El ayudante del cirujano (49 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El ayudante del cirujano
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Rousseau no les había dado información sobre la puerta. Solamente había dicho: «Está cerrada… No está abierta… Es muy vieja; hoy en día ya no hacen puertas así». Tal vez lo había hecho por prudencia, aunque era más probable que hubiera obrado así por falta de inteligencia que por cautela o maldad; sin embargo, ellos no le presionaron. Era más comunicativo cuando hablaba de otros temas, sobre todo de la decadencia del Temple. Les dijo que era la mejor prisión de Francia, dijera lo que dijera la Conciergerie… ¡Y qué clientes había tenido…! La familia real completa en una ocasión, por no mencionar a los obispos y a los arzobispos y a los generales y a los oficiales extranjeros… Eran clientes selectos… Nunca se habían quejado, aunque algunos habían estado allí durante años… Siempre conformes con todo… Muchos de los apartamentos, porque no se les podía llamar celdas, tenían excusados y agua corriente… Y todo eso estaba en ruinas… Ahora apenas tenía una veintena de clientes, por esa razón podía ponerse a conversar con tan amables caballeros… En los buenos tiempos, cuando había cinco o seis hombres en una habitación, él y sus compañeros estaban trastornados y apenas tenían tiempo de dar los buenos días, aunque entonces ganaban el doble del sueldo asignado gracias a los encargos de comida y ahora ganaban una auténtica miseria… La fortaleza estaba en ruinas… Todo estaba patas arriba… El anterior alcaide había faltado más de un mes y luego había renunciado… El nuevo alcaide estaba a punto de volverse loco y era probable que fuera reemplazado…

Lo que les contó sobre la demolición era confuso y, obviamente, falso, y seguramente lo dijo influenciado por su deseo de que dejaran en pie una pequeña parte; sin embargo, parecía que iban a demoler todo excepto la gran torre y tal vez un torreón. Ya habían derribado buena parte de la fortaleza.

—¿Cómo es posible que alguien crea que uno puede mantener en orden una prisión en estas circunstancias, con trabajadores yendo de un lado para otro y desobedeciendo las reglas? —inquirió—. Esto parece un lupanar.

Después de pensarlo detenidamente, a Jack le parecía que la puerta era menos útil que el retrete, donde ahora se veían las golondrinas revoloteando.

—Cuando quitemos esos bloques de piedra, haré una cuerda con las sábanas y bajaré a reconocer el foso —dijo Jack.

Así pues, dedicó todos sus esfuerzos a mover los bloques, pero ya no podía hacer esfuerzos tan grandes como antes. Los cangrejos de río, mejor dicho, los efectos de los cangrejos de río perduraban aún, a pesar de su rigurosa dieta y de los remedios que Stephen le había suministrado. Le faltaban la fuerzas y, a veces, también los ánimos. Stephen insistía en que se apartara de aquella atmósfera nociva.

—Amigo mío —dijo Stephen—, te aseguro que si continúas inhalando las mefíticas emanaciones de la porquería mal dirigida acumulada a lo largo de seiscientos años, escaparás en un ataúd, no con una cuerda hecha con sábanas anudadas. Deja que Jagiello y yo nos turnemos contigo para excavar. Cada uno trabajará durante un determinado período de tiempo al día.

—Muy bien —dijo Jack con una tímida sonrisa.

Era justo dejarles excavar, pero sabía cómo terminaría todo. Pensaba que Stephen no tenía habilidad para los trabajos manuales y opinaba casi lo mismo de Jagiello. Todos los hombres de tierra adentro eran unos inútiles.

Además de eso, Stephen era un soñador y se le daba mejor hacer hipótesis que destruir el Temple, y para colmo, se le cayó por entre los bloques la única lima que tenían, que fue a parar al foso. Y Jagiello, por su falta de constancia, no adelantaba mucho. En muchas ocasiones, después de haberle mandado a quitar la porquería o la argamasa de una determinada parte de la piedra, descubrían al final de su turno (a menudo reducido porque a Jack le impacientaba su torpeza) que había gastado sus fuerzas trabajando en otras partes del retrete, examinando nuevas grietas o quitando viejas capas de excrementos de pájaros en lugares que no eran importantes, y una vez incluso escribió
Amor vincit omnia
en el techo. Pasaba casi todo su turno cantando alegremente, y la posibilidad de escapar era tan remota que no le parecía que aquel trabajo fuera urgente. Le faltaba el fuego sagrado que Jack tenía en su interior y que le había permitido destruir en menos de cinco días uno de los siete largos ladrillos que fijaban el extremo izquierdo del bloque interior a la base, usando un cuchillo de la pobre madame Lehideux, que se había transformado en una púa de acero. Cuando terminaba su turno, pensando siempre que había cumplido su deber, volvía a sentarse en el asiento que estaba junto a la ventana y cantaba, modulando su dulce voz de tenor, o tocaba la flauta que Jack había ensamblado. Nunca se le ocurría robarle horas al sueño para excavar los gruesos ladrillos y piedras, y ni él ni Stephen oyeron nunca a Jack realizando durante la noche la tarea que se había impuesto, nunca le vieron excavando como una rata gigante que, en la oscuridad, con paciencia y determinación, tratara de salir de su jaula.

Como Jack había previsto, su turno era cada vez más largo, y aunque Stephen y Jagiello protestaban porque trabajaba mucho, mucho más de lo que le correspondía, tuvieron que confesar que, comparados con él, eran ineficientes. Y un día en que les parecía que los trabajadores —que ellos no podían ver aún pero podían oír claramente al otro lado de la muralla que rodeaba el foso— tenían más trabajo de lo habitual, cuando Jack se encontraba en el retrete, Jagiello estaba sentado en la ventana, de cuyos barrotes colgaban las camisas recién lavadas, que ondeaban al viento, y Stephen estaba en la habitación del medio, abstraído en sus meditaciones, la parte superior de la muralla se derrumbó con un ensordecedor estruendo. Cuando la nube de polvo se disipó, pudieron ver las buhardillas y los techos de las casas de la calle Neuf Fiancées. Todas las ventanas que se veían tenían los postigos cerrados, excepto una, la más cercana, desde la cual una joven miraba la larga hilera de piedras caídas.

—¡Hola! —gritó Jagiello, agitando la flauta en el aire y sonriendo porque ella era la primera persona que veía ajena a la prisión en varias semanas.

Ella le miró, le sonrió, le saludó con la mano y se fue; sin embargo, pudieron ver que volvió a mirarle desde dentro. Después de un rato, salió de nuevo y escrutó el cielo, un cielo despejado y luminoso, y sacó la mano por la ventana para comprobar si llovía. Jagiello también sacó la mano y ella se rió. Durante un tiempo se contemplaron el uno al otro con satisfacción y luego se hicieron señas y señalaron la muralla derrumbada y se pusieron la mano alrededor de la oreja para indicar que había hecho mucho ruido al caer.

Stephen les miraba atentamente desde un lugar discreto, a cierta distancia de la ventana del medio.

—¡Quédate ahí! —gritó cuando Jack salía de espaldas del retrete—. No te acerques a la habitación de Jagiello. Puedes mirar desde esta ventana. Mira allí: una figura femenina. Creo que estamos ante una clásica historia, la del cautivo y la doncella, un tema trillado. Pero si apareces, todo se estropeará.

—¿Qué quieres decir con «todo se estropeará»?

—Amigo mío —dijo Stephen, poniendo la mano sobre el brazo de Jack—, yo no soy un apuesto galán, y tú, perdóname que te lo diga, tampoco lo eres.

—No, creo que no —dijo Jack.

Entonces miró por la ventana, pasándose la mano por la barba de seis días, amarilla y espesa. La barba de Stephen era negra y rala. Jagiello era el único que no tenía barba; parecía que el barbero le había afeitado aquella mañana. La dama había vuelto a asomarse y, sin darse cuenta de que la miraban, regaba las plantas de los tiestos y silbaba muy bajo a una paloma encerrada en una jaula de mimbre.

—¡Qué hermosa criatura! —exclamó—. ¡Dios mío, qué hermosa criatura! —repitió y, con voz fuerte, con el mismo tono de voz que usaba en el alcázar, dijo—: Señor Jagiello, toque una melodía melancólica y cante:
Los muros de piedra no hacen una prisión
. ¿Me ha oído?

Jagiello cantaba todavía cuando llegó la comida. La joven estaba regando las plantas otra vez.

—¡Ha ocurrido lo peor! —exclamó Rousseau—. Me lo temía: han empezado a derribar la muralla. ¿Dónde estaremos dentro de un mes? La mejor prisión de Francia habrá sido derribada. Seguro que les mandarán a la Conciergerie, caballeros. ¡Qué pena! Allí no hay agua corriente; no hay excusados, y perdonen la palabra, sino orinales, que son indignos. Y no sé lo que me ocurrirá a mí. Rousseau será apartado y sus largos años de servicio serán olvidados.

Puso la cesta sobre la mesa y, mirando por la ventana, añadió:

—Es una inmoralidad; eso es lo que yo llamo una inmoralidad. Y es ilógico… ilógico, esa es la palabra. Pero al menos pueden ver ahora a madame Lehideux. Está ahí, regando las plantas.

—Espero que sean acuáticas o, por lo menos, que puedan vivir en los pantanos —dijo Stephen mientras miraba la nota que encontró dentro de su servilleta—. Ninguna otra podría sobrevivir con esa frecuencia de riego. —Entonces, leyó en voz alta—: «Si los caballeros tienen que lavar, remendar o planchar alguna ropa, B. Lehideux estaría encantada de servirles».

—Nosotros mismos podemos hacerlo —dijo Jagiello—, El capitán Aubrey tuvo la amabilidad de remendar mi chaleco ayer, y casi no se nota dónde estaba roto. Además, me ha enseñado a pegar botones y a zurcir medias.

—¡Tonterías! —exclamó Stephen—. Estas sábanas sólo se han mojado con agua fría. Además, a mí me gustan las camisas planchadas y con olor a lavanda. Y los calzones de su uniforme, los de la cinta de color cereza, son indignos de un hombre como usted, señor Jagiello, necesitan plancha. Monsieur Rosseau, por favor, entregue estas camisas, estos calzones y esta chaqueta a madame Lehideux y transmítale nuestros saludos. Dígale que es un gran alivio poder desembarazarnos de todo esto, sobre todo de las camisas. Las camisas colgando de los barrotes y ondeando al viento son un desagradable espectáculo, y, aparte de eso, no quiero hacerme pasar por una costurera ni por una lavandera. Dígale que todos, especialmente este caballero, agradecemos mucho su amabilidad.

Las camisas no volvieron a colgar de los barrotes de la ventana ni a ondear al viento. Jagiello se pasaba todo el día en la ventana, cantando o tocando la flauta. Le dispensaron de la obligación de barrer, fregar el suelo y limpiar la mesa y las sillas; le dispensaron de todas sus obligaciones; le exigieron que se mostrara amable. Jack y Stephen no se acercaban a la ventana, pero, por lo que notaban, creían que las cosas iban bien. Aparte de mandarse cartas a diario, más voluminosas cada vez, los jóvenes se comunicaban mediante un alfabeto hecho con las manos o mediante signos o cantando la misma canción. Su conversación requería esfuerzo y les mantenía ocupados durante la mayoría de las horas diurnas, y ninguno podía entender cómo la pobre joven tenía tiempo para cocinarles y arreglarles tan bien la ropa.

Los días tranquilos y ordenados siguieron pasando. La ratona tuvo una prole de regular tamaño. Stephen leyó en el
Moniteur
un artículo que desmentía el rumor que habían hecho circular los Aliados, a quienes se consideraba desesperados, sobre el enfriamiento de las relaciones entre Francia y Sajonia. Decía que, por el contrario, la amistad entre Su Majestad el Emperador y el rey sajón era más estrecha que nunca y que no había signos de desafección entre las valerosas tropas alemanas. Añadía que el Emperador, acortando sus vías de comunicación juiciosamente, se hacía cada vez más fuerte. El polvo de los ladrillos y las rocas fluía constantemente del retrete, y ellos escondían en sus lechos algunos trozos de ladrillo. A su alrededor el Temple se caía a pedazos.

Rousseau estaba cada vez más triste y silencioso. Corría el rumor de que no iban a dejar en pie ni siquiera las torres, y un lunes vieron a los trabajadores pasar al interior de la muralla y dejar montones de rocas e incluso escaleras cerca de la parte que estaba medio derrumbada, y eso les hizo sentirse frustrados.

—Señor Jagiello, si no despliega usted más velas, echarán abajo toda la fortaleza antes de que podamos escapar. Haríamos el ridículo si nos trasladaran justamente cuando estoy terminando de despegar los bloques de piedra. Tengo que conseguir un cortafrío, un espeque y una cuerda. Trabajando con las herramientas apropiadas durante una hora podría adelantar más que raspando durante una semana. Tengo que conseguir las herramientas apropiadas. Y tengo que conseguirlas ahora.

—Haré todo lo que pueda, aunque no creo que éste sea el momento oportuno —dijo Jagiello.

—No importan las tácticas, lo que importa es atacar con decisión —dijo Jack—. Este asunto es urgente. No hay que perder ni un momento.

—¿Debo jugármelo todo a una carta?

—Sí.

—¿Qué tengo que pedir?

—Un cortafrío y cinco brazas de cuerda de una pulgada de grosor.

Jagiello entró despacio en su habitación y se sentó junto a la ventana. Poco después ellos le oyeron tocar.

Entonces Stephen recitó:

La flauta quejumbrosa

revela con sus notas lánguidas

las penas de los amantes sin esperanza.

—¿Cómo puedes decir una cosa así? —inquirió Jack—. Eso trae mala suerte. No sé por qué has dicho
sin esperanza
. Si la hermosa criatura ha admitido que desaparezca su cubertería, ¿por qué va a negarse a darnos un cortafrío o dos y unas cuantas brazas de cuerda? No quisiera que dijeras cosas como esa, Stephen.

—Era una cita —dijo Stephen.

Cita o no cita, después de una hora de silencio, Jagiello regresó con el rostro pálido y una expresión en la que se mezclaban la tristeza y la desesperación. Entonces negó con la cabeza y ellos miraron hacia la muralla y vieron que los postigos de la ventana estaban cerrados.

—No importa —dijo Jack cuando llegó la cena, una cena que les pareció insípida y menos abundante que de costumbre—. No importa. Antes de que acabe la semana, podré sacar el bloque más próximo. No se lo tome a pecho, hombre. Estoy seguro de que hizo lo que pudo.

—No es eso señor —dijo Jagiello, apartando el plato y echando la cabeza hacia atrás, por encima del respaldo del asiento, para ocultar una lágrima—. Es que la echo mucho de menos. Dijo que no volvería a verme.

Miraron ansiosos hacia la ventana y observaron que ya no colgaban de ella los tiestos ni la paloma. Por la mente de Jack pasaron muchos pensamientos, entre ellos la idea de que tal vez no volvería a ver una chaqueta que había mandado a lavar y tendría que andar en mangas de camisa. Eso le produjo una gran pena, pero, al ver a Jagiello tan triste, no dijo nada. Tampoco dijo nada sobre la posibilidad de que tuvieran que decir adiós a tan espléndidas comidas. Stephen se preguntaba qué había dicho Jagiello para arruinar una situación tan favorable, pero, por la misma razón, se fue a dormir sin saber cuál era la respuesta a su pregunta.

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