El ayudante del cirujano (22 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El ayudante del cirujano
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Y llegó temprano, pero, para su asombro, la encontró ya lista en el salón. Era digna de verse, pues llevaba un vestido de color azul grisáceo que le sentaba muy bien, según la nueva moda francesa, y los relucientes diamantes, algunos de los cuales los tenía colocados en el pelo, lo que la hacía parecer más alta y delgada que nunca.

—Te doy mi palabra de honor de que tienes un aspecto magnífico, Villiers.

—Tú también, cariño mío —dijo Diana, riendo con una alegría tan grande que era extraño encontrarla en ella, con una alegría que hizo aparecer en su rostro una expresión más dulce que la habitual—. Tú también… Tu chaqueta es muy hermosa y tus calzones impecables, pero… —le acercó a un espejo— mírate aquí.

Stephen se miró en el espejo y vio reflejada una horrible imagen, vio su pequeña y redonda cabeza con sus escasos pelos de punta, que parecían las cerdas de un cepillo gastado.

—Jesús, María y José! —exclamó en voz muy baja—. He olvidado mi peluca, ¿qué voy a hacer?

—No te preocupes, no te preocupes —dijo ella—. Estará aquí dentro de un momento. Siéntate. Todavía falta mucho tiempo.

Entonces hizo sonar la campanilla.

—Corre al hotel Beauvillier tan rápido como puedas y trae la peluca del señor, que dejó olvidada allí —le ordenó al sirviente y luego se volvió hacia Stephen y dijo—: No te preocupes, amor mío. Llegará media hora antes de que empieces. Siéntate y alaba mi vestido.

Le besó con el cariño de una hermana, y él, sentado allí en el diván egipcio, en medio de su agitación, pensó: «Mi hermana… Mi esposa… ¡Oh, Dios mío!».

—Tenía mucho miedo de que no estuviera listo —continuó ella caminando de un lado a otro para mostrarle el vestido desde todos los ángulos—, pero llegó hace apenas una hora. A Adhémar de la Mothe le gusta mucho. Tiene muy buen gusto para la ropa de mujer. Me dijo que acortara el collar para que el diamante grande cayera justo aquí.

Al decir esto señaló el centro de su pecho casi desnudo, desde donde el diamante lanzaba destellos formando una fuente de luz que contrastaba con la oscuridad del salón.

—Me puse los otros en el pelo, porque se pueden desenganchar, ¿sabes? Y él me dio su aprobación. Confío mucho en de la Mothe. Nunca he conocido a nadie que tenga mejor gusto. Además, le ha encantado el vestido.

—A mí también, Villiers. Tienes un aspecto soberbio. Pareces etérea… Eres como una voluta de humo azul.

—Pensé que debía poner toda la carne en el asador,
le porc inentamé
, porque hoy era tu gran día. Además, es probable que ésta sea la última vez que pueda parecer etérea o casi etérea en mucho tiempo.

Una vez más volvió a su mente aquel desagradable pensamiento, y en su rostro apareció una expresión sombría. Pero después de contemplar la gran piedra preciosa unos momentos, volvió a estar radiante de alegría y a tener un aire tan satisfecho que era conmovedor verla.

—Le tienes mucho cariño a esos diamantes, Villiers —dijo en tono afectuoso.

—Sí, les tengo mucho cariño, sobre todo al más grande —dijo y desenganchó la pesada piedra preciosa y la puso en la mano de Stephen, y la piedra, al menor movimiento, lanzaba innumerables destellos que parecían salir de un prisma—. No me importa de dónde vienen —dijo, alzando la barbilla—. Les tengo un gran cariño y no me separaría de ellos por nada del mundo. Quisiera que me enterraran con ellos. ¿Te acordarás de eso Stephen? Si las cosas no van bien este otoño, deben enterrarme con ellos. ¿Puedo confiar en ti?

—Por supuesto que sí.

—Me gustaban mis perlas… —continuó ella después de una pausa—. ¿Te acuerdas de las perlas que me regaló el nabab? Pero sentía algo muy diferente por ellas. Las vendí para pagar al modisto casi sin remordimiento. De la Mothe me llevó a la casa Charon y me pagaron una cantidad justa… Irá con los Clermont y después todos vendremos aquí para cenar. ¡Ah! Además tasaron aquellos rubíes sin montar que te había enseñado, los que nunca me gustaron, los que parecían grandes gotas de sangre, y me quedé realmente asombrada…

Stephen dejó de prestarle atención y clavó los ojos en el reloj, y mucho antes de que el sirviente llegara, oyó sus apresurados pasos. Enseguida se puso la peluca y luego las gafas, metiendo las patas por debajo de los rizos de los lados.

—Debemos irnos —dijo.

—Todavía queda mucho tiempo —añadió Diana—. Este reloj lleva media hora de adelanto. No serviría de nada llegar temprano. Siéntate otra vez, Stephen. ¡Oh, Dios mío, cómo te cambia la cara con esas gafas azules! Nunca te habría reconocido con ellas.

—Son verdes.

—Bueno, ya sean azules o verdes, quítatelas, por favor. Me hacen poner nerviosa porque me resultas extraño.

—No —dijo Stephen—. Después de ponérmelas quedan fijas bajo la peluca, no me las puedo quitar sin alterar su simetría.

—¿Por qué las usas? Te hacen parecer mucho más viejo, cariño, y te dan un aspecto vulgar. Puedes ver perfectamente sin ellas.

—No siempre veo bien cuando tengo que leer notas bajo la fuerte luz de una lámpara. Pero la principal razón por la que las uso es que estoy nervioso y me dan seguridad.

—¿Estás nervioso, Stephen? —preguntó ella—. Nunca creí que eso fuera posible. Aunque, ahora que lo pienso, has estado todo el tiempo sentado en el borde de la silla y mirando el reloj como un hombre al que van a ahorcar. Por favor, no seas ridículo… Tú eres un hombre destacado y todos dicen que tienes una prodigiosa inteligencia, y yo lo he sabido siempre. Ven, toma una copa de coñac para tranquilizarte. Bebamos los dos una copa de coñac.

—Eres muy buena, Diana, pero la verdad es que no estoy acostumbrado a dirigirme a un numeroso público… ¡Y qué público! Estarán allí los Cuvier, Argenson, Saint-Hilaire… O al menos eso espero.

—Seguro que estarán allí. Sé que el cardenal también irá, me lo dijo de la Mothe.

—¡Oh! —exclamó Stephen.

—Pensé que te gustaría, cariño. Eres católico, y un cardenal está muy próximo al Papa.

—Hay cardenales y cardenales, e incluso algunos papas no han sido exactamente como era deseable. No obstante, gracias por decírmelo, Villiers, porque debo empezar dirigiéndome a Su Eminencia. Está relacionado con los despreciables Bonaparte, aunque tengo entendido que se lleva mal con el jefe de esos malhechores, pero, de todos modos, es un príncipe de la Iglesia. Vamos, Villiers, tenemos que irnos.

La gran sala estaba llena, incluso más llena de lo que esperaba. Estaba llena de personas y de animada conversación sobre la batalla de Moravia o, según algunos, de Bohemia. Se decía que habían atacado al ejército ruso por el flanco derecho y habían aniquilado las tropas de ese flanco… los prusianos fueron derrotados en Polobsk… las tropas de Vandamme sufrieron un duro golpe…; por el contrario, a Vandamme todavía le faltaba un día para llegar y los prusianos mantenían el control de su territorio… el Emperador no había estado presente… el Emperador había dirigido todas las operaciones. El ruido cesó cuando el secretario vitalicio condujo a Stephen a la tribuna. Stephen colocó sus notas al lado de la jarra de agua, aspiró profundamente, miró al silencioso y expectante público y empezó a hablar.

—Su Eminencia… —dijo en tono seguro y con una voz tan potente que su propio eco le produjo una fuerte impresión, una impresión casi de consecuencias fatales.

Sin embargo, dio la mayor parte de la conferencia en tono muy bajo. Los que estaban muy interesados en el Pezophaps
solitarius
se pusieron las manos alrededor de las orejas e inclinaron la cabeza hacia delante, y las restantes personas, aproximadamente quinientas, poco a poco reanudaron la conversación, que al principio era sólo un murmullo y luego llegó a ser perfectamente audible. Sus amigos estaban muy apenados, pues había empezado mal y había continuado peor. Era evidente que Stephen no veía ni oía al público. Desde el desafortunado principio, siguió estrictamente sus notas con la cabeza gacha y los ojos fijos en las cuartillas de papel. De vez en cuando hacía un gesto mecánico con la mano derecha y Diana temía que hiciera caer la jarra al suelo; y en una ocasión pasó dos páginas juntas, de manera que pareció que las observaciones sobre el dodó se referían al uombat de Nueva Holanda.

Apenas había empezado a hablar de los ratites cuando un oficial entró de puntillas y le susurró algo al ministro del Interior, y éste se fue enseguida, también de puntillas y haciendo reverencias, y todos notaron que sonreía maliciosamente. La conversación subió de tono y Stephen continuó leyendo una tras otra las páginas de una bien razonada exposición. Había acabado de hablar de la anastomosis de la carótida en el
Didus ineptas
y ahora empezaba a hablar del apareamiento del solitario.

—Con objeto de hacer una comparación, consideremos el órgano introductor del cuervo —dijo, quitándose las gafas y mirando al público por primera vez.

Su mirada se cruzó con la de madame d'Uzès, que estaba sentada en la primera fila, y ella se inclinó hacia delante y preguntó en voz baja:

—¿Qué es un órgano introductor?

La persona que estaba sentada a su lado le respondió, y ella, riendo alegremente, dijo:

—¡Ah, como el de un semental! No tenía idea de… Tanto mejor…

Entonces Stephen, clavando sus ojos en ella, repitió:

—Consideremos el órgano introductor del cuervo.

Ella bajó la vista y juntó las manos en el regazo, y él, volviendo a sus notas, hizo una descripción detallada del órgano con voz más fuerte y en tono más grave que antes mientras movía rítmicamente en el aire un ejemplar disecado. Los ayudantes del ministro, que estaban sentados en la fila de atrás de la suya, se inclinaron sobre el asiento vacío y se pusieron a conversar en voz baja.

—Si ese hombre tiene algo que ver con el espionaje, yo soy el Papa —dijo uno.

—No es más que un vago rumor —dijo otro.

—El Ejército ve espías por todas partes. Traté de comprobarlo, por supuesto, pero ni Fauvet ni madame Dangeau pudieron hacerle moverse de su posición siquiera una pulgada. Les dijo que era un simple naturalista, que no sabía nada de política y tampoco le importaba y que debía respetar las reglas. Madame Dangeau piensa que es un pederasta, y creo que tiene razón. Es amigo de Adhémar de la Mothe.

—¿Qué relación tiene con la mujer que está sentada junto a de la Mothe, la que lleva esos espléndidos diamantes? Cruzaron juntos, pero, indudablemente, no puede haber ninguna relación entre semejante individuo y esa maravillosa criatura.

—Es su médico, y su doncella cuenta que, cuando él la reconoce, es muy respetuoso y no parece sentir ninguna emoción. ¡No sentir emoción ante una mujer así!

—Pobre imbécil… Por fin está llegando al final.

—¡Qué horrible conferencia!

Había sido horrible, pero, por lo que se refería a los invitados extranjeros, a menudo el nivel de la exposición era inversamente proporcional a los conocimientos científicos del orador, y era normal que quienes no estaban acostumbrados a las conferencias de nivel universitario hablaran en voz baja. El secretario vitalicio había asistido a conferencias peores, y también los científicos que habían ido allí a escuchar al doctor Maturin y no los chismorreos de la ciudad. Stephen no había dejado caer al suelo sus notas ni sus dibujos ni sus especímenes; no se había interrumpido en medio de la conferencia, angustiado, como el distinguido Schmidt de Gottingen; tampoco se había desmayado, como Izibicki. Por otra parte, los que estaban sentados en las filas delanteras habían aprendido mucho de las especies de aves extinguidas de las islas Mascareñas, y sus sinceras felicitaciones, un café fuerte y saber que el mal momento ya había pasado consiguieron reanimarle. Diana, de la Mothe y sus amigos le dijeron que había hablado muy bien y aseguraron que habían oído absolutamente todo. Además, mencionaron el
Pezophaps solitarius
una o dos veces y el dodó muchas más.

—No fue brillante, ni mucho menos —dijo él, sonriendo tímidamente—. No soy ningún Demóstenes… Pero creo que he hecho lo poco que podía y que ahora todos conocemos mejor el sistema digestivo y el reproductor del solitario.

Los esnobs se fueron y los intelectuales se quedaron. Muchos de ellos se acercaron a Stephen para conocerle o saludarle, y él, a su vez, transmitió a algunos los saludos de sus amigos comunes de Inglaterra y les prometió darles los suyos a su regreso, pues no tenía inconveniente en hacer de mensajero. Georges Cuvier le dio una copia de su obra
Ossements fossiles
para el distinguido sir Blaine y Latreille le dio, para el mismo caballero, un regalo más apropiado, una abeja fosilizada en un trozo de ámbar. Larrey, el cirujano del Emperador, fue muy amable con él; Gay-Lussac le rogó que le llevara algunas piritas muy curiosas a sir Humphry Davy; otro químico le dio un frasco con una sustancia cuya exacta composición desconocía… Muy pronto los bolsillos de su elegante chaqueta se llenaron de regalos para los miembros de la Royal Society.

También había algunos intelectuales extranjeros presentes, y Stephen se alegró de ver a Beckendorff, a Pobst y a Cerutti. La mayoría de esos intelectuales eran eminentes naturalistas, pero, además, había entre ellos matemáticos, historiadores y filólogos. Stephen distinguió claramente a Schlendrian, el erudito alemán que era una autoridad en lenguas romances, por su larga barba negra. Schlendrian estaba apartado del grupo con un vaso de la típica limonada del Instituto en la mano y una expresión poco habitual, una expresión triste.

Sus miradas se encontraron y ambos se saludaron con la cabeza. Stephen se apartó de un grupo que mantenía una insípida conversación sobre el cloro y ambos se saludaron cordialmente. Schlendrian se alegró de verle, le felicitó efusivamente y le hizo muchas preguntas, pero después volvió a entristecerse. Entonces hizo una pausa y le dirigió a Stephen una mirada inquisitiva y después preguntó:

—¿No ha oído la noticia?

—¿De la batalla que tiene lugar en estos momentos?

—No, de lo que le sucedió a Ponsich.

—¿Qué le pasó a Ponsich?

—No desearía decírselo hoy, el día de su triunfo.

—No me atormente, Schlendrian. Ya sabe usted cuánto le aprecio.

—Yo también le apreciaba —dijo Schlendrian con lágrimas en los ojos—. Ha muerto.

Stephen le llevó hasta un lugar apartado junto a la puerta.

—¿Cómo lo sabe? ¿Cuándo ocurrió? —preguntó en voz baja.

—Grauf me escribió desde Leyden. Parece que Ponsich se encontraba cerca de Suecia o en algún otro lugar del Báltico cuando al barco en que navegaba le ocurrió una desgracia. Muchos cadáveres fueron arrastrados hasta las costas de Pomerania y un antiguo alumno suyo reconoció el de él. ¡Oh, Maturin, qué pérdida para las letras catalanas!

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