecio, diré que desprecio al hombre moderno, al hombre del cual yo soy desgraciadamente contemporáneo. El hombre de hoy... Su impura respiración me ahoga. Contra el pasado, yo, como todos los estudiosos, alimenté una gran tolerancia, es decir, me hago generosamente violencia a mí mismo: yo atravieso el mundo-manicomio de milenios enteros con prudencia tétrica, ya se llame cristianismo, o fe cristiana o Iglesia cristiana; me guardo mucho de hacer a la humanidad responsable de las enfermedades que han afligido su espíritu. Pero mi sentimiento se rebela apenas me interno en los tiempos modernos, en nuestro tiempo.

Nuestro tiempo es sabio... Lo que en otro tiempo era simplemente malsano, hoy es indecente, es indecente ser hoy cristiano. Y aquí comienza mi náusea. Yo miro en torno a mí: ya no queda una palabra de todo lo que en otro tiempo se llamaba verdad; nosotros no podemos ya soportar que un sacerdote pronuncie solamente la palabra verdad. Aún teniendo las más modestas pretensiones a la probidad, hoy se debe saber que un teólogo, un sacerdote, un papa, con cualquier frase que pronuncia no sólo se equivoca, sino que miente, y que no es ya libre de mentir por inocencia, por ignorancia. También sabe el sacerdote, como lo sabe cualquiera, que no hay Dios, ni pecado, ni redentor; que libre albedrío y orden moral del mundo son mentiras: la seriedad, la profunda victoria del espíritu sobre sí mismo no permiten ya a nadie que sea ignorante sobre estas cosas... Todas las concepciones de la Iglesia son reconocidas por lo que son, como la más triste acuñación de moneda falsa que ha existido hecha con el fin de desvalorizar la naturaleza y los valores naturales: el sacerdote mismo es reconocido como lo que es, como la más peligrosa especie de parásito, como la verdadera araña venenosa de la vida... Nosotros sabemos, nuestra conciencia sabe hoy, qué valen en general aquellas funestas invenciones de los sacerdotes y de la Iglesia, de qué servirán, esto es, para conseguir aquel estado de damnificación de la humanidad, cuyo espectáculo produce náuseas, los conceptos de más allá, juicio final, inmortalidad del alma, el alma misma, sin instrumentos de tortura y sistemas de crueldad, en virtud de los cuales el sacerdote se hizo el amo y siguió siendo el amo... Todos saben esto, y sin embargo todo sigue igual. ¿Dónde ha ido a parar el último sentimiento del decoro, del respeto de sí mismo, si hasta nuestros hombres de Estado —por lo demás, una especie de hombres y de anticristianos bastante descocada en la práctica— se llaman aún hoy cristianos y toman la comunión?

¡Un joven príncipe a la cabeza de sus regimientos, espléndido como expresión del egoísmo y de la elevación de su pueblo, profesa sin pudor el cristianismo! Pero ¿que es lo que niega el cristianismo? ¿Qué es lo que llama mundo? El hecho de ser soldado, de ser juez, de ser patriota; el de defenderse, de atenerse al propio honor, de querer el propio provecho, de ser orgulloso... Toda práctica de cada momento, todo instinto, toda valoración que se convierte en hecho es hoy anti-cristiana; ¡qué aborto de falsedad debe ser el hombre moderno para no avergonzarse todavía de llamarse cristiano!

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Retrocedamos y contemos la verdadera historia del cristianismo. Ya la palabra cristiano es un equivoco: en el fondo no hubo más que un cristiano, y éste murió en la cruz. El Evangelio murió en la cruz. Lo que a partir de aquel momento se llamó evangelio era lo contrario de lo que él vivió; una mala nueva, un Dysangelium. Es falso hasta el absurdo ver la característica del cristiano en una fe, por ejemplo, en la fe de la redención por medio de Cristo: únicamente la práctica cristiana, el vivir como vivió el que murió en la cruz es lo cristiano... Aun hoy, tal vida es posible para ciertos hombres, y hasta necesaria: el verdadero, el originario cristianismo será posible en todos los tiempos. No una creencia, sino un obrar, sobre todo, un no hacer muchas cosas, un ser de otro modo... Los estados de conciencia, por ejemplo, una fe, un tener por verdadero —toda psicología sobre este punto— son perfectamente indiferentes y de quinto orden, comparados con los valores de los instintos: hablando más rigurosamente, toda la noción de causalidad espiritual es falsa. Reducir el hecho de ser cristianos, la cristiandad, al hecho de tener una cosa por verdadera, a un simple fenomenalismo de la conciencia, significa negar el cristianismo. En realidad, jamás hubo cristianos. El cristiano es simplemente una psicológica incomprensión de sí mismo. Si mira mejor en él verá que, a despecho de toda fe, dominan simplemente los instintos, ¡y qué instintos!

La fe fue en todos los tiempos, por ejemplo, en Lutero, sólo una capa, un pretexto, un telón, detrás del cual los instintos desarrollaban su juego; una hábil ceguera sobre la dominación de ciertos instintos... La fe —yo la he llamado ya la verdadera habilidad cristiana—; se habló siempre de fe, se obró siempre por sólo el instinto... En el mundo cristiano de las ideas no se presenta nada que tanto desflore la realidad; por el contrario, en el odio instintivo contra toda realidad reconocemos el único elemento impelente en la raíz del cristianismo. ¿Qué es lo que se sigue de aquí? Se sigue que también in psychologicis el error es radical, o sea determinador de la esencia, o sea de la sustancia. Quítese aquí una sola idea, póngase en su puesto una sola realidad, y todo el cristianismo se precipita en la nada. Mirando desde lo alto, este hecho, insólito entre todos los hechos, una religión no sólo plagada de errores, sino sólo creadora de errores nocivos, que envenenan la vida y el corazón, y hasta genial en inventarlos, es un espectáculo para los dioses, para divinidades, que lo son también los filósofos, y que yo, por ejemplo, he hallado, en aquellos famosos diálogos de Naxos. En el momento en que la náusea abandona a estas divinidades (¡y nos abandona a nosotros!) se hacen agradecidas al espectáculo que ofrecen los cristianos; aquella miserable pequeña estrella que se llama Tierra, merece acaso únicamente en gracia a este curioso caso una mirada divina, un interés divino... Nosotros estimamos muy poco el cristianismo: el cristiano falso hasta la inocencia deja atrás a los monos; respecto de los cristianos, una conocida teoría de la descendencia es una pura amabilidad...

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El hecho del Evangelio se decide con la muerte, está suspendido de la Cruz... Precisamente la muerte, aquella muerte inesperada y vergonzosa, precisamente la cruz, que en general estaba reservada solamente a la canalla, sólo esta horrible paradoja puso a los discípulos frente al verdadero enigma: ¿quién era éste?, ¿qué era esto? El sentimiento sacudido y profundamente ofendido, la sospecha de que semejante muerte pudiera ser la refutación de su causa, el terrible signo de interrogación ¿por qué precisamente así?, este estado de ánimo se comprende harto fácilmente. Aquí todo debía ser necesario, tenía un sentido, una razón, una altísima razón, el amor de un discípulo no conoce el azar. Sólo entonces se abrió el abismo: ¿quién lo abrió?, ¿quién fue su enemigo natural? Esta pregunta fue lanzada como un relámpago. Respuesta: el judaísmo “dominante”, su clase más alta. Desde aquel momento los hombres se sintieron en rebelión contra el orden social, al punto se sintió a Jesús como en rebelión contra el orden social. Hasta entonces faltaba en su figura este rasgo belicoso, negador, por la palabra y la acción; aún es más: era todo lo contrario. Evidentemente, la pequeña comunidad no comprendió justamente lo principal, lo que constituía un modelo en este modo de morir: la libertad, la superioridad sobre todo sentimiento de rencor; ¡signo de cuán poco se comprendía de él en general! En sí, Jesús, con su muerte, no pudo querer otra cosa que dar públicamente la prueba, la demostración poderosa de su doctrina... Pero sus discípulos estaban muy lejos de perdonar su muerte, lo que habría sido evangélico en el más alto sentido, o de “ofrecerse” a semejante muerte con dulce y amable tranquilidad de corazón... Prevaleció el sentimiento menos evangélico: la venganza. Era imposible que la causa concluyese con esa muerte: hubo necesidad de represalias, de juicio (y, sin embargo, ¿qué cosa menos evangélica que la represalia, el castigo, el juzgar?) Una vez más pasó al primer término la expectación popular de un Mesías; se tomó en consideración un momento histórico: el reino de Dios había de venir para juzgar a sus enemigos... Pero con esto se confundió todo: ¡el reino de Dios considerado como acto final, como promesa! El Evangelio, sin embargo, había sido precisamente la existencia, el cumplimiento, la realidad de este reino de Dios. Entonces precisamente se introdujo en el tipo del maestro todo el desprecio y la amargura contra los fariseos y los teólogos, ¡y con esto se hizo de él un fariseo y un teólogo! Por otra parte, la salvaje veneración de estas almas salidas completamente de sus quicios no toleró ya la igualdad de 54todos los hombres como hijos de Dios, igualdad evangélica que Jesús había predicado; su venganza consistió en levantar en alto a Jesús de un modo extravagante, en separarlo de ellos; lo mismo que en otro tiempo los hebreos, para vengarse de sus enemigos, separaron de ellos a su propio Dios y lo elevaron en alto. El Dios único, el único hijo de Dios; ambos son productos del rencor...

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Entonces surgió un absurdo problema: ¿cómo pudo Dios permitir esto? A esta pregunta, la razón de la pequeña comunidad perturbada encontró una respuesta terriblemente absurda: Dios dio su hijo para la remisión de los pecados, como víctima. ¡De este modo se concluyó de un golpe con el Evangelio! ¡El sacrificio expiatorio, en su forma más repugnante y bárbara, el sacrificio del inocente por los pecados de los pecadores! ¡Qué horrible paganismo! Jesús había abolido el mismo concepto de culpa; negado todo abismo entre Dios y el hombre; había concebido esta unidad entre Dios y el hombre como su buena nueva... ¡Y no como privilegio! Desde aquel momento se llegó, gradualmente, a crear el tipo de redentor: la doctrina del juicio y del retorno, la doctrina de la muerte como una muerte expiatoria, la doctrina de la resurrección, con la que es anulado todo el concepto de bienaventuranza, la única y total realidad del Evangelio, en provecho de un estado subsiguiente a la muerte... Pablo logificó luego sobre esta concepción, sobre esta imprudente concepción, con aquella desfachatez rabínica que le distinguía en todas las ocasiones: “si Cristo no resucitó después de la muerte, nuestra fe es vana”. Y de golpe se hizo del Evangelio la más despreciable de todas las promesas irrealizables: la impúdica doctrina de la inmortalidad personal... ¡Pablo mismo la predicó como una recompensa!...

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Se ve lo que acaba con la muerte en la Cruz: una disposición nueva y completamente original para un movimiento budístico de paz, para una efectiva y no sólo prometida felicidad en la tierra. Porque ésta sigue siendo —ya lo he puesto de relieve— la diferencia fundamental entre las dos religiones de decadencia: el budismo no promete, sino que cumple; el cristianismo lo promete todo, pero no cumple nada.

A la buena nueva siguió de cerca la pésima nueva: la de Pablo. En Pablo se encarna el tipo opuesto al de buen mensajero, el genio del odio, de la inexorable lógica del odio. ¿Qué ha sacrificado al odio este disangelista? Ante todo, el redentor: le clavó en la cruz. La vida, el ejemplo, la doctrina, la muerte, el sentido y el derecho de todo el Evangelio, nada existió ya, cuando este monedero falso, movido por el odio, comprendió qué era lo que únicamente necesitaba. ¡No la realidad, no la verdad histórica! Y una vez más el instinto sacerdotal de los hebreos cometió el mismo gran delito, contra la Historia: borró simplemente el ayer, el antes de ayer del cristianismo; inventó por sí una historia del primer cristianismo. Aún más: falsificó una vez más la historia de Israel, para que apareciera como la prehistoria de su obra; todos los profetas han hablado de su redentor... La Iglesia falsificó más tarde hasta la historia de la Humanidad, haciendo de ella la prehistoria del cristianismo... El tipo del redentor, su doctrina, su práctica, su muerte, el sentido de la muerte, hasta lo que sucede después de la muerte, nada permaneció intacto, nada permaneció ni siquiera semejante a la realidad. Lo que hizo Pablo fue simplemente transferir el centro de gravedad de toda aquella existencia detrás de tal existencia, en la mentira del Jesús resucitado. En el fondo, tuvo necesidad de la muerte en la Cruz y de algo más... Creer sincero a Pablo, que tenía su patria en la sede principal de la luminosa filosofía estoica, cuando con una alucinación se dispone la prueba de la supervivencia del redentor, o bien prestar fe a su relación de haber él mismo tenido esta alucinación, sería, por parte de un filósofo, una verdadera necedad: Pablo quiere el fin, por consiguiente, quiere los medios... Lo que él mismo no creía, lo creyeron los idiotas entre los cuales sembró él su doctrina.

Su necesidad era el poder: con Pablo, el sacerdote quiere una vez más el poder; sólo podía servirse de ideas, teorías, símbolos con los que se tiraniza a las masas y se forman los rebaños. ¿Qué es lo que Mahoma únicamente tomó a préstamo, más tarde, del cristianismo? La invención de Pablo, su medio para llegar a la tiranía del sacerdote: la creencia en la inmortalidad, o sea la doctrina del juicio...

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Si se coloca el centro de gravedad de la vida no en la vida, sino en el más allá —en la nada—, se ha arrebatado el centro de gravedad a la vida en general. La gran mentira de la inmortalidad personal destruye toda razón, toda naturaleza en el instinto; todo lo que en los instintos es benéfico, favorable a la vida; todo lo que garantiza el porvenir despierta desde entonces desconfianza. Vivir de modo que la vida no tenga ningún sentido, es ahora el sentido de la vida... ¿A qué fin solidaridad, a qué fin gratitud por el origen y por los antepasados, a qué fin colaborar con confianza, promover y proponerse un bien común?... Éstas son otras tantas tentaciones, otras tantas desviaciones del justo camino: una sola cosa es necesaria... No se puede mirar con bastante desprecio la doctrina según la cual cada uno de nosotros, en calidad de alma inmortal, tiene igual categoría que los demás; y en la colectividad de todas las criaturas la salvación de cada individuo puede pretender una importancia eterna, y todos los hipócritas y semilocos (Dreiviertes-Verrückte) pueden imaginar que por su amor las leyes de la Naturaleza serán constantemente infringidas; no se puede mirar con bastante desprecio semejante elevación de toda clase de egoísmos que llega al infinito, a la impudicia...

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