Altura: alto o bajo. Constitución: gordo o delgado. Color de los ojos: desconocido. Características destacables: ¿Está usted de guasa?
Ese fue el resultado final de la descripción obtenida por la Policía, la cual, por cierto, no les resultó de utilidad. Sin embargo, lograron rastrear sus pasos desde las calles Cincuenta hasta casi las Cuarenta. Y después del crimen, de vuelta hasta las Cincuenta y tantos. Pero nos estamos adelantando.
El hombre disfrazado de Papá Noel entró en un edificio de una de las calles Cincuenta. Un ascensor lo llevó, veloz, al tercer piso. El hombre se dirigió por el pasillo hacia un despacho, y abrió la puerta con el rótulo de
ARTHUR D. DINEEN
.
Inmediatamente detrás de la puerta, el despacho aparecía atravesado por una balaustrada. Al otro lado de ésta, una estenógrafa estaba sentada ante una mesa. Al entrar el traje de Papá Noel, la muchacha levantó la vista y sus ojos se llenaron de asombro.
—Tengo una cita con el señor Dineen —anunció la voz, detrás de la máscara.
—Ya... esto... —Los ojos de la estenógrafa se posaron veloces en el reloj de la pared, luego en la agenda de su escritorio, y luego en la máscara sonriente de mejillas como manzanas—. ¿Su nombre, por favor? —le preguntó con el aire presumido de quien no se deja engañar.
—Johan Smith —respondió el hombre del traje rojo—. El señor Dineen me esperaba a las diez y cuarto.
Sí, aquél era el nombre que figuraba en la agenda, y él no podía haberlo leído desde el otro lado de la balaustrada. La muchacha sentada a la mesa le dijo:
—Bien, señor Smith, puede usted pasar.
El hombre traspuso la portezuela que había en la balaustrada, y se dirigió hacia la puerta con el letrero de
PRIVADO
, que conducía al despacho interior.
Los ojos de la muchacha lo siguieron con aire especulativo. ¿Un excéntrico? En fin, en ese caso, no era problema suyo. La cita la había concertado el jefe. Recordó entonces que había sido acordada por teléfono, la tarde anterior. Evidentemente se trataba de un actor, ¿pero por qué iba a presentarse a la cita disfrazado, a menos que fuera un excéntrico?
El hombre del traje rojo no se volvió a mirar atrás. Traspuso la puerta y la cerró suavemente tras de sí.
El hombre sentado al escritorio del despacho interior levantó la vista. Vio el traje y exclamó:
—¡Qué diablos...!
Ante el tono de su voz, se oyó un gruñido al otro extremo de la habitación. Un enorme dobermann pinscher que había estado ovillado en el haz de sol que entraba por la ventana abierta se puso en pie. Del pecho le salió un ominoso zumbido de sierra circular.
Los ojos que miraban a través de los agujeros de la cara postiza pasaron veloces del perro gruñidor al hombre de cabellos grises que estaba sentado al escritorio. Desde el interior de la máscara, la voz dijo:
—Si no quiere que mate a ese chucho, dígale... —No malgastó más palabras para concluir con la amenaza; la pistola que empuñaba fue más elocuente que cualquier discurso; fue silenciosamente elocuente, podría decirse, porque la pistola llevaba silenciador.
Entrecerrando los ojos al comprobar que el arma llevaba silenciador, el hombre que estaba sentado al escritorio mantuvo las manos cuidadosamente quietas sobre el papel secante, y preguntó:
—¿Qué es lo que quiere?
—
No quiero
problemas —respondió el hombre del traje de Papá Noel—. De modo que ordénele a ese perro que se eche. No sabia que estaría... —Se interrumpió de pronto, con la brusquedad de quien advierte que está diciendo algo indebido.
Con las patas rígidas, el doberman avanzó dos pasos, y el zumbido de sierra circular se hizo más potente. Echado, había lucido una belleza elegante; pero en ese momento su belleza era salvaje, amenazadora. Tenía los ojos fijos; los pelos cortos del cogote, alrededor del pesado collar con gruesos remaches bañados en oro, se erguían como una amenaza.
Las patas se le doblaron como resortes, incluso cuando el hombre que estaba sentado al escritorio giró la cabeza y le gritó:
—
¡Rex!
Pero demasiado tarde. O quizás el perro interpretó mal la orden. Saltó hacia delante.
Se produjo una explosión amortiguada (casi tan sonora como la de una pistola de fulminantes) cuando el hombre del traje rojo apretó el gatillo del arma. Se hizo a un lado mientras el cuerpo del perro completó su arco en el aire, aterrizó con un ruido sordo sobre la gruesa alfombra de la oficina, se retorció una sola vez y se quedó quieto.
El hombre que estaba sentado al escritorio se puso en pie de un salto, con el rostro crispado de ira.
—¡Maldito sea! —exclamó. Aferró el único objeto pesado del escritorio, un tintero de plata, de exquisita artesanía, y lo levantó por encima de su hombro para lanzárselo al hombre del traje rojo. Al mismo tiempo, abrió la boca para pedir auxilio.
Pero el segundo disparo amortiguado de la pistola con silenciador paró en seco el lanzamiento y el grito. El hombre de cabellos grises cayó de bruces sobre el escritorio; tenía un agujero en la frente, justo encima del ojo izquierdo. El tintero de plata era el centro de un negro charco de tinta que se extendía por la alfombra junto a la silla giratoria.
Con fría lentitud, el hombre del traje de Papá Noel se metió en el bolsillo la pistola con la que había disparado dos veces. En voz más bien alta, por si desde fuera se habían oído los ruidos, dijo:
—Sí, señor Dineen, se lo agradezco. Pero... —Y continuó hablando mientras se dirigía al otro lado del escritorio y levantaba el tintero del suelo.
Lo sostuvo boca abajo durante un momento, hasta que cayeron las últimas gotas de tinta; luego bajó la tapa, lo envolvió con cuidado en un lienzo y se lo metió en el bolsillo.
Después, con calma, se dirigió a la puerta y la entreabrió.
—Adiós, señor Dineen —dijo—. Lamento que no le haya gustado mi propuesta..., en fin, quizás en otra emisora tenga más suerte.
Metió las manos en los guantes de algodón blanco que había usado hasta el momento de entrar en el despacho interior y, al salir, frotó con las manos enguantadas los picaportes de la puerta para borrar las huellas que pudieran haber quedado marcadas.
Atravesó a grandes zancadas la oficina exterior y pasó junto a la estenógrafa sin decir palabra, con la dignidad herida del hombre cuya idea preferida acaba de ser pisoteada.
Desdeñando el ascensor, bajó los dos tramos de escalera que lo separaban de la calle y se confundió entre la multitud de Broadway. Al verlo, un niño gritó:
—¡Mamá! Mira, ¿no es...? —Pero su madre lo obligó a callar.
Su huida del lugar del crimen no atrajo ni más ni menos atención que su llegada.
La nota periodística del caso que la Prensa denominó como «El asesinato de Papá Noel», resultó de interés para el público en general. Pero nadie más la encontró tan
condenadamente
interesante como Bill Tracy, cuando compró una edición de la tarde y la leyó en su apartamento de dos habitaciones y cocina, antes de salir a cenar.
La leyó dos veces de prisa y una tercera muy despacio, como sopesando cada palabra y buscando tras ella un significado oculto. Al final, dejó el periódico y se quedó mirando durante un rato el casto dibujo del papel pintado. Al cabo de unos minutos pronunció una palabra que no podemos reproducir aquí, volvió a coger el periódico y leyó otra vez la nota.
Seguía allí y no había cambiado en nada.
Entonces, a Tracy se le ocurrió que lo único lógico que podía hacer era salir a emborracharse. Pero no a embriagarse ligeramente, como solía estar a menudo, sino a ponerse borracho perdido. Asquerosamente borracho.
No sólo porque conocía a Arthur Dineen, la víctima del asesino, tampoco porque conocía a
Rex,
el dobermann que casi había sido víctima del asesino, cuya bala le había agujereado el cráneo, pero no había logrado matarlo y pronto se recuperaría. Dineen le había caído más o menos bien a Tracy, y
Rex
le había caído muy bien, a pesar de que al perro lo había visto pocas veces, y al señor Dineen casi a diario durante seis o siete meses.
No, el vivo deseo de ponerse trompa no provenía del hecho de que conociera a las víctimas del crimen, sino del hecho, del hecho absolutamente increíble de que él, Bill Tracy, había planeado el asesinato.
Sencillamente no tenía sentido.
Aunque, claro, tampoco lo tenía el emborracharse por ello. Por lo tanto, para Tracy, las dos cosas parecían tener un fuerte y lógico nexo de unión.
Tracy os hubiera caído bien, a pesar de los extraños rumbos por los que su lógica lo conducía de vez en cuando. Pero os hubiera caído mejor cuando estaba ligeramente bebido.
Sobrio, os habría resultado un tanto cínico. Pero no se lo podía culpar por ello; escribir guiones para radio-novelas habría vuelto cínico al más santo, y Tracy no era un santo. Si se lo hubierais preguntado, os habría dicho que era un periodista venido a menos.
Os habría dicho, además, que tendría que haber existido una ley que prohibiera las radionovelas como
Los millones de Millie,
de cuyo guión era responsable. Si hubiera una ley que las prohibiera, las emisoras de Radio no podrían emitirlas y, en consecuencia, no podrían contratar a tipos inteligentes como Bill Tracy para escribirlas, ¿está claro? En ese caso, él podría volver a ser periodista.
Pero ¿acaso no podía volver a serlo de todos modos? Bueno, si... y no. El sistema capitalista impone una serie de obligaciones propias. Escribir
Los millones de Millie
le permitía ganar casi tres veces más de lo que sacaría como recolector de noticias en un periódico, y hace falta mucha fuerza de voluntad para rechazar semejante diferencia salarial.
Cuatrocientos dólares semanales, cada semana, era demasiado dinero para rechazarlo, incluso después de que hubiese averiguado lo que eran las radionovelas. En cualquier momento del día o de la noche, estaba más que dispuesto a contarte lo que eran de verdad las radionovelas:
—Un hito de la Radio, ¿vale? Cuando le das la vuelta a una piedra, ¿qué es lo que encuentras debajo? Pues bien, lo mismo pasa con las radionovelas. Los patrocinadores le dieron la vuelta a una piedra que nunca había sido tocada, y debajo de esa piedra encontraron un sector de la población que nunca había leído ni escuchado nada en su vida, porque hasta ese momento nunca se había emitido nada lo bastante bueno como para que lo escucharan.
»Pero hay un detalle: la gente compra cosas, como jabones y cosméticos. De modo que ahora tienen programas de Radio dirigidos a ellos. ¿Y los programas? Son obras interminables en las que unos personajes buenos, imposibles, si es que se les puede tildar de personajes, sufren, y sufren, y sufren. ¡Dios santo, cómo sufren!
»Para escribir el guión de una radionovela, te pasas las noches sin dormir tratando de imaginarte qué es lo que el Destino le puede deparar a tu heroína cuando ya ha pasado por terremotos, amores no correspondidos, chantajes; cuando ya ha sido raptada por malhechores y espías, y han tratado de asesinarla; cuando le ha pasado de todo menos que se le llenaran los pantalones de hormigas, que es justamente lo que necesita. Pero en la Radio no puedes hacer eso.
»Tienes —mejor dicho, tengo— que meterla en algún nuevo embrollo antes de sacarla del anterior, y esto continúa así por los siglos de los siglos. A veces me gustaría reunir una delegación de las mujeres estúpidas que escuchan el programa de
Millie
mientras lían sus tareas hogareñas, y me gustaría...
Bien, ésa era una de las versiones más leves de lo que a Tracy le gustaría hacer con sus seguidoras, pero aun así no puedo imprimirla. De vez en cuando se le ocurrían cosas extrañas y nuevas que habrían dicho mucho a favor de Torquemada. Pero, evidentemente, Tracy no lo decía en serio.
En el fondo, el hombre sentía una especie de cariño furtivo por
Millie
(aunque no por sus seguidoras), y quizás era por eso que lo amargaban los sufrimientos que la pobre debía padecer en cada guión. Y descargaba esa amargura en las oyentes que exigían esos sufrimientos.
En momentos de ecuanimidad, reconocía que la fórmula empleada por las radionovelas era la fórmula básica de las grandes obras literarias. En realidad, la única diferencia entre
Los millones de Millie
y, por ejemplo,
La Odisea
de Homero, era que Ulises sufría por un espacio limitado de tiempo, mientras que Millie era una eterna sufridora, debido a las exigencias de su público. No podía casarse felizmente y establecerse, y tampoco podía morirse y acabar con sus problemas. Ese es el verdadero motivo por el cual una serie de Radio debe convertirse en la perdición del oído discriminador; en lugar de ser una historia con un principio y un fin, sigue y sigue hasta convertirse en un absurdo palpable y palpitante.
Pero volvamos a Tracy. Después de haber mirado la pared durante un tiempo prudencial, se dirigió al teléfono y llamó al despacho de Dineen.
Le contestó la voz de Elsie.
—Habla Tracy —le dijo—, acabo de leer los periódicos. ¿Hay algo que yo pueda hacer?
—No..., supongo que no, señor Tracy —repuso ella. Se la notaba muy cansada—. El señor Wilkins se ha hecho cargo de todo. ¿Quiere hablar con él?
—No necesariamente. Pero..., sí, ponme con él, así acabaremos de una vez. Espera, dime una cosa. He comprado una de las primeras ediciones de la tarde y acabo de leer el periódico. ¿Ha ocurrido algo nuevo desde entonces? Quiero decir, ¿ha logrado la Policía encontrar al asesino?
—No, señor Tracy, no hay novedades. Espere un momento, le pasaré con el señor Wilkins.
Poco después, la vocecita precisa del señor Wilkins se oyó a través del teléfono.
—¿Diga?
—Soy Bill Tracy, señor Wilkins. Nos hemos visto, pero no sé si me recuerda... Ah, ¿me recuerda? Bien. Llamaba para saber si hay algo que yo pueda hacer.
—Me alegra que telefonee, señor Tracy. Los programas deben continuar, claro, y estoy tratando de tomar las riendas y... seguir adelante. Veamos, escribe usted el programa de
Millie
. ¿Cuántos guiones tiene adelantados?
—Tres —repuso Tracy, contento de, por una vez, haberse adelantado al juego—. Es decir, tres más, aparte de los cinco que normalmente se exigen. El contrato me exige que lleve una semana de adelanto, pero ayer entregué una tanda que me dejará más tiempo libre. Los tiene Crawford. De manera que durante tres días estaré libre de deudas.