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Authors: Italo Calvino

El barón rampante (19 page)

BOOK: El barón rampante
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XVII

Olivabassa era un pueblo del interior. Cósimo llegó hasta él después de dos días de camino, superando peligrosamente los trechos de vegetación más rala. Durante el viaje, cerca de los poblados, la gente que nunca lo había visto daba gritos de admiración, y alguno que otro le tiraba piedras, por lo que trató de seguir lo más inadvertidamente posible. Pero a medida que se aproximaba a Olivabassa, notó que si algún leñador o recogedor de aceitunas lo veía, no demostraba ninguna sorpresa, al contrario, los hombres lo saludaban quitándose el sombrero, como si lo conociesen, y pronunciaban palabras que desde luego no eran del dialecto local, y que en su boca sonaban raras, como:
«¡Señor! ¡Buenos días, señor!»
*

Era invierno, parte de los árboles estaban desnudos. En Olivabassa atravesaba la población una doble hilera de plátanos y olmos. Y mi hermano, aproximándose, vio que entre las ramas desnudas había gente, uno o dos o incluso tres por árbol, sentados o de pie, en actitud grave. En pocos saltos se reunió con ellos.

Eran hombres con vestimentas nobles, tricornios emplumados, grandes capas, y mujeres de aire también noble, con velos en la cabeza, que estaban sentadas en las ramas en grupos de dos o tres, algunas bordando, y mirando de vez en cuando abajo a la calle con un breve movimiento lateral del busto y un apoyarse con el brazo a lo largo de la rama, como en un antepecho.

Los hombres le dirigían saludos como llenos de amarga comprensión:
«¡Buenos días, señor!».
Y Cósimo se inclinaba y se quitaba el sombrero.

Uno que parecía el más autorizado de ellos, uno obeso, encajado en la horqueta de un plátano de donde parecía no poder levantarse, con piel de enfermo del hígado, bajo la cual la sombra de los bigotes y de la barba afeitados se transparentaba negra a pesar de la edad avanzada, pareció preguntarle a un vecino suyo, flaco, chupado, vestido de negro y también él con las mejillas negruzcas de barba afeitada, quién era aquel desconocido que avanzaba por la hilera de árboles.

Cósimo pensó que había llegado el momento de presentarse.

Llegó al plátano del señor obeso, hizo la reverencia y dijo:

—El barón Cósimo Piovasco de Rondó, para serviros.


¿Rondós? ¿Rondós?
—dijo el obeso—.
¿Aragonés? ¿Gallego?

—No señor.

—¿Catalán?

—No señor. Soy de estas tierras.

—¿Desterrado también?

El gentilhombre chupado se sintió en el deber de intervenir para hacer de intérprete, muy ampulosamente.

—Dice Su Alteza Federico Alonso Sánchez de Guatamurra y Tobasco si vuestra señoría es también un exiliado, puesto que lo vemos trepar por estos follajes.

—No señor. O al menos, no exiliado por algún decreto ajeno.

—¿Viaja usted sobre los árboles por gusto?

Y el intérprete:

—Su Alteza Federico Alonso se complace en preguntarle si es por gusto que vuestra señoría efectúa este itinerario.

Cósimo se lo pensó un poco, y respondió:

—Porque pienso que me conviene, aunque nadie me lo imponga.


¡Feliz usted!
—exclamó Federico Alonso Sánchez, suspirando—.
¡Ay de mí, ay de mí!

Y el de negro, explicaba, cada vez más ampuloso:

—Su Alteza dice que vuestra señoría puede considerarse afortunado al gozar de esta libertad, la cual no podemos evitar de comparar con nuestro constreñimiento, que sin embargo soportamos resignados a la voluntad de Dios —y se santiguó.

Así, entre una lacónica exclamación del príncipe Sánchez y una circunstanciada versión del señor de negro, Cósimo consiguió reconstruir la historia de la colonia que moraba sobre los plátanos. Eran nobles españoles, rebelados contra el rey Carlos III por cuestiones de privilegios feudales que les disputaban, y por ello enviados al exilio con sus familias. Llegados a Olivabassa, se les había prohibido continuar el viaje: aquellos territorios, efectivamente, en base a un antiguo tratado con Su Majestad católica, no podían dar asilo y ni siquiera ser atravesados por personas exiliadas de España. La situación de aquellas nobles familias era muy difícil de resolver, pero los magistrados de Olivabassa, que no querían tener problemas con las cancillerías extranjeras, pero que tampoco tenían motivos de animadversión hacia aquellos ricos viajeros, llegaron a un arreglo: el documento del tratado prescribía que los exiliados no debían «tocar el suelo» de aquel territorio, luego bastaba que se estuvieran en los árboles y todo en regla. Así pues, los exiliados habían subido a los plátanos y los olmos, con escaleras de mano concedidas por el municipio, que después fueron retiradas. Estaban encaramados allá arriba desde hacía meses, confiando en el clima benigno, en un próximo decreto de amnistía de Carlos III y en la providencia divina. Tenían una buena provisión de doblas españolas y compraban viandas, activando así el comercio de la ciudad. Para subir los platos, habían instalado algunas pequeñas poleas. En otros árboles había baldaquinos bajo los que dormían. En fin, habían sabido acomodarse bien, mejor dicho, eran los de Olivabassa los que los habían equipado tan bien, porque sacaban provecho con ello. Los exiliados, por su parte, no movían ni un dedo en todo el día.

Era la primera vez que Cósimo se encontraba con otros seres humanos que habitaban sobre los árboles, y empezó a hacer preguntas prácticas.

—Y cuando llueve, ¿qué hacéis?

—¡Sacramos todo el tiempo, señor!

Y el intérprete, que era el padre Sulpicio de Guadalete, de la Compañía de Jesús, exiliado desde que su orden había sido expulsada de España:

—Protegidos por nuestros baldaquinos, dirigimos nuestro pensamiento al Señor, agradeciéndole lo poco que nos alcanza... —¿Vais alguna vez de caza?

—Señor, algunas veces con el visco.

—A veces uno de nosotros unta con visco una rama, para entretenerse.

Cósimo no se cansaba nunca de descubrir cómo habían resuelto los problemas que también se le habían presentado a él.

—Y para lavaros, para lavaros, ¿cómo lo hacéis?


¿Para lavar? ¡Hay lavanderas! —
dijo don Federico, con un encogimiento de hombros.

—Damos nuestras prendas a las lavanderas del pueblo —tradujo don Sulpicio—. Todos los lunes, para ser exactos, bajamos el cesto de la ropa sucia.

—No, quería decir para lavaros la cara y el cuerpo.

Don Federico gruñó y se encogió de hombros, como si ese problema no se le hubiese presentado nunca.

Don Sulpicio se creyó en el deber de interpretar:

—Según el parecer de Su Alteza, éstas son cuestiones privadas de cada uno.

—Y, con la venia, ¿vuestras necesidades dónde las hacéis?

—Ollas, Señor.

Y don Sulpicio, siempre con su tono modesto:

—A decir verdad, se usan unas orzas.

Tras haberse despedido de don Federico, Cósimo fue guiado por el padre Sulpicio a visitar a los varios miembros de la colonia, en sus respectivos árboles residenciales. Todos estos hidalgos y estas damas guardaban, pese a las inevitables incomodidades de su estancia, actitudes habituales y comedidas. Algunos hombres, para estar a horcajadas sobre las ramas, utilizaban sillas de montar, y eso le gustó mucho a Cósimo, que en tantos años nunca había pensado en este sistema (muy útil por los estribos —notó enseguida—, que eliminan el inconveniente de tener los pies colgando, lo que al poco rato produce hormigueo). Otros miraban a través de anteojos de larga vista (uno de ellos tenía el grado de almirante), que probablemente servían sólo para observarse entre sí de un árbol a otro, curiosear y chismorrear. Las señoras y señoritas se sentaban todas sobre cojines bordados por ellas mismas, y hacían labores (eran las únicas personas en cierto modo activas), o bien acariciaban gruesos gatos. De gatos, había en aquellos árboles gran número, como también pájaros, éstos enjaulados (quizá eran las víctimas del visco), salvo algunas palomas libres que venían a posarse en las manos de las muchachas, que las acariciaban tristemente.

En esta especie de salones arbóreos, Cósimo era recibido con hospitalaria gravedad. Le ofrecían café, luego enseguida se ponían a hablar de los palacios que ellos habían dejado en Sevilla, Granada, y de sus posesiones y graneros y cuadras, y lo invitaban para el día en que serían reintegrados a sus honores. Del rey que los había desterrado hablaban con un acento que era a un tiempo de aversión fanática y de devota reverencia, a veces consiguiendo separar exactamente la persona contra la cual sus familias estaban en lucha y el título real de cuya autoridad emanaba la propia. A veces, en cambio, intencionadamente mezclaban las dos maneras opuestas de considerarlo en un único ímpetu: y Cósimo, cada vez que la conversación recaía sobre el soberano, no sabía qué cara poner.

Flotaba sobre todos los ademanes y las palabras de los exiliados un aura de tristeza y luto, que en parte correspondía a su naturaleza y en parte a una determinación voluntaria, como a veces ocurre en quien combate por una causa de convicciones no muy definidas y trata de suplirlo con la seriedad de su comportamiento.

En las jovencitas —que a primera vista todas le parecieron a Cósimo algo demasiado peludas y opacas de piel— serpenteaban unos indicios de brío, siempre frenados a tiempo. Dos de ellas jugaban, de un plátano a otro, al volante. Tic, tac, tic, tac, y luego un gritito: el volante había caído a la calle. Lo recogía un chiquillo de Olivabassa y por devolverlo pedía dos
pesetas.

Sobre el último árbol, un olmo, estaba un viejo, llamado el conde, sin peluca, vestido modestamente. El padre Sulpicio, acercándose bajó la voz, y Cósimo fue inducido a imitarlo. El conde con un brazo apartaba de vez en cuando una rama y contemplaba el declive de la colina y una llanura, ora verde ora parda, que se perdía a lo lejos.

Sulpicio susurró a Cósimo una historia de un hijo suyo detenido en las cárceles del rey Carlos y torturado. Cósimo comprendió que mientras todos aquellos hidalgos se hacían los exiliados, por decirlo así, pero tenían que acordarse y repetirse muy a menudo por qué y cómo se encontraban allí, sólo aquel anciano sufría de verdad. Este gesto de apartar la rama como aguardando ver aparecer otra tierra, este avanzar poco a poco la mirada en la extensión ondulada como esperando no encontrar nunca el horizonte, conseguir entrever un país, ¡ay!, cuán lejano, era el primer verdadero signo de exilio que Cósimo veía. Y comprendió cuánto contaba para aquellos hidalgos la presencia del conde, como si fuese ella la que los mantenía juntos, la que les daba un sentido. Era él, quizá el más pobre, seguramente en la patria el menos importante de ellos, quien les decía lo que debían sufrir y esperar.

Volviendo de las visitas, Cósimo vio sobre un aliso a una muchacha que no había visto antes. Con dos saltos estuvo allí.

Era una chica con ojos de un bellísimo color azul y tez perfumada. Sostenía un cubo.

—¿Cómo es que cuando he visto a todos no os he visto?

—Estaba en el pozo a por agua —y sonrió. Del cubo, algo inclinado, cayó agua. Él la ayudó a sostenerlo.

—¿Así que vos bajáis de los árboles?

—No; hay un cerezo retorcido que da sombra al pozo. Desde allí bajamos los cubos. Venid.

Caminaron por una rama, salvando el muro de un patio. Ello lo guió al pasar por el cerezo. Debajo estaba el pozo.

—¿Veis, barón?

—¿Cómo sabéis que soy barón?

—Yo lo sé todo —sonrió—. Mis hermanas me han informado enseguida de la visita.

—¿Son las del volante?

—Irene y Raimunda, exactamente.

—¿Las hijas de don Federico?

—Sí...

—¿Y vuestro nombre?

—Úrsula.

—Vos andáis sobre los árboles mejor que ningún otro, aquí.

—Ya andaba de niña: en Granada teníamos grandes árboles en el
patio.

—¿Sabríais coger aquella rosa? —En lo alto de un árbol había florecido una rosa trepadora.

—Lástima: no.

—Bueno, os la cogeré yo. —Se dirigió allí, volvió con la rosa. Úrsula sonrió y adelantó las manos.

—Quiero ponérosla yo mismo. Decidme dónde.

—En la cabeza, gracias —y acompañó la mano de él.

—Ahora decidme: ¿sabríais —Cósimo preguntó— llegar hasta aquel almendro?

—¿Cómo se puede? —rió—. No sé volar.

—Esperad —y Cósimo sacó un lazo—. Si os dejáis atar a esta cuerda, yo os traslado hasta allí.

—No... Tengo miedo —pero reía.

—Es mi sistema. Viajo con él desde hace años, haciéndolo todo solo.

—¡Madre mía!

La transportó allá. Luego fue él. Era un almendro tierno y no muy grande. Estaban muy juntos. Úrsula estaba todavía jadeante y roja por aquel vuelo.

—¿Asustada?

—No. —Pero el corazón le latía con fuerza.

—La rosa no se ha perdido —dijo él y la tocó para ajustársela.

Así, apretados en el árbol, a cada gesto se iban abrazando.

—¡Huy! —dijo ella, y, primero él, se besaron.

Así empezó el amor, el muchacho feliz y turbado, ella feliz y nada sorprendida (a las muchachas nada les ocurre por casualidad). Era el amor tan esperado por Cósimo y ahora inesperadamente llegado, y tan hermoso que no comprendía cómo era posible imaginárselo hermoso antes. Y de su hermosura lo más nuevo era el ser tan simple, y al muchacho en ese momento le parece que tenga que ser siempre así.

XVIII

Florecieron los melocotoneros, los almendros, los cerezos. Cósimo y Úrsula pasaban juntos los días sobre los árboles floridos. La primavera coloreaba de alegría incluso la fúnebre proximidad de la parentela.

En la colonia de los exiliados mi hermano enseguida supo hacerse útil, enseñando las distintas formas de pasar de un árbol a otro y animando a aquellas nobles familias a salir de su habitual compostura para practicar un poco de ejercicio. Lanzó también puentes de cuerda, que permitían a los exiliados más viejos intercambiarse visitas. Y así, en casi un año de permanencia entre los españoles, dotó a la colonia de muchos enseres inventados por él: depósitos de agua, hornillos, sacos de piel para dormir dentro. El deseo de realizar nuevos inventos lo llevaba a secundar las usanzas de estos hidalgos incluso cuando no estaban de acuerdo con las ideas de sus autores preferidos: así, viendo el deseo de aquellas pías personas de confesarse regularmente, cavó dentro de un tronco un confesionario, dentro del cual podía meterse el enjuto don Sulpicio y desde una ventanilla con cortina y reja escuchar sus pecados.

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