El asesino de Gor (15 page)

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Authors: John Norman

BOOK: El asesino de Gor
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El hombre emitió un gruñido irónico, y se recostó en su asiento.

Marlenus, que había sido Ubar de Ar muchos años atrás, era el fundador del Imperio de Ar, y había extendido la hegemonía de la próspera Ar a varias ciudades del norte. Había caído precisamente en el momento en que yo había robado la Piedra del Hogar de la ciudad. Después, había ayudado a liberar Ar, caída en manos de la horda de Pa-Kur, Maestro de los Asesinos, que había pretendido convertirse en Ubar de la ciudad, heredar los símbolos del cargo y vestir el manto púrpura imperial. Marlenus había perdido la Piedra del Hogar; por otra parte, los hombres de Ar temían sus ambiciones. Por todas estas razones se le había negado públicamente el pan, la sal y el fuego, lo habían exiliado de la ciudad y le habían prohibido que regresase, bajo pena de muerte. Se había convertido en un proscrito en la Cordillera Voltai; desde las montañas, él y sus fieles partidarios podían ver las torres de Ar, la Gloriosa Ar donde otrora había sido Ubar. Yo sabía que muchos habitantes de Ar no habían deseado el exilio de Marlenus; tenía partidarios sobre todo en las castas inferiores a las cuales siempre había protegido. Kazrak, que había sido varios años Administrador de la ciudad, había conquistado cierta popularidad por su trabajo esforzado, después de desechar el rojo de los guerreros y asumir el Pardo del Administrador, una labor que lo había llevado a resolver muchos y complejos problemas civiles y económicos, por ejemplo la reforma de los tribunales, las leyes y los reglamentos relacionados con el comercio; pero no había conseguido estimular el entusiasmo general de los ciudadanos comunes de Ar, y sobre todo de los que recordaban con nostalgia las glorias y los esplendores del reinado de Marlenus, ese guerrero maravilloso, vanidoso y egocéntrico, poderoso y altivo, pero capaz de soñar, de pensar en un mundo indiviso y seguro para los hombres, un mundo unificado, aunque fuera por la espada de Ar. Yo recordaba a Marlenus. Tenía tanto prestigio que le bastaba alzar una mano para que mil espadas se desenvainaran, para que mil gargantas proclamaran su nombre, para que mil hombres marchasen o mil tarns echaran a volar. Era necesario exiliar de Ar a un hombre así. Un hombre como él jamás podría ocupar el segundo lugar en una ciudad.

Después oí tres toques y vi aparecer a los tarns. De la multitud se elevaron gritos de expectativa. Se cruzaron apuestas de último momento.

En esta carrera volaban ocho tarns y los trajeron encapuchados sobre plataformas de ruedas, arrastradas por tharlariones. Los carros estaban pintados con los colores de las diferentes facciones. El jinete viajaba en el carruaje, al lado de su montura, vestido con la seda de su propia facción.

Por supuesto, eran tarns de carrera, un ave en muchos sentidos diferente de los tarns comunes de Gor, o de los que se utilizaban en la guerra. Se distinguen no sólo por el entrenamiento, que en efecto es distinto, sino también por el tamaño, la fuerza, la estructura del cuerpo y las tendencias innatas. Se cría a ciertos tarns principalmente por la fuerza, y se los usa para transportar mercaderías que viajan en canastos. En general, estas aves vuelan más lentamente, y son menos ariscas que los tarns de guerra o los de carrera. Los de guerra tienen fuerza y velocidad pero también agilidad, reflejos muy vivos e instintos combativos. Los tarns de guerra, que tienen las garras revestidas de acero, tienden a ser aves muy peligrosas, incluso más que sus semejantes destinados a otros usos; en realidad, ningún ave de este tipo puede decirse que esté completamente domesticada. El tarn de carrera es un ave extremadamente liviana; dos hombres pueden levantar a uno de estos animales; su pico es más angosto y liviano que el pico del tarn común o del tarn de guerra; en general, las alas son más anchas y más cortas que en las restantes especies, lo que les permite elevarse más prestamente y realizar giros bruscos en vuelo; no pueden llevar mucho peso, y por supuesto los jinetes son hombres menudos, generalmente de casta inferior, seres tenaces y agresivos.

Ahora estaban quitando las capuchas a los tarns, y las aves se encaramaron a sus perchas. Por supuesto, la posesión de la percha interior es una ventaja. Advertí que el Verde tenía la percha interior de la carrera. Ello significaba que algunos partidarios del Plata se volcarían al Verde, pues los hombres, al margen de su fidelidad a determinada facción, apuestan por el ave que según creen tiene más posibilidades de ganar. Se utilizan las mismas perchas para iniciar la carrera y para terminarla. Vi que dos de los tarns que participaban en esta carrera no pertenecían a una determinada facción, y eran propiedad de individuos privados, desvinculados de las facciones; lo mismo podía decirse de sus jinetes; digamos de paso que el jinete es tan importante como el ave, porque un jinete experimentado a menudo consigue imponerse a un ave novata, y en cambio un ave excelente, mal controlada o manejada con timidez, probablemente será derrotada.

—¡Golosinas! —gimió una vocecita a pocos metros de distancia—. ¡Golosinas!

Miré en la dirección de donde provenía la voz y me sorprendió ver, cuatro peldaños más abajo, la figura patética, regordeta y bulbosa de Hup el Loco, cojeando de una grada a la siguiente, la cabeza grande bamboleándose sobre el cuerpo pequeño, la lengua asomándole incontrolable entre los labios deformes. Las manos nudosas aferraban una bandeja de golosinas, sostenida por una cuerda que pasaba alrededor del cuello de la criatura.

—¡Golosinas! —gimió—. ¡Golosinas!

Muchas de las personas que le veían se apartaban. Las mujeres libres se cubrían el rostro con la capucha. Algunos hombres le ordenaron irritados que se alejase del área que ellos ocupaban, no fuese que provocase el enojo de sus mujeres. Una joven esclava, que tendría unos quince años, utilizó una moneda que el amo le había dado para comprar una golosina al pequeño Hup. Yo mismo hubiera deseado comprarle algo, pero no quería que él me reconociese, pues imaginé que su mente sencilla podía recordar nuestro primer encuentro, en la taberna de Spindius, donde le había salvado la vida.

—¡Golosinas! —gritó el hombrecillo—. ¡Golosinas!

—Creo que compraré algo —dijo el hombre que estaba detrás de mí.

Me puse de pie y me volví, pensé alejarme de modo que Hup no me viese. No miré ni a derecha ni a izquierda, y comencé a retirarme.

—¡Un caramelo! —gritó el hombre que estaba detrás.

—¡Sí, amo! —oí contestar a Hup, que comenzó a acercarse al comprador.

Encontré un asiento a varios metros de distancia, y después de un rato vi que Hup se alejaba del lugar.

—¿Cuál es tu facción? —preguntó el individuo que estaba a mi lado, un Metalista.

—Apoyo a los verdes —dije, porque fue lo primero que se me ocurrió.

—Yo soy Oro —dijo el otro. Llevaba un parche de ese color sobre el hombro izquierdo.

Se oyó el toque del juez, de la multitud se elevó un clamor y todos se pusieron de pie cuando los tarns emprendieron el vuelo.

El Verde, que tenía la percha del lado interior, se adelantó al resto.

La carrera fue breve, tenía a lo sumo un recorrido de cinco pasangs, y ganó una de las aves que pertenecía a propietarios particulares, con gran desagrado de la multitud, salvo dos que se habían atrevido a aceptar las apuestas contra el ave ganadora.

Uno de los hombres que estaba cerca de mí al parecer era uno de los afortunados, porque saltaba en el aire gritando complacido. Después comenzó a abrirse paso en la multitud, en dirección a las mesas de los Mercaderes que aceptaban las apuestas.

Observé que Minus Tentius Hinrabian había decidido retirarse ahora. Lo hizo con movimientos irritados, seguido por sus guardias, el capitán Safrónico y el resto de su séquito. Advertí sorprendido que casi nadie prestaba atención a su salida.

Seguían varias carreras, pero ahora el sol vespertino ya se había ocultado detrás del techo del cilindro central, y por mi parte decidí que había llegado el momento de retirarme.

Oí el doble toque del juez, que informaba a la multitud que la carrera siguiente comenzaría en diez ehns.

Me levanté del asiento y comencé a caminar hacia la salida. Algunos espectadores me miraron con reproche mal disimulado, e incluso con desdén. El aficionado de Ar generalmente permanece hasta la última carrera, e incluso a veces más tarde; y comenta el acontecimiento y cómo él habría obtenido mejores resultados si hubiese sido el jinete del ave. Por mi parte, yo ni siquiera usaba el distintivo de una facción.

Mi intención era descansar en los Baños, cenar tranquilamente en una taberna y después regresar a la Casa de Cernus. Había una jovencita llamada Nela, que generalmente estaba en el Estanque de las Flores Azules, y con quien me gustaba departir. Cuando regresara a la Casa de Cernus seguramente Elizabeth habría concluido su potaje de esclava y me esperaría en el aposento; yo escucharía el informe de lo que había hecho durante el día y ella se enteraría de mis propias actividades o de la mayor parte de las mismas. Cuando avanzara su instrucción y se le permitiera salir de la casa con mayor frecuencia, pensaba llevarla a las carreras y los Baños, aunque quizá no al Estanque de las Flores Azules.

Habían transcurrido veinte días desde el momento en que habían traído a las jóvenes de la Cordillera Voltai. Pero Elizabeth y las dos muchachas, Virginia y Phyllis, llevaban sólo cinco días de instrucción. Esta demora se relacionaba con ciertas decisiones de Flaminio y Ho-Tu. Yo había estado allí la vez que las dos jóvenes aceptaron ser instruidas como esclavas. Por mi parte había esperado que la instrucción comenzara inmediatamente. Pero no había sido así.

Durante quince días habían mantenido a Virginia y a Phyllis en minúsculos cubículos, construidos de tal modo que el prisionero jamás puede extender todo el cuerpo; después de un tiempo, la postura forzada provoca considerable dolor físico; y por orden de Flaminio, Phyllis sufría una tortura suplementaria, porque la maniataban a los barrotes varios ahns diarios con prohibición de hablar, se la obligaba a comer de la mano y a beber agua de una botellita que le ponían entre los labios. Al fin la propia Phyllis había preguntado una y otra vez, con una actitud poco racional, porque el guardia ni siquiera entendía inglés, cuándo llegaría el momento de comenzar la instrucción. La pregunta, formulada insistentemente, no obtenía respuesta. Obedeciendo a sus instrucciones, el guardia ni siquiera hablaba en goreano a las prisioneras. En la medida de lo posible las ignoraba. Se las alimentaba y se les suministraba agua como si hubieran sido animales; y como eran esclavas, para los goreanos prácticamente tenían el carácter de animales.

Como Elizabeth sería la principal del grupo, la llevaron a la cámara de los cubículos cuando llegó el momento de retirar de allí a Virginia y a Phyllis. Yo la acompañé. Cuando levantaron las pequeñas puertas de hierro, el guardia con el látigo de pie cerca de la salida, Virginia y Phyllis salieron arrastrándose, con movimientos dolorosos. No podían ponerse de pie. El guardia aseguró una de las muñecas de Phyllis al riel que corría a lo largo de la pared y después cerró los brazaletes sobre las muñecas de Virginia, unidas a la espalda; llevó a Virginia al nivel principal y la obligó a arrodillarse frente a Flaminio y a Ho-Tu; Elizabeth y yo estábamos detrás; después, el guardia regresó a la pared, liberó a Phyllis pero luego le aseguró las manos a la espalda, como había hecho con Virginia, y la empujó hacia nosotros para dejarla al lado de Virginia. Obligó a las dos muchachas a inclinar la cabeza hasta el suelo.

—¿El hierro está preparado? —preguntó Ho-Tu al guardia, y éste asintió.

A una señal de Ho-Tu el guardia llevó a Virginia al potro de marcar, y la aseguró con cuerdas y hierros. Movió la palanca de modo que el muslo de la joven ocupase el lugar adecuado. Ella no dijo nada y permaneció inmóvil, las muñecas aseguradas a la espalda, y vio cómo se aproximaba el hierro. Observó el signo elegante, al rojo vivo, de la terminación del hierro; lanzó un alarido incontrolable cuando el hierro la marcó, firme y decisivamente, durante unos tres ihns; y después sollozó, fuera de sí, mientras el guardia movía la palanca para liberarla; la retiró del bastidor y la depositó en el suelo, a los pies de Ho-Tu y Flaminio; los ojos de Phyllis estaban agrandados por el miedo, pero a semejanza de Virginia, ni siquiera gimió cuando el guardia alzó su cuerpo, la llevó al potro y la maniató.

—Todavía marcamos a mano —me dijo Ho-Tu—. Los artefactos mecánicos marcan con excesiva uniformidad. A los compradores les gusta una joven marcada a mano. Además, para una esclava es mejor que la marque un hombre; se obtienen mejores esclavas. Sin embargo, el potro es un recurso útil porque impide errores de marcación. —Luego señaló al guardia—. Strius —dijo— tiene uno de los mejores hierros de Ar. Su trabajo casi siempre es exacto y limpio.

Phyllis Robertson echó hacia atrás la cabeza y emitió un grito desgarrador; después también ella comenzó a sollozar y a temblar, mientras Strius la retiraba del potro y la reunía con Virginia.

Las dos jóvenes sollozaban.

Con movimientos suaves, Flaminio les estiró las piernas y las masajeó. Estoy seguro de que el dolor de la marca les impedía sentir el dolor provocado por el masaje, con el cual Flaminio intentaba restablecer la circulación y la sensibilidad de las piernas doloridas.

Oí a una mujer que se movía cerca, y oí el sonido de las campanillas de una esclava.

Volví la cara, y me sobresalté. Estaba mirándonos una mujer de la Seda del Placer, un ser de notable belleza, pero que en el rostro mostraba cierta sutil dureza, como un gesto de desprecio. Llevaba un collar amarillo, el de la Casa de Cernus, y la Seda del Placer también era amarilla. Las campanillas, una doble hilera, estaban fijas al tobillo izquierdo. Del cuello colgaba un silbato para impartir órdenes a los esclavos. De la mano derecha, sujeta a la muñeca, una barra para esclavos. Tenía la piel blanca y los ojos eran oscuros, y los labios muy rojos; era un placer ver el movimiento de su cuerpo exquisito; me miró con una leve sonrisa, atenta al negro de mi túnica y a la marca de la daga; tenía los labios gruesos, probablemente una característica obtenida mediante la manipulación genética; yo no dudaba que esa mujer de cabellos negros, cruelmente bella, era una esclava de pasión. Era una de las criaturas más ásperamente sensuales que hubiese visto jamás.

—Soy Sura —dijo mirándome—, y enseño a las muchachas a complacer a los hombres.

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