El conde Vorhalas alzó las cejas, escéptico.
—¿Qué tipo de galones cree usted que logrará, almirante Vorkosigan?
—Creo que logrará unos galones espantosos —dijo con franqueza el conde Vorkosigan—. Aunque, si puede evitar ser estrangulado por sus superiores por… exceso de iniciativa, me parece que podrá ser un buen oficial del Estado Mayor algún día.
Vorhalas se avino con un gesto renuente. Los ojos de Miles resplandecían como hogueras, reflejando los ojos de su padre.
Tras dos días de testimonios y maniobras entre bastidores, el Consejo votó unánimemente la absolución. Entre otras cosas, Gregor ocupó su lugar por el derecho que le correspondía como conde Vorbarra y emitió un resonante «inocente» cuando se requirió el cuarto voto, en vez de la habitual abstención acostumbrada por el emperador. El resto se alineó mansamente.
Algunos de los más antiguos oponentes políticos del conde Vorkosigan parecieron más bien escupir, pero únicamente el conde Vorhalas votó abstención. El conde Vorhalas jamás había sido del partido de Vordrozda y no tenía manchas de asociación que lavar.
—Cojonudo bastardo —comentó el conde Vorkosigan e intercambió un saludo familiar con su más estrecho enemigo a través del salón—. Ya me gustaría que todos tuvieran su firmeza, si no sus opiniones.
Miles permaneció sentado en silencio, absorbiendo este triunfo tan mitigado. Elena habría estado prudente, después de todo.
Pero no feliz. Los halcones de caza no viven en jaulas, no importa cuánto ambicione un hombre su gracia, no importa cuán doradas sean las barras. Son mucho más hermosos remontándose libres. Desgarradoramente hermosos.
Suspiró, y se levantó para ir a luchar con su destino.
Los viñedos que coronaban las faldas escalonadas del lago, en Vorkosigan Surleau, estaban empañados de un nuevo verdor. La superficie del agua brillaba con un cálido soplo de aire, salpicada de monedas de plata. Alguna vez había sido costumbre poner monedas en los ojos de los muertos, había leído Miles, para su viaje; parecía apropiado. Imaginó las monedas hundidas en el lago, apilándose hasta emerger un formar una nueva isla.
Los terrones estaban fríos y húmedos todavía: el invierno se demoraba aún bajo la superficie del suelo. Pesado. Arrojó por encima del hombro una palada desde el pozo que estaba cavando.
—Tus manos están sangrando —observó su madre—, podías hacer esto en cinco segundos con un arco de plasma.
—La sangre —dijo Miles —lava el pecado. El sargento decía eso.
—Ya veo.
No puso más objeciones, sino que se sentó en silencio, acompañándole, con la espalda recostada contra un árbol, mirando al lago. Era su educación betana, suponía Miles; su madre jamás parecía cansarse de contemplar deleitada el agua contra el cielo abierto.
Terminó al fin. La condesa Vorkosigan le ofreció una mano para que saliera del pozo. Miles tomó el control de la camilla flotante y enterró la caja oblonga, que había esperado pacientemente todo ese tiempo por su descanso. Bothari siempre le había esperado pacientemente.
Recubrirla de tierra fue un trabajo más rápido. La piedra que su padre había ordenado no estaba terminada todavía; labrada a mano, como las del resto de la familia. El abuelo de Miles descansaba no lejos de allí, junto a su abuela, a la que Miles no llegó a conocer, muerta décadas atrás durante la guerra civil barrayarana. Su mirada se demoró un momento, de un modo incómodo, en el doble espacio reservado al lado de su abuelo, sobre la falda, y perpendicular a la tumba del sargento. Pero esa carga todavía estaba por venir.
Puso un plato de cobre sobre un trípode, al pie de la tumba. En él apiló ramitas de enebro de las montañas y un mechón de su propio pelo. Sacó entonces de su bolsillo una chalina de color, la abrió cuidadosamente y puso un bucle de cabello oscuro más fino entre las ramas. Su madre agregó una mecha de corto pelo gris y una gruesa, generosa trenza de su propio cabello rojizo, y se retiró a cierta distancia.
Miles, tras una pausa, puso la chalina junto al cabello.
—Me temo que fui una Baba de lo más inadecuada —susurró disculpándose—. Jamás me propuse mofarme de ti. Pero Baz la ama, cuidará bien de ella… Mi palabra fue muy fácil de dar, muy difícil de mantener. Pero… ¡Vaya, vaya! —Agregó pedacitos de cortezas aromáticas—. Vas a descansar cálido aquí, mirando cómo el lago cambia su rostro, de invierno a primavera, de verano a otoño. Ningún ejército marcha aquí, e incluso las noches más cerradas no son completamente oscuras. Seguramente Dios no te pasará por alto, en un sitio como éste. Habrá gracia y perdón suficientes, viejo lobo, aun para ti. —Encendió la ofrenda—. Te ruego que me guardes un trago de esa copa cuando te hayas saciado.
El ejercicio de acoplamiento de emergencia al muelle fue convocado en medio del ciclo nocturno, naturalmente. Probablemente él lo habría dispuesto del mismo modo, pensó Miles mientras se apresuraba con sus camaradas cadetes por los pasillos de la plataforma de armas orbitales. Para su grupo, las cuatro semanas de entrenamiento orbital debían terminar mañana.
Llegó al pasillo de la lanzadera que tenía asignada al mismo tiempo que su correcluta y que el instructor. La cara del instructor era una máscara de neutralidad. El cadete Kostolitz examinó a Miles con acritud.
—¿Todavía llevas ese venablo para cerdos, eh? —dijo Kostolitz, con un irritado gesto dirigido a la daga que Miles llevaba en la cintura.
—Tengo permiso —respondió Miles tranquilamente.
—¿Duermes con eso?
Una breve, suave sonrisa.
—Sí.
Miles consideró el problema de Kostolitz. Los accidentes de la historia barrayarana garantizaban que tendría que habérselas con la conciencia de clase de sus oficiales a todo lo largo de su carrera en el Servicio Imperial, agresiva como la de Kostolitz o en formas más sutiles. Debía aprender a soportar el asunto no solamente bien, sino de un modo constructivo si quería que sus oficiales le brindaran lo mejor de sí mismos.
Tuvo la misteriosa sensación de ser capaz de ver a través de Kostolitz, del mismo modo en que un médico ve a través de un cuerpo con sus instrumentos de diagnóstico. Cada giro y desgarro y desgaste emocional, cada incipiente cáncer de resentimiento generado por estos hechos, le parecía subrayado en rojo en el ojo de su mente. Paciencia. El problema se mostraba a sí mismo con creciente claridad. La solución llegaría a su tiempo, oportunamente. Kostolitz podía enseñarle mucho. Este ejercicio de entrada en el muelle podía resultar interesante, después de todo.
Kostolitz había adquirido un delgado brazalete verde desde la última vez que los habían puesto juntos, advirtió Miles. Se preguntó a qué talento, de entre los instructores, se le había ocurrido esa idea. Los brazaletes eran, más bien, como obtener una estrella dorada en un escrito, pero al revés: el verde representaba herida en los ejercicios de instrucción; el amarillo, muerte, a juicio de cualquier instructor que estuviese arbitrando la catástrofe simulada. Muy pocos cadetes se las arreglaban para escapar de estos ciclos de entrenamiento sin una colección de brazaletes. Miles se había encontrado el día anterior con Ivan Vorpatril, quien exhibía dos verdes y uno amarillo, no tan mal como el desafortunado camarada que había visto la noche pasada en el comedor, quien lucía cinco amarillos.
La manga no condecorada de Miles estaba llamando la atención de los instructores, últimamente, un poco más de lo que él deseaba realmente. La notoriedad tenía un lado agradable; algunos de los más vivos entre sus colegas cadetes rivalizaban silenciosamente por tener a Miles en su grupo, como repelente contra brazaletes. Por supuesto, los verdaderamente vivos le evitaban ahora como la plaga, al darse cuenta de que estaba empezando a atraer el fuego. Miles se sonreía a sí mismo, en alegre presentimiento de algo realmente solapado y bajo cuerda próximo a suceder. Cada célula de su cuerpo parecía estar alerta y cantando.
Kostolitz, con un sofocado bostezo y un último gruñido a la aristocrática daga decorativa de Miles, comenzó a comprobar la banda de estribor de la lanzadera. Miles hizo lo propio con la banda de babor. El instructor flotaba entre ellos, mirando atentamente por encima de sus hombros. Había sacado algo bueno de sus aventuras con los Mercenarios Dendarii, reflexionó Miles; su náusea por el vacío había desaparecido, un inesperado beneficio colateral del trabajo que el cirujano de Tung había hecho con su estómago. Pequeños privilegios.
Kostolitz estaba trabajando rápidamente, según vio Miles por el rabillo del ojo. Les estaban controlando el tiempo. Kostolitz contó las máscaras de aire de emergencia por el plexiglás de su estuche y continuó deprisa. Miles estuvo a punto de hacerle una sugerencia, pero apretó la mandíbula; no sería apreciada. Paciencia. Artículo. Artículo…, equipo de primeros auxilios, correctamente, en su sitio. Automáticamente sospechoso, Miles lo abrió y lo comprobó para ver que todo su contenido estuviera ciertamente intacto. Cinta adhesiva, torniquetes, venda de plástico, medicinas, oxígeno de emergencia… no había sorpresas ocultas allí. Deslizó una mano hasta el fondo de la caja y contuvo el aliento… ¿Explosivo plástico? No, solamente una pelota de goma de mascar.
Kostolitz había terminado y esperaba impacientemente cuando Miles llegó a la parte de delante.
—Eres lento, Vorkosigan.
Kostolitz apretó su tablilla de informes en la ranura de lectura y se deslizó en el asiento del piloto.
Miles advirtió un interesante bulto en el bolsillo del pecho del instructor. Se palpó sus propios bolsillos y ensayó una sonrisa de contrariedad.
—Oh, señor —le dijo amablemente al instructor—. Me parece que he perdido mi lápiz óptico. ¿Puedo pedirle prestado el suyo?
El instructor se lo arrojó de mala gana. Miles parpadeó. Además del lápiz óptico, el bolsillo del instructor contenía tres máscaras de respiración de emergencia, plegadas. Un número interesante, tres. Cualquiera en una estación espacial podría llevar una máscara en el bolsillo como cosa habitual, pero ¿tres? Sin embargo, había una docena de máscaras de respiración listas, al alcance de la mano. Kostolitz acababa de comprobarlas… No, Kostolitz acababa de contarlas tan sólo.
—Los lápices ópticos son un problema habitual —dijo el instructor con frialdad—, se supone que debéis llevarlo encima. Vosotros los negligentes vais a hacer que la Oficina de Contabilidad nos caiga encima a nosotros uno de estos días.
—Sí, señor. Gracias, señor. —Miles firmó su nombre con una rúbrica, se llevó el lápiz al bolsillo y sacó dos entonces—. Oh, aquí está el mío. Lo siento, señor.
Entró su tablilla de informes y se acomodó en el asiento del copiloto. Con el asiento al límite de su ajuste hacia adelante, alcanzaba justo a los pedales de control. El equipamiento imperial no era tan flexible como lo había sido el de los mercenarios. No importaba. Se aleccionó a sí mismo para prestar estricta atención. Aún era torpe en el manejo de los controles de lanzadera, pero un poco más de práctica y nunca más volvería a estar a merced de un piloto de lanzaderas para transportarse.
No obstante, ahora era el turno de Kostolitz. Miles quedó comprimido en su asiento acolchado por la aceleración, cuando la lanzadera se libró de su ajuste y empezó a impulsarse hacia la estación asignada. Máscaras de aire. Listas de control. Suposiciones. Kostolitz el pendenciero. Suposiciones… Los nervios de Miles se extendieron solos, con paciencia de araña, investigando. Los minutos se arrastraban.
Un agudo estallido y un silbido llegaron desde el fondo de la cabina. El corazón de Miles daba bandazos y comenzó a latir violentamente, a pesar de su previsión. Se dio la vuelta y lo comprendió de un vistazo, como cuando el resplandor de un relámpago revela los secretos de la oscuridad. Kostolitz maldijo violentamente. Miles susurró.
—¡Ja!
Un agujero dentado en el panel de estribor de la lanzadera estaba dejando salir un espeso gas verde; una tubería de refrigeración había estallado, como por el impacto de un meteoro. El «meteoro» había sido indudablemente explosivo plástico, ya que emanaba hacia dentro y no hacia afuera de la cabina. Por otra parte, el instructor estaba sentado todavía, observándolos. Kostolitz pegó un salto en busca del estuche de las máscaras respiratorias de emergencia.
Miles, en cambio, se lanzó a por los controles. Invirtió de golpe el circuito de ventilación, de reciclaje a salida exterior, y, en un movimiento sin pausa, accionó los impulsores laterales de posición a máxima aceleración. Tras un instante de gemidos, la lanzadera empezó a virar y luego a girar alrededor de un eje que pasaba por el centro de la cabina. Miles, el instructor y Kostolitz fueron arrojados hacia adelante. El gas refrigerante, más pesado que la mezcla atmosférica de la nave, comenzó a juntarse contra la pared posterior de la cabina en oleadas nocivas, por la influencia de esa gravedad artificial de lo más simple.
—¡Bastardo loco! —gritó Kostolitz, embrollado con una máscara respiratoria—. ¿Qué estás haciendo?
La expresión del instructor fue primero un eco de la de Kostolitz; luego, súbitamente, se iluminó. Se acomodó nuevamente en el asiento, del que había empezado a salir disparado, aferrándose con firmeza y observando, los ojos fruncidos con interés.
Miles estaba demasiado ocupado para responder. Kostolitz se daría cuenta de ello en breve, estaba seguro. Kostolitz se puso la máscara y trató de inhalar. Se la arrancó de la cara y la arrojó a un lado, al tiempo que echaba mano de la segunda de las tres que se había traído. Miles trepó por la pared en busca de la caja de primeros auxilios.
La segunda máscara respiratoria pasó a su lado. Depósitos vacíos, sin duda. Kostolitz había contado las máscaras sin comprobar su estado de funcionamiento. Miles logró abrir la caja y sacó un entubado IV y dos conectores Y. Kostolitz arrojó a un lado la tercera máscara y comenzó a trepar por la pared de estribor para alcanzar más máscaras respiratorias. El gas refrigerante provocaba una acre y ardiente hediondez en la nariz de Miles, pero la nociva concentración del mismo permanecía en el otro extremo de la cabina, por ahora.
Un aullido de rabia y miedo, interrumpido por la tos, provino de Kostolitz, mientras manoseaba las máscaras comprobando finalmente su estado de uso. Los labios de Miles se estiraron hacia atrás en una perversa sonrisa. Sacó la daga de su abuelo de la vaina, cortó el entubado IV en cuatro piezas, insertó los conectores Y, los selló con vendaje plástico, conectó el aparato —parecido a una pipa narguile —a la salida del tubo de oxígeno reservado para emergencias médicas y se deslizó hacia el instructor.