El asno de oro (21 page)

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Authors: Apuleyo

BOOK: El asno de oro
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Después, con mucha pompa y honra, acompañándolo todo el pueblo, lo llevaron a enterrar. Trasilo, en todo esto, no hacía sino dar voces y llorar, y las lágrimas que al principio de su llanto no tenía, creciéndole ya el gozo de la muerte de su amigo, le salían de los ojos, engañando la verdad con muchos nombres de amor y caridad: llamándole amigo, y ambos de una edad, su compañero y su hermano; finalmente, que le llamaba por su propio nombre con mucho lloro y dolor. Así mismo, algunas veces tomaba las manos de Carites por que no se diese golpes entre los pechos, y apartábale el dolor cuanto podía, y con palabras blandas porfiábale mucho que no tomase tanta pena, entremetiendo solaces de otros casos acontecidos por muchos y varios ejemplos. De esta manera, metiendo todos los oficios de amor y piedad, siempre entremetía gana de tocar a la dueña, como quiera que podía, y deleitándose maliciosamente pensaba hacerle tomar su aborrecible amor.

Después de acabadas las exequias de la sepultura, la dueña luego procuró de ir adonde estaba su marido, para lo cual comenzó a tentar todas las vías que pudo, de las cuales le pareció la más reposada y mansa, que no ha menester cuchillo ni espada, y semejante a una apacible holganza, la hambre; y escogiendo ésta por mejor para morir, ya había pasado algún día sin comer, estando escondida en hondas tinieblas, llorando y malaventurada, donde así deliberaba de morir. Mas Trasilo, con instancia malvada, unas veces por sí mismo y otras por los familiares de casa y por los parientes y padres de la misma moza, trabajó con ella que confortase los miembros casi ya desfallecidos, amarillos y sucios de la hambre, lavándose y comiendo algún poco. Ella, como tenía mucha reverencia a sus padres, aunque contra su voluntad, por satisfacer a la obediencia que era obligada, obedeció, pero no con gesto alegre, aunque un poco más que solía, e hizo lo que le mandaban, comiendo como hacen los que quieren vivir, como quiera que todos los días y noches consumía en lloroso deseo. Y dentro en su pecho y de sus entrañas se deshacía su corazón llorando y plañendo de continuo. Y la imagen de su marido difunto, que ella había hecho a su semejanza del dios Baco, y continuamente adoraba y honraba como a Dios, le era solaz; en el cual se atormentaba. Trasilo, como era hombre arrebatado y temerario, como su nombre lo declara, antes que las lágrimas hubiesen satisfecho al dolor y antes que el furor del corazón cesase y el llanto se aplacase, no habiendo pasado mucho tiempo para que la pena se le amansase, que aun estaba llorando a su marido, mesándose los cabellos y rasgando sus vestiduras, no dudó de hablarle, diciéndole que se casase con él, y con la poca vergüenza que tenía, no dudó tampoco descubrirle el secreto de su pecho y los inefables engaños y maldades que pensaba.

Carites, cuando esto oyó, espantose de voz tan nefanda, y fue herida así como de un gran trueno o relámpago, o como de un rayo del cielo, de manera que cayó su cuerpo y el ánimo se obscureció. Pero dende a un poco, tornando algo en sí, comenzó a hacer un fiero llanto y lloro; y mirando que sobre aquel negocio que el malvado Trasilo le proponía era razón de mirar, puso el deseo del demandador en dilación de mayor consejo, y esa misma noche le apareció el ánima del mezquino de su marido Lepolemo, que era muerto, la cual, alzando la cara ensangrentada, amarilla y muy disforme, quebrantó el casto sueño de su mujer, diciendo:

—Señora mujer, lo cual no conviene que de otro hombre ninguno te sea dicho, ni por este nombre seas de otro llamada: si tienes memoria en tu corazón y te recuerdas de mí, o si por ventura el vínculo del amor se te ha quitado del corazón por el acaecimiento de mi grave y amarga muerte; yo te doy licencia para que te cases en buena hora con quien quisieres, con tal condición que jamás vengas a poder del traidor sacrílego de Trasilo, ni hables con él, ni te sientes a la mesa, ni duermas en cama con él; huye de su mano sangrienta que me mató. No quieras comenzar bodas con quien mató a tu marido, que aquellas llagas, cuya sangre lavaron tus lágrimas, no son todas de las navajas del puerco, porque la lanza del malvado de Trasilo me hizo ajeno de ti.

Y de esta manera le contó todas las otras cosas, por donde le manifestó toda la traición como había pasado. Ella, como estaba muy triste, con sueño muy temeroso, apretó la cara con la ropa, y durmiendo le manaban tanto las lágrimas, que bañaba la cama, y despertó muy espantada del reposo que tenía sin holganza, así como si despertara espantada de un gran trueno; y tornando a su lloro comenzó a dar aullidos y gritos muy largamente, y rompida la camisa, se daba de bofetadas con las manos en la cara. Pero con todo esto, nunca descubrió a persona el sueño que había visto, y disimulada la traición y maldad de Trasilo, deliberó consigo de matar al malvado matador y de apartarse ella y salir de vida tan mezquina y desdichada. Otro día siguiente, he aquí dónde torna otra vez el abominable demandador de placer tan presto y no convenible, y comenzó a porfiar en las orejas que estaban cerradas para entender en cosa de casamiento; pero ella, con astucia maravillosa, disimulando su corazón, comenzó blandamente a menospreciar las palabras de Trasilo, el cual, con mucha instancia, importunaba y humildemente le rogaba que quisiese casarse con él, y ella le respondió:

—Aun ahora, le hermosa cara de tu hermano y mi amado marido se representa ante mis ojos, y aun el olor celestial de su cuerpo dura en mis narices, y aun también aquel hermoso Lepolemo vive dentro de mi corazón.

Por ende, tú tomarás buen consejo si concedieres tiempo necesario para el luto y llanto que una mezquina hembra como yo es obligada a hacer legítimamente por su marido, hasta que pasen algunos meses y se cumpla el año, lo cual cumplirá así a mi honra como al provecho de mi salud. Porque, por ventura, con la prisa de nuestro casamiento, no resucitemos el ánima de mi marido con su causa y enojo justo, para daño y fin de su salud y vida.

Trasilo, no satisfecho con estas palabras ni contento al menos con el prometimiento que le hacía de aquel poco tiempo, tornó a porfiar, echando palabras falsas de su lengua lastimera, hasta tanto que Carites, vencida de su importunidad, con gran disimulación, comenzó a decir de esta manera:

—Necesaria cosa es, Trasilo, que tú me otorgues lo que con mucha gana y ansia te pido: lo cual es que, por algunos días, secretamente seamos en uno, en tal manera que ninguno de los familiares de casa lo sienta, hasta que pasen algunos días en que se cumpla el año.

Trasilo, cuando esto oyó, oprimido de la engañosa promesa de la mujer, consintió alegremente por cumplir su voluntad con ella a hurto; y luego deseó con gran voluntad la noche y obscuras tinieblas, posponiendo todas las cosas a una voluntad, que era tenerla a su placer. Carites le dijo:

—Tú, Trasilo, mira bien que lo hagas discretamente: cubierta la cabeza y con tu capa, solo, sin compañía, vendrás a mi puerta callando al primer sueño, y solamente con un silbo que des, despertarás a esta mi ama, la cual estará esperando a la puerta, y como llegares, ella te abrirá y recibirá en casa, sin ninguna lumbre y te meterá en mi cámara.

Cuando esto oyó Trasilo, plúgole mucho de la manera y aparato que le decía de sus bodas mortales, y no sospechando otra alguna mala cosa, sino turbado con la esperanza, solamente se quejaba del espacio del día y de la mucha tardanza de la noche. Después que el Sol dio lugar a la noche, Trasilo, aparejado como lo mandó Carites y engañado con la vela engañosa del ama, lanzose en la cámara lleno de placer y esperanza: entonces la vieja, por mandado de su señora, le comenzó a halagar y hacer caricias, y, secretamente, sacado un jarro grande de vino, el cual estaba mezclado con cierta medicina para darle sueño, de allí con una copa le dio a beber tres o cuatro veces, fingiendo que su señora se tardaba porque estaba allí su padre enfermo y ella estaba cerca de él hasta que reposase; en esta manera, Trasilo, bebiendo de aquel vino seguramente y con aquel deseo que tenía, fácilmente la vieja lo enterró en un profundo sueño. Estando él ya dispuesto para sufrir todas las injurias que le quisiesen hacer durmiendo de espaldas, la vieja llamó a Carites, la cual, con esfuerzo varonil y cruel ímpetu, arremetió con aquel matador, y estando sobre él, dijo estas palabras:

—Veis aquí el fiel compañero de mi marido; éste es aquel noble cazador; éste es el marido mucho amado; esta mano es aquella diestra que derramó mi sangre; éste es el pecho que pensó y compuso aquellos engañosos rodeos y palabras para mi destrucción y pérdida; éstos son los ojos a quien yo en mal hora agradé, los cuales, en alguna manera sospechando las tinieblas perpetuas que les habían de venir, previnieron su pena: pues duerme seguro y sueña bien a tu placer, que yo no te heriré con cuchillo ni con espada; nunca plega a Dios que tal haga, por que no te iguale con mi marido en semejante género de muerte. Pero siendo tú vivo morirán tus ojos y no verás cosa alguna sino cuando durmieres; yo haré que tú sientas ser más bienaventurada la muerte de tu enemigo que la vida que tú hubieres, porque, cierto, tú no verás lumbre y habrás menester quien te guíe; a Carites no tendrás ni gozarás de sus bodas, ni te alegrarás con el reposo de la muerte, ni habrás placer con el deseo de la vida; pero andarás como una estatua, incierto, andando entre el Sol y el infierno, que ni sepas si te has de contar con los vivos o con los muertos; y andarás mucho tiempo buscando la mano que quebró tus ojos y no la hallarás, la cual en la pena y turbación es muy miserable y lleno de toda angustia, que no sepas de quién te puedes quejar; además de esto, yo sacrificaré y aplacaré la sepultura de Lepolemo con la sangre de tus ojos, y asimismo haré sacrificio con estos tus ojos a su ánima santa. Mas ¿por qué soy causa yo que por esta mi tardanza tú ganes alguna dilación de tu tormento y por ventura tú ahora sueñas o piensas en mis pestíferos abracijos? Así que, dejadas las tinieblas del sueño, vela y despierta a otra ceguedad de pena, alza y levanta la cara vacía de lumbre; reconoce la venganza, entiende tu desdicha, cuenta tus mancillas. De esta manera pluguieron tus ojos a la mujer casta y limpia; de esta manera alumbraron las hachas de las bodas al tálamo de tu casamiento.

En esta manera tendrás las diosas del matrimonio por vengadoras y tendrás la ceguedad por compañía y perpetuo estímulo de conciencia.

En esta manera, habiendo hablado y profetizado, Carites sacó un alfiler de la cabeza e hirió con él en los ojos de Trasilo, y dejándolo así ciego del todo, en tanto que con el dolor no sentido desechaba la embriaguez de aquel sueño, ella arrebató la espada desnuda que su marido Lepolemo se solía ceñir y echó a correr furiosamente por medio de la ciudad, que por cierto yo no sabía qué mal era que quería hacer, y así se fue corriendo hasta la sepultura de su marido. Nosotros y todo el pueblo, sin quedar nadie en casa, seguimos tras de ella, apercibiendo unos a otros que le quitásemos la espada de sus furiosas manos; pero Carites sentose cerca de la sepultura de Lepolemo, y echando a unos y a otros con la espada en la mano, después que vio los llantos y lloros de los que allí están, dijo:

—Apartad, señores, de vosotros estas lágrimas importunas; apartad el llanto, que es ajeno de mis virtudes, porque yo me vengué del cruel matador de mi marido; yo he punido y castigado al ladrón y malvado robador de mis bodas; ya es tiempo que con esta espada busque el camino para irme adonde estaba mi Lepolemo.

Y después que hubo contado por orden todas las cosas que su marido le reveló en el sueño, asimismo en qué manera y con cuánta astucia había engañado a Trasilo, diose con la espada por debajo del pecho derecho, y así cayó muerta y revuelta en su propia sangre; finalmente, no pudiendo hablar claro, se le salió el ánima. Entonces los criados de la mezquina de Carites corrieron presto, y, con mucha diligencia lavado el cuerpo, en aquella misma sepultura la enterraron, dando perpetua compañera a su marido.

Trasilo, vistas todas estas cosas que por él habían pasado, no pudiendo hallar género de muerte que satisficiese a su presente tribulación, y teniéndose por muy cierto que ninguna espada ni cuchillo podía bastar a la gran traición por él cometida, hízose llevar al sepulcro de Lepolemo, y estando allí dijo así:

—¡Oh ánimas enemigas, veis aquí dónde viene la víctima y sacrificio de su propia voluntad para vuestra venganza!

Y diciendo esto, lanzose en el sepulcro, y, cerradas las puertas de la tumba, deliberó por hambre sacar de sí el ánima, condenada por su sentencia.

Capítulo II

Cómo después que los vaqueros y yegüerizos y mayordomos del ganado de Carites y Lepolemo supieron que sus señores eran muertos, robada toda la hacienda que estaba en la alquería, huyeron para tierras extrañas; y de lo que por el camino les aconteció.

Contando estas cosas aquel mancebo que allí había venido a los otros labradores, que con gran atención lo escuchaban, suspiraba algunas veces, y otras también lloraba, mostrando gran pena. Entonces ellos, temiendo la novedad de la mudanza de otro señor y habiendo gran mancilla de la desdicha que vino en la casa de su señor, aparejáronse para huir; pero aquel mayordomo de la casa que tenía cargo de las yeguas y ganado, el cual me recibió muy recomendado para tratar y curarme bien, todas cuantas cosas había de precio en la casa lo cargó encima de mis espaldas y de otros caballos, y así se partió desamparando ésta su primera morada. Nosotros llevábamos a cuestas niños, mujeres; llevábamos gallinas, pollos, pájaros, gatos y perrillos, y cualquier otra cosa que por su flaco paso podía detener la huida, andaba con nuestros pies; y como quiera que la carga era grande, no me fatigaba el peso de ella; antes, la huida era gozosa para mí, por dejar aquel bellaco que me quería castrar y deshacerme de hombre.

Yendo por nuestro camino, habiendo pasado una cuesta muy áspera de un espeso monte, entramos por unos grandes campos, y ya que la noche venía, que casi no veíamos el camino, llegamos a una villa muy rica y gruesa, adonde los vecinos nos defendieron que no caminásemos de noche, ni aun tampoco de mañana antes del día, porque había por allí infinitos lobos muy grandes y de terribles cuerpos, feroces y muy bravos, que estaban acostumbrados a destruir y maltratar toda aquella tierra y que salteaban en los caminos a manera de ladrones, matando a los que pasaban; y aun con la hambre eran tan rabiosos, que combatían y entraban en los lugares que por allí había, de manera que el daño y destrucción que habían hecho en los ganados ya lo comenzaban a hacer en los hombres; finalmente, nos dijeron que por aquel camino por donde habíamos de pasar había muchos cuerpos de hombres medio comidos, blanqueando los huesos y roídos, sin ninguna carne; y por esto, que fuésemos mucho sobre aviso, que no anduviésemos por aquel camino sino en día claro y sereno, que el día fuese ya bien alto y el Sol esforzado, excusándonos y apartándonos de los montes, donde ellos acechaban, porque con el Sol del día el ímpetu y braveza de estas bestias fieras se refrena y detiene, y que no fuésemos derramados, mas toda la compañía junta pasásemos aquellos peligros y dificultades. Pero aquellos malvados huidores que nos llevaban, ciegos con el atrevimiento de la prisa que ellos llevaban y miedo que no los siguiesen, desechado el consejo saludable que les daban, no esperaron el día, mas cerca de media noche nos cargaron y comenzaron a caminar. Entonces yo, por miedo del peligro susodicho, cuanto más pude me metí en medio de todos, y, escondido en medio de todas las otras bestias, procuraba cuanto podía de defender mis ancas que no me mordiese algún lobo, y todos se maravillaban cómo yo andaba más liviano que cuantos caballos allí iban; pero aquello no era livianeza de alegría, mas era indicio del miedo que llevaba. Finalmente, que yo pensaba entre mí que aquel caballo Pegaso, por miedo, le habían nacido alas con que voló, y por eso voló hasta el cielo, habiendo miedo que no le mordiese la ardiente Quimera. Aquellos pastores que nos llevaban hiciéronse a manera de un ejército: unos llevaban lanzas; otros, dardos; otros, ballestas, y otros, palos y piedras en las manos, de las cuales había asaz abundancia, porque el camino era todo lleno de ellas; otros llevaban picas bien agudas, y algunos había que llevaban hachas ardiendo por espantar los lobos; en tal manera iban, que no les faltaba sino una trompeta para que pareciera hueste de batalla. Pero como quiera que pasamos nuestro miedo sin peligro, caímos en otro lazo mucho mayor, porque los lobos, o por ver mucha gente, o por las lumbres, de que ellos han gran miedo, o por ventura porque eran idos a otra parte, ninguno de ellos vimos ni pareció cerca ni lejos; mas los vecinos de aquellas quinterías, por donde pasábamos, como vieron tanta gente armada, pensaron que eran ladrones, y proveyendo a sus bienes y haciendas, con gran temor que tenían de ser robados, llamaron a los perros y mastines, que eran más rabiosos y feroces que lobos y más crueles que osos, los cuales tenían criados así bravos y furiosos para guarda de sus casas y ganados, y con sus silbos acostumbrados y otras tales voces enhotaron los perros contra nosotros, y ellos, además de su propia braveza, esforzados con las voces de sus amos, nos cercaron de una parte y de otra y comienzan a saltar y morder en la gente, sin hacer apartamiento de hombres ni de bestias; mordían tan fieramente que a muchos echaron por ese suelo. Viérades una fiesta que era más para haber mancilla que no para contarla, porque como había muchos perros que ardían como rabiosos, a los que huían arrebataban con los dientes, y a los que estaban quedos arremetían, y a los que estaban caídos les sacaban los pedazos, en tal manera, que a bocados pasaban por toda nuestra compañía. He aquí a este peligro sucedió otro mayor: que los villanos, de encima de los tejados y de una cuesta que estaba allí cerca, echábannos tantas de piedras que no sabíamos de qué habíamos de huir: de una parte los perros que andaban cerca de nosotros, y de la otra, más lejos, las piedras que venían sobre nosotros; de manera que estábamos en harto aprieto. En esto vino una piedra que descalabró a una mujer que iba encima de mí, y ella, con el gran dolor, comenzó a dar grandes gritos y voces llamando a su marido, que era un pastor de aquéllos, que la viniese a socorrer; él, cuando la vio, limpiándole la sangre, comenzó a dar gritos, diciendo:

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