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Authors: Paul Pen

El aviso

BOOK: El aviso
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Arenas de la Despernada es una tranquila localidad residencial de la sierra madrileña. Pero tras su plácida apariencia se esconde un misterioso enigma. Un día se produce un robo en una tienda y David, uno de los clientes, es tiroteado de gravedad al tratar de salvar a un niño. Su mejor amigo, Aarón, corroído por la culpa, investiga el asalto, intrigado por el hecho de que treinta años atrás ocurrió otro muy similar en la misma tienda.

Paul Pen

El aviso

ePUB v1.0

rosmar71
01.03.12

«Marty, por favor. Nadie debería saber demasiado sobre su destino.»

DR. EMMET L. BROWN «DOC»

Regreso al futuro II

«Una mujer me llamó una vez y me dijo: "Señor Escher, soy una entusiasta de su trabajo. En su obra
—Reptiles
— ha hecho una ilustración magnífica de la reencarnación". Y yo contesté: "Señora, si eso es lo que ve, que así sea".»

M. C. ESCHER

Prólogo

Martes, 12 de septiembre de 2006

Tras su primer día de colegio, Leo salió de clase con la cabeza agachada, mirando al suelo. Se dejó llevar por la corriente de niños. Rodeado de gritos, risas y carreras, avanzó hacia la calle principal, más de un paso por detrás del resto de sus compañeros. El sol de septiembre en Arenas parecía derretir el asfalto, creando en su relieve charcos de agua inexistentes. Las franjas blancas de un paso de cebra invitaban a cruzar al otro lado, allí donde se levantaba la tienda del americano. El lugar que cada tarde se convertía en tierra prometida de azúcar y diversión para los alumnos del colegio. El Open. En realidad la tienda se llamaba de otra forma, pero la palabra escrita en neón que brillaba por las noches en morado y amarillo sobre la puerta había acabado por convertirse en su verdadero nombre. Algunos decían que el señor Palmer, el dueño, se había traído el cartel con él desde Estados Unidos.

Leo se paró junto al paso de cebra cuando el montón de niños se detuvo. Alzó la mirada sin apenas levantar la cabeza. El semáforo estaba en rojo para los peatones.

—¿Veis esta cicatriz? —dijo uno de los niños, señalándose la barbilla—. Me pusieron cuatro puntos.

Infló el pecho mientras extendía una mano con el pulgar recogido.

—Por eso me llaman Brecha.

La presentación originó suspiros de asombro y gritos de admiración. Brecha los recibió levantando los brazos. Sobre su cabeza, el semáforo cambió a verde.

—¡Vamos al Open! —gritó.

Convertido ya en líder, Brecha guió el viaje de sus nuevos compañeros al otro lado de la calle. Para la clase que acababa de formarse bajo la tutoría de Alma Blanco, era la primera oportunidad de realizar la tradicional peregrinación escolar que se repetiría a diario. Todos siguieron a Brecha. Un niño corrió hasta él y lo agarró por el hombro. «Yo soy Edgar», le dijo. Con apenas seis años, parecía tener claro a quién era conveniente arrimarse. Detrás, dos niñas se miraron sin saber qué hacer. Temerosas, se dieron la mano. Y comenzaron a andar.

Leo notó que el grupo se desvanecía a su alrededor. También percibió la presión de sus pies contra el asfalto. Inclinó el tronco hacia delante, ligeramente, como haría alguien antes de comenzar a andar, pero los dedos de sus pies aumentaron la presión. El resto del cuerpo quedó anclado al suelo. Mientras su tronco regresaba a una posición vertical, Leo dudó una última vez si obedecer las órdenes de mamá o si cruzar hacia el Open con el resto de sus nuevos compañeros. Esa misma mañana ella le había pedido que esperara a que le recogiera donde se encontraba ahora. Después le había dado el primer beso de despedida relevante en la vida de un niño. Forzando otra vez la vista para mirar sin apenas levantar la cabeza, pudo ver a los demás niños avanzar por el paso de cebra. La duda de Leo duró apenas unos segundos. Pero unos segundos que resultaron ser decisivos. El niño que había agarrado a Brecha por el hombro miró hada atrás, hacia el séquito que había convertido en suyo con un simple gesto. Sonrió cuando comprobó que todos le seguían. Entonces reparó en Leo, que permanecía quieto al otro lado de la calle, la cara dirigida al suelo. El niño sacudió el hombro de su líder. Brecha se giró para saber qué ocurría. Desanduvo el camino para acercarse a Leo. El resto del grupo también cambió de sentido y se arremolinó junto a ambos.

—¿Qué pasa, eres sordo o qué? —preguntó.

Leo no contestó. Siguió mirando al suelo.

—Te estoy hablando —insistió Brecha—. ¿Eres sordo?

Leo negó con la cabeza. Después respondió:

—Y si lo fuera... ¿cómo iba a responder a tu pregunta?

Un murmullo comenzó a subir de volumen entre el grupo de niños. Brecha chistó y levantó un brazo para detenerlo.

—Anda, el listillo de la clase —dijo—. Por eso llevas ese parche en el ojo, ¿no?

—Se llama ojo vago —trató de defenderse Leo—. Y me lo quitan dentro de un mes.

—Se llama ojo vago, se llama ojo vago —repitió Brecha como un cántico, con voz aguda y sacudiendo los hombros con las manos extendidas a la altura del pecho mostrando las palmas—. ¿Es por eso que no vienes a la tienda del americano, porque no ves bien?

Leo volvió a sacudir la cabeza en señal de negación.

—Entonces ya sé lo que te pasa. —Brecha hizo un silencio dramático. Lo alargó varios segundos. Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz más grave—: Tienes miedo del Open. Te da miedo que te peguen un tiro.

La declaración fue seguida de un súbito silencio.

Primero algún murmullo y luego nada. Las cabezas giraron y las bocas se abrieron. Todas las miradas se dirigieron primero a Brecha y después a Leo. Él encogió los hombros. Levantó por fin la cabeza para mirar al grupo. A Brecha. Se colocó una mano en la frente para hacerse sombra sobre su único ojo abierto.

Brecha trató de mantener fija la mirada, pero los nervios le traicionaron y en dos ocasiones sus ojos se le escaparon rápidamente a un lado y a otro. Quería conocer la reacción del grupo a sus palabras. Porque lo que había dicho no era un comentario cualquiera. Había vociferado frente a todos el secreto innombrable del Open. El secreto que hacía de la tienda del americano el lugar ideal para que los críos de Arenas inventaran historias. La noche del disparo, hacía años. Y el chico que murió. En realidad, todos habían oído a sus padres o a sus hermanos mayores hablar de ello alguna vez. A sus madres recordarlo en la caja del supermercado. Pero la mirada que les dirigían justo después, y el súbito cambio de tema que siempre se forzaba a continuación, habían dejado claro a todos los niños del pueblo que eso era algo de lo que no se debía hablar. Como no se hablaba tampoco de aquella silueta oscura que solo algunos habían llegado a ver aparecerse tras las cortinas del cuarto principal de la casa al final del camino de arena. El del Open era un secreto que no se podía compartir. Y menos aún gritar a plena luz del día a la puerta del colegio.

Quizá para romper el silencio, pero sobre todo para no mostrar ni un rastro de duda o debilidad, Brecha infló el pecho por segunda vez esa tarde, clavó su mirada en la de Leo y le dijo:

—Eres un miedica. —Después le gritó—: ¡Miedica!

Entonces Brecha miró al niño que le había agarrado por los hombros. Señaló a Leo con un golpe de cabeza y le volvió a insultar. Edgar entendió la orden.

—Miedica —repitió, uniendo su voz a la de Brecha—. ¡Miedica! ¡Miedica!

Entre los dos, comenzaron a repetir la palabra como una consigna. Una tercera voz se unió a la repetición. Después una cuarta. Las dos niñas temerosas que se habían dado la mano comenzaron también a gritar el insulto. Pronto, todo el grupo gritaba a Leo. En algún momento, alguien dejó caer la palabra «gallina», y el nuevo insulto fue ganando adeptos por imitación hasta que el coro al completo entonaba la nueva forma de ataque.

Un coche comenzó a pitar a la jauría enloquecida. A pesar de que el semáforo había vuelto a cambiar a rojo, los niños seguían en medio de la calle. La conductora daba pequeños golpes con el pie sobre el acelerador. También hacía sonar sus uñas, enganchando la del dedo índice en el pulgar para luego soltarla. Golpeó el centro del volante otra vez, con más fuerza. Mantuvo el pitido constante para imponer su sonido sobre el ruido de los críos. Poco a poco, el griterío fue remitiendo y, cuando Brecha decidió cruzar en dirección a la tienda del americano, el grupo le siguió. Leo se quedó solo a las puertas del colegio mientras lo que esa misma mañana pudo haberse convertido en una pandilla de amigos con la que explotar petardos en los buzones de los profesores, se alejaba para siempre por el paso de cebra intercambiando historias falsas o verdaderas, eso daba igual, sobre el legendario tiroteo del Open.

La conductora que había estado pitando intentó avanzar con el coche. Tuvo que frenar en varias ocasiones para dejar paso a los más rezagados. Su labio superior se levantó, mostrando la encía, sin que ella se diera cuenta. Cuando logró situarse sobre el paso de cebra, miró a Leo.

El niño subió al coche.

—Mamá, prométeme que vendrás siempre a recogerme —le pidió.

Victoria advirtió la mirada triste de su hijo. El mismo que esa mañana la había despertado tirando de las sábanas, ansioso por empezar su vida escolar. También observó cómo, al otro lado de la calle, un montón de niños se revolcaban juntos sobre el césped, frente a la tienda. Sintió por primera vez la punzada en el estómago que tantas veces iba a repetirse en el futuro. Girando el tronco, abrazó a su hijo en el asiento del copiloto.

—Te lo prometo —le dijo.

Sobre el hombro de su madre, Leo vio, por la ventanilla del conductor, cómo Brecha terminaba de guiar, con movimientos del brazo similares a los de un guardia de tráfico, a los últimos niños en su camino hacia la tienda.

Entonces Brecha giró el cuello. Cuando descubrió a Leo mirándole desde el interior del coche, entornó los ojos y le señaló. Después, utilizando ese mismo dedo y desplegando el pulgar, formó una pistola imaginaria. Se la llevó a la sien. Y disparó.

Capítulo 1

Viernes, 12 de mayo de 2000

En el asiento del copiloto, Andrea se apartó de la cara el mechón de siempre. Colocó un dedo sobre los labios de él.

—No lo digas.

Aarón solo encogió los hombros, aspiró con fuerza el olor a manzanilla que inundaba el coche parado, y tuvo que desviar la mirada cuando cambió el brillo en los ojos de ella.

—No lo digas —repitió—. No es verdad.

Andrea miró unos segundos al frente, más allá de la luna delantera del vehículo y bajo la luna que brillaba sobre Arenas. No era más que un pueblo sobredimensionado a base de urbanizaciones, un gran charco de tranquilidad residencial.

Andrea apretó los dientes para contener las arcadas de palabras. Después abrió uno de sus puños y mostró una piedra.

—No... —pidió Aarón—, por favor.

—Es tu decisión —dijo Andrea—, puedes devolvérmela cuando quieras.

Dejó la piedra sobre el salpicadero. Después acarició la mano de él sobre la palanca de cambios y salió del coche.

Aarón oyó la puerta cerrarse. Escondió la cara entre las dos manos. Golpeó el volante con el puño izquierdo mientras Andrea cambiaba de coche. La arena crujió bajo sus neumáticos cuando ella arrancó.

La oyó marcharse.

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