El Arca de la Redención (51 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Arca de la Redención
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—Pues no he muerto.

—Eso es porque he sido tan amable de dejarlo pasar con una simple advertencia. Escorpio estaba vestido y seco. Se sentía mejor que cuando había aparecido en el huevo.

—¿Y qué más me da, Remontoire? Me acabas de proporcionar el medio perfecto para matarme, en lugar de permitir que la convención lo haga por mí.

—No te voy a entregar a la convención.

—Un poco de justicia privada, entonces. ¿Se trata de eso?

—Tampoco.

Remontoire hizo girar su asiento hasta quedar frente al extravagante cuadro de mandos. Lo tocó como un pianista, con las manos extendidas, sin necesidad de mirar lo que hacían sus dedos. Por encima del panel, y a cada lado de la cabina, se abrieron unas ventanillas en lo que hasta entonces era acero azul. La iluminación de la cabina cayó bruscamente. Escorpio oyó que se modificaba el agudo tono del rugido de los propulsores y su estómago registró un cambio del eje de gravedad. Un enorme creciente ocre se alzaba por detrás de la escena. Era Yellowstone, y la mayor parte de lo que se veía del planeta estaba envuelto en la noche. La nave de Remontoire se encontraba aproximadamente en el mismo plano que el Cinturón Oxidado. La ristra de hábitat apenas resultaba visible sobre la parte iluminada por el sol (solo era un espolvoreo oscuro, como una fina línea de canela), pero por detrás del terminador formaba una hebra enjoyada que brillaba y destellaba cuando los hábitat precesionaban o adelantaban sus inmensos espejos y focos. Resultaba impresionante, pero Escorpio sabía que no era más que una sombra de lo que fue antaño. Antes de la plaga había diez mil hábitats, y ya solo quedaban unos cuantos cientos que de verdad se utilizaran. Pero en la noche, los naufragios se desvanecían y solo perduraba el rastro de polvo de hada de las ciudades iluminadas, y casi era como si la rueda del tiempo nunca hubiera girado.

Detrás del cinturón, Yellowstone parecía dolorosamente cercano. Casi se podía oír el murmullo urbano de Ciudad Abismo que se elevaba zumbón a través de las nubes, como un seductor canto de sirena. Escorpio pensó en las guaridas y las fortalezas que los cerdos y sus aliados mantenían en las zonas más profundas del Mantillo de la ciudad, un purulento imperio al margen de la ley, compuesto por numerosos feudos criminales interconectados. Tras escapar de Quail, Escorpio había ingresado en ese imperio en el nivel más bajo, como un inmigrante lleno de cicatrices, sin apenas un recuerdo intacto en su cabeza aparte de cómo permanecer vivo hora tras hora en un peligroso entorno desconocido y, lo que era igual de importante, cómo volver en su favor el aparato de ese entorno. Esa era al menos una cosa que le debía a Quail. Pero eso no significaba que le estuviera agradecido.

Escorpio recordaba muy poco de su vida antes de conocer a Quail, y era consciente de que casi todo lo que recordaba eran memorias de segunda mano pues, aunque solo había logrado reconstruir los detalles principales de su existencia previa (su vida a bordo del yate), su subconsciente no había tardado nada en llenar los dolorosos huecos que quedaban con todo el entusiasmo de un gas que se expande en el vacío. Y cuando rememoraba esos recuerdos, que no eran en sí mismos del todo reales, no podía evitar añadirles aún más detalles sensoriales. Era posible que las memorias concordaran con precisión con lo que realmente había ocurrido, pero Escorpio no tenía modo de saberlo con seguridad. Y, de todos modos, no suponía ninguna diferencia en lo que a él concernía. Ya nadie podría contradecirlo. Los que hubieran podido hacerlo estaban todos muertos, masacrados a manos de Quail y sus amigos.

El primer recuerdo claro que tenía Escorpio de Quail se contaba entre los más escalofriantes. Había recuperado la consciencia tras un largo período de sueño, o algo más profundo que el sueño. Se encontraba en una sala acorazada y fría, junto a otros once cerdos, desorientados y temblorosos, casi como él cuando había despertado a bordo de la nave de Remontoire. Llevaban ropas confeccionadas de modo rudimentario, cosidas a partir de rígidos remiendos de tela oscura y manchada. Quail estaba allí con ellos, un humano alto y mejorado asimétricamente al que Escorpio identificó como miembro de los ultras o quizá de alguna de las otras facciones que a veces se dejaban llevar por el quimerismo, como los skyjacks o los dragadores de atmósferas. También había otros humanos mejorados, media docena que se apelotonaban detrás de Quail. Todos llevaban armas, que iban desde cuchillos a pistolas de raíles de baja velocidad y amplio calibre, y todos contemplaban a los cerdos reunidos con indisimuladas ganas. Quail, cuyo idioma Escorpio comprendió sin esfuerzo, les explicó que los doce cerdos habían sido trasladados al interior de la nave (pues la sala se encontraba en un navío mucho mayor) para entretener a su tripulación tras una serie de negocios poco lucrativos.

Y en cierto sentido, aunque quizá no en el que Quail pretendía, así había sido. La tripulación pensaba en una cacería, y durante un rato fue eso lo que tuvieron. Las reglas eran bastante sencillas: se permitía a los cerdos correr libremente por la nave de Quail y esconderse allí donde desearan, así como improvisar herramientas y armas con lo que tuvieran a mano. Tras cinco días se declararía una amnistía para los cerdos supervivientes, o al menos eso era lo que había prometido Quail. Correspondía a los cerdos decidir si se esconderían todos juntos o se separarían en equipos de menor tamaño. Contaban con seis horas de ventaja sobre los humanos.

Aquello demostró no suponer una gran diferencia. Cuando terminó el primer día de caza, la mitad de los cerdos ya habían muerto. Habían aceptado los términos sin cuestionarlos, y hasta Escorpio había sentido el extraño pero imperioso impulso de hacer lo que le pidieran, la sensación de que su deber era cumplir aquello que Quail (o cualquier otro ser humano) le ordenara. Aunque tenía miedo y un deseo innato de proteger su propia vida, hubieron de pasar casi tres días antes de que empezara a plantearse un contraataque, e incluso entonces la idea solo penetró en su mente tras vencer una gran resistencia, como si violara algún sacrosanto principio personal.

Al principio, Escorpio había buscado escondite junto a otros dos cerdos, uno de ellos mudo y el otro solo capaz de formar frases partidas, pero habían funcionado bastante bien como equipo, anticipándose a las acciones de sus compañeros con extraña facilidad. Incluso en esos momentos, Escorpio ya sabía que los doce cerdos habían trabajado juntos antes, aunque todavía no podía componer un solo recuerdo claro de su vida antes de despertar en la cámara de Quail. Pero a pesar de que el equipo funcionaba bien, Escorpio decidió seguir por su cuenta tras las primeras dieciocho horas. Los otros dos querían seguir escondidos en el cuchitril que habían encontrado, pero Escorpio estaba convencido de que la única esperanza de sobrevivir radicaba en ascender continuamente, moviéndose sin parar hacia arriba a lo largo del eje de propulsión de la nave.

Fue entonces cuando hizo el primero de una serie de tres descubrimientos. Mientras se arrastraba por un conducto, se rasgó parte de la tela de su ropa, lo cual reveló el borde de una figura de brillante color verde que cubría gran parte de su hombro derecho. Se arrancó más tela, pero hasta que no encontró un panel espejado no pudo examinar de forma adecuada toda la figura y comprender que se trataba de un escorpión verde muy estilizado. Al tocar el tatuaje de color esmeralda, seguir la línea curvada de su cola y casi sentir la púa de su aguijón, se sintió imbuido de poder, una fuerza personal que solo él era capaz de canalizar y redirigir. Sintió que su identidad estaba estrechamente ligada al escorpión, que todo lo relevante respecto a su persona estaba encerrado en el tatuaje. Aquella comprensión supuso un extraordinario instante de autorrevelación, ya que al fin intuyó que tenía un nombre, o al menos que podía darse uno que guardara alguna conexión significativa con su pasado.

Alrededor de medio día después, hizo el segundo descubrimiento: a través de una ventanilla divisó una segunda nave, mucho más pequeña. Al inspeccionarla con más detenimiento, Escorpio reconoció las delgadas y eficientes líneas de un yate intrasistema. El casco reluciente era de aleación de color verde pálido, y tenía una forma de manta raya cautivadoramente aerodinámica, con unas tomas de aire cubiertas como bocas de pez ángel. Al mirar el yate, Escorpio casi podía distinguir el plano marcado bajo la superficie. Sabía que podría colarse a bordo de ese yate y hacerlo volar casi sin pensar, y que sería capaz de reparar o corregir cualquier fallo o imperfección técnica, y notó el impulso casi irresistible de hacer justo eso, presintiendo que solo en la panza de ese yate, rodeado de máquinas y herramientas, sería verdaderamente feliz.

Preparó una hipótesis provisional: los doce cerdos debían de haber formado la tripulación de ese yate, pero Quail había capturado la nave. Habían tomado el yate como botín y habían situado en hibernación a los tripulantes hasta que se los necesitó para alegrar la monótona existencia a bordo de la nave de Quail. Eso, al menos, explicaba la amnesia. Se deleitó al descubrir un vínculo con su pasado. Esa sensación todavía lo acompañaba cuando hizo el tercer descubrimiento.

Encontró a los dos cerdos que había dejado atrás en el cuchitril. Los habían atrapado y asesinado, justo como él se había temido. Los cazadores de Quail los habían colgado mediante cadenas de las barras perforadas que salvaban un pasillo. Los habían destripado y despellejado, y Escorpio estaba seguro de que, hasta cierta fase del proceso, habían permanecido con vida. También estaba convencido de que las ropas que habían llevado (y que él seguía vistiendo) estaban hechas con la piel de otros cerdos. Ellos doce no eran las primeras víctimas, sino simplemente los últimos en un juego que llevaba desarrollándose mucho más tiempo de lo que había sospechado al principio. Comenzó a sentir una rabia que superaba cualquier cosa que hubiese conocido antes. Algo estalló en su interior y de pronto fue capaz de plantearse, al menos como posibilidad teórica, lo que antes resultaba impensable: podía imaginarse lo que sería hacer daño a un humano y, de hecho, de modo muy doloroso. E incluso podía pensar maneras de lograrlo.

Escorpio, que demostró estar lleno de recursos y poseer una mente técnica, comenzó a infiltrarse en la maquinaria de la nave de Quail. Convirtió las puertas de los mamparos en terribles trampas de guillotina. Transformó los ascensores y las vainas de transporte en caídas mortales o pistones aplastantes. Succionó el aire de ciertas zonas de la nave y lo reemplazó por gases venenosos o el simple vacío, y después confundió los sensores que hubiesen alertado a Quail y su compañía de la artimaña. Uno a uno, ejecutó a los cazadores de cerdos, a menudo con considerable habilidad artística, hasta que solo quedó vivo Quail, solo y asustado, al fin consciente del terrible error de cálculo que había cometido. Pero para entonces los otros once cerdos también estaban muertos, con lo que la victoria de Escorpio se mezclaba con una amarga sensación de terrible fracaso personal. Había sentido la obligación de proteger a los otros cerdos, la mayoría de los cuales carecían de la habilidad con el lenguaje que para él era inmediata. No se reducía solo a que algunos fueran incapaces de hablar, por no disponer de los mecanismos vocales necesarios para producir sonidos verbales, sino que ni siquiera comprendían el lenguaje hablado con la misma fluidez que él. Unas cuantas palabras y frases, a lo sumo, pero no más que eso. Sus mentes estaban cableadas de modo distinto a la suya y carecían de las funciones cerebrales que codificaban y descodificaban el lenguaje. Para él, era casi instintivo. No se le escapaba que él se encontraba mucho más cerca de los seres humanos que los demás. Y les había fallado, aunque ninguno lo había elegido como protector.

Escorpio mantuvo a Quail con vida hasta que estuvieron cerca del espacio que rodeaba Yellowstone, en cuyo momento se agenció su propio pasaje hasta Ciudad Abismo. Había tomado el yate. Para cuando llego al Mantillo, Quail estaba muerto o, como poco, experimentando los últimos estertores de la agonía a manos del artefacto de ejecución que Escorpio había preparado para él, fabricado con amor y cuidado a partir de los sistemas de cirugía robótica que había extraído de la bodega médica del yate.

Ya se encontraba casi a salvo, pero le faltaba por hacer un último descubrimiento: el yate nunca le había pertenecido a él ni a ninguno de los demás cerdos. La nave (la Luz del Zodíaco) era gobernada por humanos, y los doce cerdos servían de esclavos y aprendices, embutidos bajo la cubierta, cada uno con su propia área de especialización. Al reproducir el registro de vídeo del yate, Escorpio vio cómo la tripulación humana era asesinada por los piratas de Quail. Fue una serie de muertes rápidas y limpias, casi humanitarias comparadas con la lenta cacería de los cerdos. Y mediante los mismos registros, Escorpio descubrió que a cada uno de los cerdos le habían tatuado un signo diferente del zodíaco. El símbolo de su hombro era una señal de identidad, como él ya sospechaba, pero también una marca de propiedad y obediencia.

Escorpio encontró un láser de soldadura, ajustó la intensidad al mínimo y se hirió la piel profundamente, observando con fascinación cómo quemaba la carne y borraba el escorpión verde con chisporroteantes descargas de pulsaciones lumínicas. El dolor era insoportable, pero decidió no amortiguarlo con anestésicos del botiquín médico, ni tampoco hizo nada para ayudar a la piel dañada en su curación. Del mismo modo que necesitaba el dolor como un puente simbólico que debía cruzar, precisaba de esa marca para demostrar lo que había hecho. A través del dolor que había reclamado para sí, recuperó su propia identidad. Era posible que en ningún momento anterior hubiese disfrutado de una, pero en la agonía se la forjó. La cicatriz le serviría para recordarse lo que había hecho y, si en algún momento su odio por los humanos comenzaba a decaer, si alguna vez se sentía tentado de perdonar, ahí estaría para guiarlo. Y pese a todo (y eso era lo que no acababa de comprender) eligió mantener ese nombre. Al llamarse Escorpio, se había convertido en un foco de odio dirigido contra la humanidad. Su nombre se convertiría en sinónimo del miedo, algo que los padres humanos contarían a sus niños por las noches para que se portasen bien.

Su trabajo había dado comienzo en Ciudad Abismo, y allí proseguiría si lograba escapar de Remontoire. Incluso entonces sabía que le sería difícil moverse con libertad, pero cuando contactara con Lasher sus dificultades se reducirían de manera importante. Lasher había sido uno de sus primeros aliados auténticos, un cerdo moderadamente bien conectado, con influencias que alcanzaban Loreanville y el Cinturón Oxidado. Había permanecido fiel a Escorpio y, aunque este acabara prisionero de alguien (lo cual parecía probable, dadas las circunstancias), sus captores tendrían que vigilarlo muy de cerca. El ejército de cerdos, esa imprecisa alianza de bandas y facciones a la que Escorpio y Lasher habían dado forma hasta que recordaba lejanamente a una fuerza cohesionada, había chocado ya varias veces contra las autoridades y, aunque había sufrido terribles pérdidas, en ningún caso había sido derrotado por completo. Cierto, esos conflictos no habían supuesto un gran coste para el poder (básicamente se había tratado solo de conservar algunos feudos del mantillo controlados por los cerdos), pero Lasher y sus socios no tenían miedo a ampliar los términos de referencia. Los cerdos contaban con aliados entre los banshees, lo que significaba que disponían de los medios necesarios para extender sus actividades criminales mucho más allá del Mantillo. Al haber estado tanto tiempo fuera de circulación, Escorpio sentía curiosidad por saber qué tal le iba a la alianza.

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