El asedio (82 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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Sacude la cabeza el comisario, incrédulo y furioso. A medida que pasan las horas, todo vuelve a oler a derrota. Una vieja conocida, en este caso. Más de lo que puede soportar.

—Se ha escapado, de todas formas. Conmigo o sin mí.

Alza una mano el esbirro, torpe como suele. Por un momento, Tizón cree que va a ponérsela a él en el hombro. Le abro la cabeza de un bastonazo, piensa. Si lo hace.

—No diga eso, señor comisario —al ver la expresión de su jefe, el otro deja la mano quieta, a medio camino—. Habrá alguna manera. Con un tiro de pistola en el cuerpo, como va, no puede estar lejos... En algún sitio tendrá que curarse. O esconderse.

Ni para blasfemar tengo fuerzas, concluye Tizón. De lo cansado. De lo harto que estoy de todo esto.

—En algún sitio, dices.

—Eso mismo.

Calle abajo, contiguo a la puerta del Rosario, se encuentra el oratorio de la Santa Cueva. Bajo el frontón triangular de la entrada, la puerta está abierta.

—¿Registrasteis esto también?

Otro gesto dolido. De nuevo la duda ofende, dice sin decirlo.

—Naturalmente.

Rogelio Tizón se asoma un momento al zaguán, echa un vistazo distraído y se dispone a seguir camino. De pronto, a punto de retirarse, algo atrae su atención y lo hace mirar otra vez. Se trata de un objeto situado al final de la doble escalera que baja a la cueva, en el tramo izquierdo de ésta. El comisario lo conoce como cualquier gaditano, pues forma parte de la decoración convencional del recinto. Está ahí desde toda la vida, o casi. Sin embargo, las circunstancias hacen que lo vea ahora desde una perspectiva distinta. Asombrosa.

—¿Qué pasa, señor comisario?

Rogelio Tizón no responde. Sigue mirando, paralizado por la sorpresa, la vitrina que está situada al pie de la escalera izquierda, sobre un suelo enlosado en blanco y negro, idéntico a un tablero de ajedrez. En el interior de la vitrina hay un Ecce Homo; un Cristo de los muchos que exhiben las iglesias de la ciudad, como las de Andalucía y de toda España, representado en plena pasión. Entre Herodes y Pilatos. En su género, el de la Santa Cueva es particularmente expresivo: atado a la columna del suplicio, tiene la carne desgarrada por innumerables llagas rojas, surcada de sangrantes desgarrones hechos a latigazos por sus verdugos. La imagen posee un exagerado aspecto agónico, de indefensión y sufrimiento absoluto. Y entonces, como si alguien le rasgase un velo en el pensamiento, cae el comisario en la cuenta de lo que significa aquello. Lo que representa. Fundada hace treinta años por un sacerdote de origen noble, ya fallecido —el padre Santamaría, marqués de Valdeíñigo—, la Santa Cueva es un oratorio subterráneo privado, que se abre a modo de sótano bajo una pequeña iglesia de planta elíptica. La parte de abajo está consagrada a las prácticas ascéticas de una cofradía religiosa conocida en la ciudad: gente de dinero o buena posición social, muy escrupulosa en la observancia de la ortodoxia católica. Tres veces por semana, los cofrades rinden allí culto a los sacramentos y a las devociones tradicionales, con un rigor extremo. Eso incluye penitencia con azotes. Flagelaciones para mortificar la carne. Para domarla.

—¿Qué hay de la cueva? —pregunta.

Un silencio desconcertado. Tres segundos exactos. Tizón no mira a su ayudante, sino el suelo ajedrezado al pie del Cristo.

—¿La cueva?

—Eso he dicho. Hay una capilla arriba y una cueva abajo. Por eso se llama así... ¿Comprendes?... Santa por lo de santo, y cueva porque hay una cueva. No querrás que te lo dibuje.

Se apoya el esbirro sobre un pie y luego sobre el otro. Confuso.

—Creí...

—A ver. Venga. Dime qué carajo creíste.

—Las puertas de abajo están siempre cerradas. Según el vigilante, sólo tienen llave los veintitantos cofrades. Ni siquiera él.

—¿Y...?

—Pues eso —el otro encoge los hombros, evasivo—. Que nadie pudo entrar ahí anoche. Sin llave.

—Excepto un cofrade.

Nuevo silencio. Esta vez es más largo y embarazoso que antes. Cadalso mira a todas partes menos a los ojos de su jefe.

—Claro, señor comisario. Pero son gente respetable. Religiosa. Quiero decir que el sitio es...

—¿Privado?... ¿Santo?... ¿Inviolable?... ¿Fuera de toda sospecha?

Todo el corpachón del ayudante parece a punto de pasar al estado líquido.

—Hombre... Tanto como eso...

Lo interrumpe Tizón, un dedo en alto.

—Oye, Cadalso...

—Diga, señor comisario.

—Me cago en tu puta madre.

Tizón se olvida del esbirro. Lo sacude ahora un largo escalofrío, que se prolonga como un suspiro reprimido y silencioso. Casi placentero. Al inicial gesto de sorpresa, al posterior arranque de ira, los releva ahora una mueca lobuna, concentrada. El ademán de un animal adiestrado que al fin detecta —o recobra— una huella caliente. De pronto, todo es menos intuición que certeza. Bajando por la escalera bajo la mirada dolorida del Cristo azotado, el comisario siente bombear su propia sangre, lenta y fuerte, desvaneciendo la fatiga. Es como si acabara de pasar de nuevo por uno de esos lugares imposibles, o improbables, donde el silencio se torna absoluto y el aire queda en suspenso. La campana de cristal: el vórtice que lleva al siguiente escaque del tablero de la ciudad y su bahía. Acaba de ver la jugada. Y entonces, en lugar de precipitarse, de lanzar una exclamación de júbilo o gruñir satisfecho ante la perspectiva del rastro recuperado, el comisario pisa en diagonal el enlosado blanco y negro sin despegar los labios, muy lentamente, mirándolo todo sin desdeñar un solo indicio, mientras saborea la sensación que le cosquillea en los dedos apretados en torno al bastón. Se acerca así a la puerta cerrada de la cueva. Ojalá, piensa de pronto, este momento de felicidad extrema no se agotara nunca.

—Si quiere, hago abrir —propone Cadalso, que va detrás—. Es cuestión de un momento.

—Calla, joder.

La cerradura es convencional, de llave grande. Como tantas. Tizón saca del bolsillo su juego de ganzúas y descorre el pestillo en menos de un minuto. Cosa de niños. Con un chasquido, el paso queda libre, abierto a una cueva sin luz exterior. Tizón nunca ha estado allí antes.

—Trae una vela de la capilla —le ordena a Cadalso.

De abajo sube olor a humedad y a recinto cerrado: un aire cuya frialdad se intensifica y envuelve a Tizón a medida que entra en la cueva, alumbrado por el ayudante, que va detrás con un grueso cirio encendido y en alto. La sombra del comisario se desliza hacia el interior, proyectándose en las paredes. Cada paso resuena en la oquedad. A diferencia de la capilla superior, la cueva carece de decoración: sus paredes son desnudas y austeras. Es allí donde los disciplinantes de la cofradía ejecutan sus ritos. Sobre uno de los arcos, la luz que sostiene el esbirro ilumina una calavera y dos tibias pintadas en el techo. Debajo hay una mancha seca y parda. Un rastro de sangre.

—Virgen Santa —exclama Cadalso.

El hombre está agazapado al fondo de la cueva, contra un ángulo del muro: un bulto oscuro que resopla y gime entre dientes, como una bestia acosada.

—Con su permiso, mi capitán.

Simón Desfosseux aparta el ojo derecho del ocular del telescopio Dollond, todavía con la imagen de las torres de la iglesia de San Antonio impresas en la retina: 2.870 toesas y sin llegar a ellas, concluye con melancolía. Alcance máximo, 2.828. Ninguna bomba francesa de las caídas sobre Cádiz ha ido más lejos. Ni irá nunca, ya.

—Adelante, Labiche. Recoja.

Con la asistencia de dos soldados, el sargento desmonta el telescopio y pliega las patas del trípode, metiéndolo todo en sus fundas. Los demás instrumentos ópticos de la torre observatorio están cargados en carromatos. El Dollond se dejó hasta el final, para observar los últimos tiros disparados desde la Cabezuela. El postrero lo hizo Fanfán hace veinte minutos. Una bomba de 100 libras con lastre de plomo y carga inerte que quedó corta de alcance y apenas rebasó las murallas. Triste final.

—¿Ordena alguna cosa más, mi capitán?

—No, gracias. Pueden llevárselo.

Saluda el sargento y desaparece escala abajo, con sus hombres y el equipo. Mirando por la tronera vacía, Desfosseux observa el humo que se alza vertical —no hay un soplo de viento— en la luz menguante del atardecer, sobre buena parte de las posiciones francesas. A lo largo de toda la línea, las tropas imperiales desmantelan sus posiciones, queman equipo, clavan la artillería de sitio que no pueden llevarse y la echan al mar. La salida de Madrid del rey José y el rumor de que el general Wellington ha entrado en la capital de España, ponen al ejército de Andalucía en situación difícil. La consigna es ponerse a salvo al otro lado de Despeñaperros. En Sevilla han empezado los preparativos de evacuación, arrojando al río los depósitos de pólvora de la Cartuja y destruyendo cuanto se puede en la fundición, maestranza y fábrica de salitre. Todo el Primer Cuerpo se retira hacia el norte: acémilas, carretas y carros cargados con botín de los últimos saqueos, convoyes de heridos, intendencia y tropas españolas juramentadas, poco fiables para dejarlas en retaguardia. En torno a Cádiz, las órdenes son encubrir ese movimiento con un continuo bombardeo desde las posiciones de los caños de Chiclana y los fuertes costeros que van de El Puerto a Rota. En lo que a la Cabezuela se refiere, sólo una pequeña batería de tres cañones de 8 libras seguirá tirando hasta el último momento sobre Puntales, para mantener al enemigo ocupado. El resto de artillería que no puede evacuarse va al agua, al fango de la orilla, o será abandonado en los reductos.

Raaaas. Bum. Raaaas. Bum. Dos cañonazos españoles rasgan el aire sobre la torre y van a reventar cerca de los barracones donde, a estas horas, el teniente Bertoldi habrá quemado todo documento oficial y papel inútil.

Simón Desfosseux, que agachó la cabeza al oír pasar las granadas, se yergue y echa un último vistazo al castillo enemigo de Puntales. A simple vista —media milla de distancia— puede distinguir la tozuda bandera española que, acribillada de metralla, no ha dejado de ondear allí un solo día. La guarnición está integrada por un batallón de Voluntarios, artilleros veteranos y algunos ingleses que atienden la batería alta. El nombre completo del fuerte es San Lorenzo del Puntal; y hace unos días, durante la celebración del santo patrono, Desfosseux y Maurizio Bertoldi vieron asombrados, a través de la lente del catalejo, a los defensores firmes durante la ceremonia, impávidos en formación pese al fuego que les hacían desde la Cabezuela, vitoreando mientras se izaba la bandera.

Y, al fondo, a la derecha, Cádiz. El capitán contempla la ciudad blanca, recortada en el crepúsculo rojizo: el paisaje que, de tanto estudiarlo a través de una lente o en los trazos de los mapas, conoce mejor que el de su casa y su patria. Simón Desfosseux desea no regresar nunca a este lugar. Como las de miles de hombres, su vida se ha malgastado en la bahía durante los treinta meses y veinte días de asedio: estancada en el tedio y la impotencia, descomponiéndose como en el fango sucio de un pantano. Sin gloria, aunque esa palabra le sea indiferente. Sin éxito, satisfacción ni beneficio.

Raaaas. Bum. Otra vez. Y otra. La batería de 8 libras sigue disparando contra Puntales, y el fuerte español devuelve el fuego. Más tiros enemigos pasan cerca del observatorio; y el capitán, tras agachar de nuevo la cabeza, decide irse de allí. Mejor no tentar el azar, piensa mientras baja por la escala. Tendría poca gracia toparse en el último instante con una bala de cañón. Así que se despide mentalmente del panorama, con 5.574 disparos de artillería de diverso calibre hechos desde la Cabezuela contra la ciudad: es lo que figura en sus registros de operaciones, destinados ahora al polvo de los archivos militares. De esa cifra, sólo 534 bombas han llegado a Cádiz, en su mayor parte con lastre de plomo y sin pólvora. Las otras quedaron cortas y cayeron al mar. Los daños infligidos a la ciudad tampoco harán ganar a Desfosseux la Legión de Honor: algunas casas arruinadas, quince o veinte muertos y un centenar de heridos. La sequedad del mariscal Soult y su estado mayor cuando el capitán fue convocado a hacer balance final de las operaciones, deja poco lugar a dudas. No cree que nadie vuelva a ofrecerle un ascenso, nunca. La Cabezuela es un caos. Todas las retiradas lo son. Aquí y allá hay equipo roto y tirado por tierra, armones y cureñas del tren de batir que arden en piras donde se arroja cuanto podría aprovechar el enemigo. Gastadores provistos de picos, palas y hachas lo destrozan todo, y un pelotón de zapadores minadores, bajo el mando de un oficial de ingenieros, coloca guirnaldas de pólvora y alquitrán para incendiar los barracones, o dispone cargas y mechas. El resto de infantes, artilleros y marinos, con la indisciplina natural del momento, va de un lado a otro: apresurados e insolentes, roban cuanto pueden, cargando en los carromatos sus equipajes y lo que han saqueado en las últimas horas por los pueblos y caseríos próximos, sin que se preste demasiada atención a los merodeadores que violan, roban y matan. El voluminoso equipaje de los generales, con sus queridas españolas instaladas en carricoches requisados en Chiclana y El Puerto, salió hace tiempo para Sevilla con una fuerte escolta de dragones; y el camino de Jerez está atestado de carros, caballerías y tropa mezclada con gente civil: familias de oficiales franceses, juramentados y colaboracionistas que temen verse abandonados a la venganza de sus compatriotas. Nadie quiere ser el último, ni caer en manos de los guerrilleros que ya se concentran y merodean como alimañas crueles, cada vez más atrevidos, venteando el pillaje y la sangre. Ayer mismo, veintiocho heridos y enfermos franceses, abandonados sin escolta entre Conil y Vejer, fueron capturados por los lugareños, envueltos en haces de paja rociada con aceite, y quemados vivos.

Cuando llega al pie de la escala, el capitán observa que cuatro zapadores colocan cargas inflamables alrededor de los puntales de la torre observatorio. Hace mucho calor, y sudan a chorros en las casacas azules de solapas negras mientras disponen guirnaldas de alquitrán y pólvora. Algo más lejos, el oficial de ingenieros, un teniente grueso que se enjuga la frente y el cuello con un pañuelo sucio, mira trabajar a sus hombres.

—¿Queda alguien arriba? —le pregunta a Desfosseux cuando éste pasa por su lado.

—Nadie —responde el artillero—. La torre es toda suya.

Hace el otro un gesto afirmativo, indiferente. Tiene los ojos acuosos e inexpresivos. Ni siquiera ha saludado al observar la graduación de Desfosseux. Después grita una orden. Mientras se aleja de él sin mirar atrás, el capitán oye el resoplido de la pólvora al inflamarse; y, enseguida, el crepitar de las llamas que ascienden por los puntales y la escala. Cuando llega al reducto de los obuses ve allí a Maurizio Bertoldi, que mira hacia la torre.

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