Authors: Erich Fromm
He tenido que examinar la diferencia entre los elementos matriarcales y patriarcales en la religión para mostrar que el carácter del amor a Dios depende de la respectiva gravitación de los aspectos matriarcales y patriarcales en la religión. El aspecto patriarcal me hace amar a Dios como a un padre; supongo que es justo y severo, que castiga y recompensa; y, evidentemente, que me elegirá como hijo favorito, tal como Dios eligió a Abraham-Israel, como Isaac eligió a Jacob, como Dios elige a su pueblo favorito. En el aspecto matriarcal de la religión, amo a Dios como a una madre omnímoda. Tengo fe en su amor y sé que pese a cuan pobre e impotente sea, a cuanto haya pecado, me amará y no amará a ninguno de sus otros hijos más que a mí; que me ocurra lo que me ocurriere, me rescatará, me salvará, me perdonará. Innecesario es decir que mi amor a Dios y el amor de Dios a mi son inseparables. Si Dios es un padre, me ama como a un hijo, y yo lo amo como a un padre. Si Dios es una madre, este hecho determina su amor y mi amor.
Esa diferencia entre los aspectos maternos y paternos del amor a Dios es, empero, sólo uno de los factores que determinan la naturaleza de ese amor; el otro factor es el grado de madurez alcanzado por el individuo y, por lo tanto, en su concepto de Dios y su amor a Dios.
Dado que la raza humana evolucionó desde una estructura societal centrada en la madre a una centrada en el padre, es principalmente en el desenvolvimiento de la religión patriarcal donde podemos observar el desarrollo de un amor maduro.
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Al comienzo de esa evolución, encontramos un Dios despótico, celoso, que considera que el hombre que él ha creado es su propiedad, y que tiene derecho a hacer con él cuanto quiera. Es ésa la fase religiosa en la que Dios arroja al hombre del paraíso, para que no coma del árbol del saber y se convierta así en Dios mismo; es la fase en la que Dios decide destruir la raza humana mediante el diluvio, porque ninguno de sus miembros le gusta, con la excepción de su hijo favorito, Noé; es la fase en la que Dios le exige a Abraham que mate a su único y amado hijo Isaac, para probar su amor por El con un acto de total obediencia. Pero al mismo tiempo comienza una nueva etapa; Dios hace un pacto con Noé, por el cual le promete no volver a destruir jamás la raza humana, un pacto en el cual él mismo se compromete. No sólo está atado por sus promesas, sino por su propio principio de justicia, y sobre esa base Dios debe someterse al pedido de Abraham de no destruir Sodoma si en ella hay por lo menos diez hombres justos. Pero la evolución va más allá de transformar a Dios, de la figura de un despótico jefe de tribu en un padre amante, en un padre que está sometido al principio que él mismo ha postulado; tiende a que Dios deje de ser la figura de un padre y se convierta en el símbolo de sus principios, los de justicia, verdad y amor. Dios
es
verdad, Dios
es
justicia. En ese desarrollo, Dios deja de ser una persona, un hombre, un padre; se convierte en el símbolo del principio de unidad subyacente a la multiplicidad de los fenómenos, de la visión de la flor que crecerá de la semilla espiritual que alberga el hombre en su interior. Dios no puede tener un nombre. Un nombre siempre denota una cosa, o una persona, algo finito. ¿Cómo puede Dios tener un nombre, si no es una persona ni una cosa?
El incidente más notable de ese cambio es el relato bíblico de la revelación de Dios a Moisés. Cuando Moisés le dice que los hebreos no creerán que Dios lo ha enviado, a menos que pueda decirles el nombre de Dios (¿cómo podrían los adoradores de ídolos comprender un Dios sin nombre, puesto que la esencia misma de un ídolo es tener un nombre?), Dios hace una concesión. Dice a Moisés que su nombre es «Yo soy el que soy». «Yo soy el que seré es mi nombre.» El «yo soy el que seré» significa que Dios no es finito, que no es una persona, un «ser». La traducción más adecuada de la frase sería: dile que «mi nombre es sinnombre». La prohibición de hacer imágenes de Dios, de pronunciar su nombre en vano, y eventualmente, de pronunciar su nombre en absoluto, apunta a la misma finalidad, la de liberar al hombre de la idea de que Dios es un padre, una persona. En el desarrollo teológico ulterior, la idea se transforma en el principio de que ni siquiera deben darse a Dios atributos positivos. Decir que Dios es sabio, poderoso, bueno, implica nuevamente que es una persona; todo lo que puedo hacer es decir lo que Dios
no
es, enumerar sus atributos negativos, postular que
no
es limitado, que no es malo, que no es injusto. Cuanto más sé lo que Dios
no
es, mayor es mi conocimiento de Dios.
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Si seguimos la maduración de la idea monoteísta en sus consecuencias ulteriores sólo llegaremos a una conclusión: no mencionar para nada el nombre de Dios, no hablar
acerca
de Dios. Dios se convierte entonces en lo que es potencialmente en la teología monoteísta, el Uno sin nombre, un balbuceo inexpresable, que se refiere a la unidad subyacente al universo fenoménico, la fuente de toda existencia; Dios se torna verdad, amor, justicia. Dios es yo, en la medida en que soy humano.
Es evidente que tal evolución desde el principio antropomórfico al puro monoteísmo establece una diferencia fundamental en la naturaleza del amor a Dios. El Dios de Abraham puede amarse o temerse, como un padre, y su aspecto predominante es a veces la tolerancia, a veces la ira. En el grado en que Dios es el padre, yo soy el hijo. No he emergido plenamente del deseo autista de omnisciencia y omnipotencia. No he adquirido aún la objetividad necesaria para percatarme de mis limitaciones como ser humano, de mi ignorancia, mi desvalidez. Reclamo aún, como una criatura, que haya un padre que me rescate, que me vigile, que me castigue, un padre que me aprecie cuando soy obediente, que se sienta halagado por mis loas y enojado a causa de mi desobediencia. Es notorio que la mayoría de la gente no ha superado, en su evolución personal, esa etapa infantil, y de ahí que su fe en Dios signifique creer en un padre protector —una ilusión infantil—. Esta sigue siendo la forma predominante, a pesar del hecho de que algunos grandes maestros de la raza humana y un pequeño número de hombres hayan superado ese concepto de la religión.
En la medida en que las cosas son así, la crítica de la idea de Dios, tal como la expresó Freud, es correcta. El error, sin embargo, está en el hecho de que no tuvo en cuenta el otro aspecto de la religión monoteísta, y su verdadero núcleo, cuya lógica lleva exactamente a la negación de este concepto de Dios. La persona verdaderamente religiosa, que capta la esencia de la idea monoteísta, no reza por nada, no espera nada de Dios; no ama a Dios como un niño a su padre o a su madre; ha adquirido la humildad necesaria para percibir sus limitaciones, hasta el punto de saber que no sabe nada acerca de Dios. Dios se convierte para ella en un símbolo en el que el hombre, en una etapa más temprana de su evolución, ha expresado la totalidad de lo que se esfuerza por alcanzar, el reino del mundo espiritual, del amor, la verdad, la justicia. Tiene fe en los principios que «Dios» representa; piensa la verdad, vive el amor y la justicia, y considera que su vida toda es valiosa sólo en la medida en que le da la oportunidad de llegar a un desenvolvimiento cada vez más pleno de sus poderes humanos —como la única realidad que cuenta, el único objeto de «fundamental importancia»—; y, eventualmente, no habla de Dios —ni siquiera menciona su nombre—. Amar a Dios, si usara esa palabra, significaría entonces anhelar el logro de la plena capacidad de amar, para la realización de lo que «Dios» representa en uno mismo.
Desde ese punto de vista, la consecuencia lógica del pensamiento monoteísta es la negación de toda «teología», de todo «conocimiento de Dios». No obstante, sigue habiendo una diferencia entre tan radical concepción no-teológica y un sistema no teísta, por ejemplo, en el budismo primitivo o en el taoísmo.
En todos los sistemas teístas, aun los místicos y no-teológicos, existe el supuesto de la realidad del reino espiritual, que trasciende al hombre, que da significado y validez a los pode res espirituales del hombre y a sus esfuerzos por alcanzar la salvación y el nacimiento interior. En un sistema no-teísta no existe un reino espiritual fuera del hombre o trascendente a él. El reino del amor, la razón y la justicia existe como una realidad únicamente porque el hombre ha podido desenvolver esos poderes en sí mismo a través del proceso de su evolución y sólo en esa medida. En tal concepción, la vida no tiene otro sentido que el que el hombre le da; el hombre está completamente solo, salvo en la medida en que ayuda a otro.
Puesto que he hablado del amor a Dios, quiero aclarar que, personalmente, no pienso en función de un concepto teísta, y que, en mi opinión, el concepto de Dios es sólo un concepto históricamente condicionado, en el que el hombre ha expresado su experiencia de sus poderes superiores, su anhelo de verdad y de unidad en determinado período histórico. Pero creo también que las consecuencias de un monoteísmo estricto y la preocupación fundamental no-teísta por la realidad espiritual son dos puntos de vista que, aunque diferentes, no se contradicen necesariamente.
Pero aquí surge otra dimensión de la cuestión del amor a Dios, que debemos analizar para medir la profundidad del problema. Me refiero a una diferencia fundamental en la actitud religiosa entre Oriente (China e India) y el Occidente, diferencia que cabe expresar en función de conceptos lógicos. Desde Aristóteles, el mundo occidental ha seguido los principios lógicos de la filosofía aristotélica. Esa lógica se basa en el principio de identidad que afirma que A es A, el principio de contradicción (A no es no A) y el principio del tercero excluido (A no puede ser A
y
no A, tampoco A ni
no
A). Aristóteles explica claramente su posición en el siguiente pasaje: «Es imposible que una misma cosa simultáneamente pertenezca y no pertenezca a la misma cosa y en el mismo sentido, sin perjuicio de otras determinaciones que podrían agregarse para enfrentar las objeciones lógicas. Este es, entonces, el más cierto de todos los principios…»
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Este axioma de la lógica aristotélica está tan hondamente arraigado en nuestros hábitos de pensamiento que se siente como «natural» y autoevidente, mientras que, por otra parte, la confirmación de que X es A y no es A parece insensata. (Desde luego, la afirmación se refiere al sujeto X en un momento dado, no a X ahora y a X más tarde, o a un aspecto de X frente a otro aspecto.)
En oposición a la lógica aristotélica, existe la que podríamos llamar
lógica paradójica
, que supone que A y no-A no se excluyen mutuamente como predicados de X. La lógica paradójica predominó en el pensamiento chino e indio, en la filosofía de Heráclito, y posteriormente, con el nombre de dialéctica, se convirtió en la filosofía de Hegel y de Marx. Lao-tsé formuló claramente el principio general de la lógica paradójica: «Las palabras que son estrictamente verdaderas parecen ser paradójicas».
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Y Chuang-tzu: «Lo que es uno es uno. Aquello que es no-uno, también es uno.» Tales formulaciones de la lógica paradójica son positivas:
es y no es
. Otras son negativas:
no es esto ni aquello
. Encontramos la primera expresión en el pensamiento taoísta, en Heráclito y en la dialéctica de Hegel; la segunda formulación es frecuente en la filosofía india.
Aunque estaría más allá de los propósitos de este libro intentar una descripción más detallada de la diferencia entre la lógica aristotélica y la paradójica, mencionaré unos pocos ejemplos para hacer más comprensible el principio. La lógica paradójica tiene en Heráclito su primera manifestación filosófica en el pensamiento occidental. Heráclito afirma que el conflicto entre los opuestos es la base de toda existencia. «Ellos no comprenden —dice— que el Uno total, divergente en sí mismo, es idéntico a sí mismo:
armonía de tensiones opuestas
, como en el arco y en la lira».
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O aun con mayor claridad: «Nos bañamos en el mismo río y, sin embargo, no en el mismo;
somos nosotros y no somos nosotros
».
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O bien: «Uno y lo mismo se manifiesta en las cosas como vivo y muerto, despierto y dormido, joven y viejo».
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En la filosofía de Lao-tsé la misma idea exprésase en una forma más poética. Un ejemplo característico del pensamiento paradójico taoísta es el siguiente: «La gravedad es la raíz de la liviandad; la quietud es la rectora del movimiento».
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O bien: «El Tao en su curso regular no hace nada y, por lo tanto, no hay nada que no haga».
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O bien: «Mis palabras son muy fáciles de conocer y muy fáciles de practicar; pero no hay nadie en el mundo capaz de conocerlas y practicarlas».
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En el pensamiento taoísta, así como en el pensamiento indio y socrático, el nivel más alto al que puede conducirnos el pensamiento es conocer lo que no conocemos: «Conocer y, no obstante, [pensar] que no conocemos es el más alto [logro]; no conocer [y sin embargo pensar] que conocemos es una enfermedad».
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Que el Dios supremo no se pueda nombrar no es sino una consecuencia de esa filosofía. La realidad final, lo Uno fundamental, no puede encerrarse en palabras o en pensamientos. Como dice Lao-tsé: «El Tao que puede ser hallado, no es el Tao permanente y estable. El nombre que se puede nombrar no es el nombre permanente y estable».
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O, en una formulación distinta: «Lo miramos y no lo vemos, y lo llamamos el "Ecuable". Lo escuchamos y no lo oímos, y lo llamamos el "Inaudible". Tratamos de captarlo, y no logramos hacerlo, y lo nombramos el "Sutil". Con estas tres cualidades no puede ser sujeto de descripción; y por eso las fundimos y obtenemos El Uno».
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Y aun otra formulación de la misma idea: «El que conoce [el Tao] no (necesita) hablar (sobre él); el que está [siempre dispuesto a] hablar sobre él no lo conoce».
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La filosofía brahmánica se preocupaba por la relación entre la multiplicidad (de los fenómenos) y la unidad (Brahma). Pero la filosofía paradójica no debe confundirse en la India ni en la China con un punto de vista
dualista
. La armonía (unidad) consiste en la posición conflictual que la constituye. «El pensamiento brahmánico desde el principio giró alrededor de la paradoja de los antagonismos simultáneos —y no obstante identidad de las fuerzas y formas manifiestas del mundo fenoménico…»
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El poder esencial en el Universo y en el hombre trasciende tanto la esfera conceptual como la sensible. No es, por lo tanto, «ni esto ni aquello». Pero, como advierte Zimmer, «no hay antagonismo entre "real e irreal" en esta realización estrictamente nodualista».
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En su búsqueda de la unidad más allá de la multiplicidad, los pensadores brahmánicos llegaron a la conclusión de que el par de opuestos que se percibe no refleja la naturaleza de las cosas, sino la de la mente percipiente. El pensamiento percipiente debe trascenderse a sí mismo para alcanzar la verdadera realidad. La oposición es una categoría de la mente humana, no un elemento de la realidad. En el Rig-Veda, el principio se expresa en la siguiente forma: «Yo soy los dos, la fuerza vital y el material vital, los dos a la vez». La consecuencia extrema de la idea de que el pensamiento sólo puede percibir en contradicciones aparece en forma aún más drástica en la teoría vedanta, que postula que el pensamiento —a pesar de su fino discernimiento— es «sólo un más sutil horizonte de ignorancia, en realidad, el más sutil de todos los engañosos recursos de maya».
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