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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

El Árbol del Verano (38 page)

BOOK: El Árbol del Verano
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«Tabor». Y no era nombrado por el chamán después de un sueño: era llamado por el propio dios. Una sensación de temor invadió a Ivor, como si estuviera solo en toda la Llanura. A su lado sólo había una sombra, pero era la del dios. Cernan conocía su nombre: Tabor dan Ivor había sido llamado.

El jefe se sintió arrastrado de nuevo bruscamente a la realidad del campamento por el agudo grito de una mujer. Liane, desde luego. Lo sabía sin necesidad de verlo. Corriendo como loca a través del círculo, casi derribando al chamán, se precipitó junto a Tabor; ya no era el rojo espíritu de la danza y el fuego: ahora era sólo una muchacha que, temblando como el azogue, se abrazaba a su hermano. Levon también estaba con ellos; su rostro sincero se iluminaba con una sonrisa de alegría. Los tres juntos. Uno rubio, otro moreno, otra morena. Sus hijos.

Así pues, Tabor estaría mañana en el bosquecillo de Faelinn. Ante esa idea miró por encima de ellos y vio que Torc lo estaba mirando. Recibió una sonrisa y un gesto tranquilizador de aquel hombre cetrino, y después, no sin sorpresa, otro tanto del gigantón Davor, que tanta suerte les había procurado. Tabor sería vigilado en el bosque.

Miró a Leith al otro lado del anillo de fuego. Y, con un estremecimiento de su corazón, vio cuan hermosa era, cuan hermosa era todavía, y luego vio lágrimas en sus ojos. Su hijo más pequeño, pensó, una madre y su hijo más pequeño. Y experimentó de pronto una arrolladora sensación de lo asombrosas, extrañas y profundamente ricas que eran las cosas. Esa sensación le llenó y le desbordó el corazón. Pero no pudo retenerla mucho tiempo: era demasiado fuerte.

Y, saliendo al círculo de fuego, movido por una música que salía de su interior, Ivor, el jefe, que no era en modo alguno demasiado viejo, danzó su alegría para todos sus hijos, para todos ellos.

Capítulo 12

Tabor, al fin y al cabo, no era ningún niño. El hijo de Ivor, el hermano de Levon, sabía muy bien dónde podía dormir en el bosque durante la noche. Estaba bien abrigado y escondido y podía moverse con facilidad si lo necesitaba. Torc observó con aprobación sus movimientos.

Él y Davor habían vuelto de nuevo al bosquecillo de Faelinn. El huésped, de modo sorprendente, había optado por retrasar su viaje hacia el sur para poder vigilar al niño en su compañía. Tabor, pensó Torc, le había causado una magnífica impresión. No era raro: él también quería a aquel niño. Como era característico en él, no se le había pasado por la imaginación que él mismo podía ser otra razón para que Davor quisiera quedarse unos días más.

Torc tenía otras cosas en que pensar. De hecho, había tenido sus reparos acerca de la posibilidad de salir acompañado aquella noche. Desde la celebración del banquete había estado buscando la soledad y la oscuridad. Habían ocurrido demasiadas cosas y demasiado deprisa. Mucha gente había ido a abrazarlo después de la danza de Liane. Y, durante la noche, mucho después de que se hubieran apagado las hogueras, Kerrin dal Ragin se había deslizado en la habitación que Levon se había empeñado en que ocupara dentro del campamento. Levon había sonreído mientras hablaban de ello y, cuando Kerrin apareció en la puerta, Torc entendió con retraso por qué sonreía. Kerrin era muy hermosa y muy celebrada entre los cazadores; su risa y su perfume eran cosas a las que no estaba acotumbrado un proscrito.

Había sido muy agradable, más que agradable. Pero lo que había seguido tras su llegada, en su lecho, no le dejó tiempo ni tranquilidad para pensar en todo lo que había sucedido.

Había tenido necesidad de estar solo, pero la compañía de Davor era lo mejor que le había sucedido después. El hombretón parecía inclinado al silencio y Torc se daba cuenta de que también el extranjero tenía muchas cosas en que pensar. En cualquier caso, estaban allí para cuidar de Tabor y él no hubiera querido encontrarse con un urgach solo.

El jefe le había dado a Davor un hacha, que era el arma más apropiada para alguien tan alto que además no estaba adiestrado en el manejo de la espada.

Y así, los dos hombres con sus armas en la mano se habían instalado, apoyados en sendos árboles, cerca del lugar donde dormía Tabor. Era una noche pacífica y agradable.

Torc, que al parecer ya no era un proscrito, hizo retroceder sus pensamientos más allá de la belleza de Kerrin, de sus sedosos cabellos, más allá de la llamada de Tabor por el dios, más allá de la ruidosa reacción de la tribu ante lo que él y Davor habían hecho, y los detuvo en un momento concreto que era el centro de todo, el momento por el cual necesitaba oscuridad y soledad.

Liane lo había besado cuando hubo terminado su danza.

Acariciando con sus dedos el mango del hacha, y disfrutando de aquel contacto sólido y equilibrado, Dave se dio cuenta de que estaba muy satisfecho del nombre que le habían dado.

Davor. Sonaba mucho mejor que Dave. Davor el del Hacha. El Empuñador de Hachas.

Davor dan Ivor.

Este pensamiento lo detuvo. Lo desechó al instante, pues temía que aflorara fuera de él.

Junto a él, Torc estaba sentado en silencio, con la mirada perdida de sus oscuros ojos; parecía sumergido en un ensueño. «Bueno», pensó Dave, «supongo que no querrá ser nunca más un proscrito después de lo que ha sucedido la pasada noche.»

Le asaltó otro pensamiento al recordarla. También para él había sido una noche cansadora. Ni más ni menos que tres muchachas habían traspasado el umbral de la casa de Ivor para ir a la habitación donde dormía Dave; mejor dicho, donde no había dormido en absoluto.

«Dios», pensó al recordarlo, «apuesto a que nacen gran número de niños nueve meses después de uno de esos banquetes.» Y decidió que era una gran suerte ser uno de los jinetes de los dalreis, pertenecer a la tercera tribu y ser un hijo de Ivor…

Se incorporó de repente. Torc lo miró sin hacer ningún comentario. «Tienes un padre», se dijo a sí mismo con dureza, «una madre y un hermano; eres un estudiante de Derecho en Toronto y un jugador de baloncesto, por el amor de Dios.»

«¿En ese orden», recordó que le había dicho Kim en broma el día en que se conocieron; ¿o había Kevin invertido el orden cuando lo dijo? No podía recordarlo. El tiempo anterior a la travesía le parecía sorprendentemente lejano. Los dalreis eran reales, pensó Dave. El hacha, el bosque, Torc y su peculiar manera de ser. Y había aún más.

Dejó volar sus pensamientos hacia la noche pasada y esta vez se centraron en algo que le importaba mucho más de lo que era capaz de reconocer. Volvió a apoyarse en el tronco del árbol recordándolo.

Liane lo había besado cuando hubo terminado su danza.

Lo oyeron al mismo tiempo: algo crujía con fuerza entre los árboles.

Torc, hijo de los bosques y de la noche, lo reconoció al instante, pues sólo alguien que quisiera ser oído haría tanto ruido. Ni siquiera se molestó en moverse.

Sin embargo, Dave sintió que su corazón se sobresaltaba.

—¿Qué diablos es eso? —susurró con furia al tiempo que blandía el hacha.

—Creo que se trata del hermano de Liane —dijo Torc distraído, y sintió que enrojecía.

Ni siquiera a Dave, que no era precisamente un hombre que se destacara por su perspicacia, le pasó inadvertido su involuntario comentario. Cuando Levon emergió entre los árboles, los encontró a ambos sumidos en un silencio embarazoso.

—No podía dormir —explicó en tono de disculpa—. Creí conveniente venir a vigilar con vosotros. No es que me necesitéis, pero…

No había en sus palabras ni astucia ni arrogancia. El hombre que había llevado a cabo la suerte de Revor y que algún día sería el jefe de la tribu, estaba pidiéndoles su aprobación con toda timidez.

—Claro —dijo Dave—. Es tu hermano. Siéntate…

Torc hizo un pequeño gesto. El latido de su corazón iba recuperando su ritmo normal y pronto decidió que no le importaba que Davor conociese su secreto. Nunca había tenido un amigo, pensó de repente. Y ésta es una de las cosas que se hablan con los amigos.

Le gustaba que Levon hubiese venido al bosque; no había nadie como Levon. Además, la mañana anterior había hecho algo que él no estaba seguro hubiera podido hacer. La aceptación de este hecho era difícil para un hombre orgulloso. Otra persona habría odiado a Levon por su hazaña; pero, en cambio, a Torc le merecían todo su respeto ese tipo de reacciones. «Tengo dos amigos aquí conmigo», pensó.

Pero de ella sólo podía hablar con uno de ellos.

Y éste ahora estaba pasando un mal momento: Dave se había dado cuenta del error involuntario de Torc y necesitaba dar un paseo para analizarlo.

—Voy a ver cómo está —anunció—. Enseguida vuelvo.

Pero no solucionaría nada con pensar en ello. Ésas eran la clase de situaciones que Dave no podía soportar y prefería meter la cabeza bajo del ala. Procuraba no hacer ruido con el hacha que llevaba en las manos; trataba de moverse con sigilo, tal como le había dicho Torc.

—No es ni siquiera una situación —se dijo a sí mismo de pronto—, pues mañana me voy.

Había hablado en voz alta. Un pájaro nocturno batió de repente las alas a su lado y lo asustó.

Llegó al lugar donde estaba escondido Tabor, y muy bien escondido por cierto. A Torc casi le había costado una hora dar con él. Incluso escrutando con sumo cuidado el sitio, apenas pudo vislumbrar la figura del muchacho, encogida en el agujero que había elegido. Tabor debía de estar durmiendo, le había explicado Torc poco antes. El chamán le había dado un bebedizo infalible que abriría su mente para recibir lo que debía llegar cuando despertara.

Buen muchacho, pensó Dave. No tenía hermanos menores y ahora se preguntaba cómo se habría comportado con ellos. Bastante mejor que como lo había hecho Vince, pensó con amargura; endemoniadamente mejor que Vincent.

Contempló un poco más el escondrijo de Tabor y, tras comprobar que no había peligro alguno, se dio la vuelta. Pero como no tenía demasiadas ganas de reunirse de nuevo con los otros, Dave regresó por un camino distinto a través del bosque.

No vio de lejos el claro, sino que se encontró de golpe en él; se detuvo apenas a tiempo y se agachó del modo más silencioso posible.

Había un pequeño estanque que brillaba con el color de la plata a la luz de la luna. La hierba también era plateada; estaba cubierta por el rocío y olía muy bien, como si fuera recién brotada. Y un ciervo enorme estaba bebiendo de las aguas del estanque.

Dave retuvo el aliento y permaneció inmóvil. La escena a la luz de la luna era tan hermosa y serena que parecía un presente, un regalo. Mañana se marcharía, cabalgaría hacia Paras Derval, en la primera etapa de su viaje de regreso a casa. Nunca más volvería a estar en ese lugar ni volvería a ver una escena semejante.

«No tendré más remedio que llorar», pensó, consciente de que tal pensamiento estaba a años luz de sus habituales mecanismos mentales. Pero es que también él estaba a años luz.

Y luego, con los cabellos erizados, Dave se dio cuenta de que había alguien más en el claro del bosque.

Supo, antes incluso de mirar, qué le había causado el pavor: la presencia de aquella criatura se había manifestado de un modo que no acertaba a comprender. El aire y la luz de la luna se reflejaban en ella.

En silencio y muerto de miedo, Dave vio a una mujer con un arco, de pie no lejos del lugar donde él se había agachado para esconderse. Estaba vestida de verde de la cabeza a los pies y sus cabellos tenían el mismo color plateado que la luz de la luna. Era muy alta y arrogante, pero no podía decir si era joven o vieja, o de qué color eran sus ojos, porque había una luz en su rostro que le hacía apartar la mirada, confundido y asustado.

Todo sucedió en un instante. Otro pájaro emprendió de pronto su vuelo, batiendo sonoramente sus alas. El ciervo, una magnífica criatura, rey del bosque, levantó su cabeza asustado. Por el rabillo del ojo —pues no se atrevía a mirarla de frente— Dave vio que la mujer tensaba una flecha en su arco. Durante un instante, un simple latido del tiempo, la escena se le antojó un friso: el ciervo con la cabeza levantada listo para huir, la luz de la luna que iluminaba el claro y se reflejaba en el agua, la cazadora con el arco.

Luego la flecha salió disparada y se clavó en el largo e indefenso cuello del ciervo.

Dave se condolió por el animal, por la sangre derramada sobre la hierba plateada, por la caída fulminante de tan hermosa criatura.

Lo que a continuación sucedió hizo salir de lo más profundo de su alma un grito sofocado. Donde yacía el ciervo surgió un resplandor. Al principio parecía un rayo de luna; luego se oscureció y tomó forma y cuerpo y, por fin, Dave vio que otro ciervo se erguía idéntico, impertérrito, incólume y majestuoso junto al cuerpo del ciervo muerto.

Permaneció quieto un momento; enseguida inclinó sus cuernos en homenaje a la cazadora y salió del claro del bosque.

En lo sucedido se evidenciaba el poder de la Luna; sintió en su interior dolor y una conciencia alterada de sí mismo…

—¡Quieto! ¡Quiero verte antes de matarte!

… Una conciencia de su propia mortalidad.

Con piernas temblorosas, Dave se levantó ante la diosa del arco. Vio, sin sorpresa, que el arco se elevaba a la altura de su corazón, sabía con absoluta certeza que él no podría incorporarse para inclinarse ante ella una vez que aquella flecha se clavara en su pecho.

—¡Ven aquí!

Una curiosa y extraña calma invadió a Dave mientras avanzaba a la luz de la luna. A sus pies dejó caer el hacha, brillante, sobre la hierba.

—¡Mírame!

Exhalando un profundo suspiro, Dave levantó sus ojos y la miró lo mejor que pudo, pese al resplandor de su rostro. Comprobó que era hermosa, más hermosa de lo que esperaba.

—Ningún hombre de Fionavar —dijo la diosa— puede ver a Ceinwen cazando.

Sus palabras le dejaban una oportunidad, pero era vulgar, superficial y degradante. No quería aprovecharla.

—¡Diosa! —se oyó decir a sí mismo, asombrado de su propia calma—. No era ésa mi intención, pero si hay un precio que pagar, lo pagaré.

El viento estremecía la hierba.

—Podrías haber contestado de otra manera, Dave Martyniuk —dijo Ceinwen.

Dave no contestó.

Una lechuza salió de pronto volando del árbol que había tras él, cruzó como una sombra la luz de la luna creciente y se alejó. El tercer pájaro, pensó una parte de su conciencia.

Luego oyó las cuerdas del arco al ser tensadas.

«Estoy muerto», tuvo tiempo de pensar antes de que la flecha se clavara con un ruido sordo a escasos siete centímetros por encima de su cabeza.

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